La inagotable fuente Castalia
A poco de recordarse 82 años de la muerte de Ricardo Jaimes Freyre, una reflexión sobre su siempre vigente legado.
Antonio
Vera
Un
cable de la agencia UP del lunes 24 de abril de 1933, dice lo siguiente: “Esta
tarde fue encontrado el cadáver del poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre en
una bohardilla pobrísima, casi sin muebles. Los médicos que constataron el
fallecimiento de Jaimes Freyre aseguran que este personaje debió haber
fallecido anoche. Freyre vivía completamente solo y en la mayor pobreza” (recuperado
por Mauricio Souza en el volumen Ricardo
Jaimes Freyre. Obra poética y narrativa).
El
poeta potosino tenía 77 años y aquel solitario domingo por la noche cerró una
trayectoria vital intensa, marcada por la errancia, la escritura, la vida
intelectual y la política.
Nacido
en Tacna, realizó sus estudios escolares en Lima pero muy joven volvió junto a
su familia para vivir bajo la sombra protectora de Aniceto Arce. Ricardo, junto
a su padre Julio Lucas, y a su madre, Carolina Freyre, que también son
escritores, se desempeñan como periodistas y secretarios de la élite
conservadora.
En
1896, junto a su padre, Ricardo es enviado a Brasil como representante
diplomático. Poco tiempo después deben abandonar la legación y se dirigen a
Buenos Aires donde Ricardo conoce a Rubén Darío con quien cultiva una profunda
amistad, publican la Revista de América
y, de paso, fundan oficialmente el Modernismo latinoamericano.
En
Buenos Aires, además, Jaimes Freyre publica su primer libro, Castalia Bárbara, que escribió durante
su estancia de dos años en Brasil, y el cual es en gran parte responsable de
que los lectores críticos lo ubiquen en el sitio de figura fundacional en la
poesía boliviana.
Es
más, no haría falta hablar de todo el libro de poemas, sino de la primera parte
(de las tres que lo conforman): la famosa serie de trece poemas titulados
también Castalia Bárbara (CB), en los
cuales el poeta convoca a la mitología nórdica medieval.
Castalia Bárbara no sólo pone en
escena el violento combate trascendental de la mitología nórdica, sino que
delinea además el terreno para otro enfrentamiento: el que se produce entre el
poema y sus lectores críticos.
Y
es que esos breves 13 poemas dan lugar a un disturbio discursivo que pone en cuestión
las seguridades de la crítica interpretativa y de la historiografía literaria.
En otras palabras, este conjunto de poemas irrumpe con la potencia de la
novedad en el horizonte de la literatura boliviana y desde el momento mismo de
su publicación genera un prolífico y múltiple desconcierto crítico.
La
de Jaimes se instaura como una escritura que no deja de reflexionar sobre sí
misma, en el sentido de que se cuestiona acerca de la potencia del lenguaje
poético para lograr acercarse al ideal de belleza y de verdad en el que cree el
poeta. Es más, se trata de una escritura cuyo sentido se anuda necesariamente a
la doble constatación en la que se debate: el poema es y no es el espacio de la
revelación.
Dice
Alain Badiou que el poema tiene el poder de fijar eternamente la desaparición
de lo que se presenta. La tradición crítica que piensa la obra de Jaimes, por
tanto, se articularía, organizaría sus lecturas, encararía sus métodos al
influjo de la certeza, lentamente aprendida, de que el poema es esa experiencia
doble de presencia y desaparición, y no un texto que puede ser sometido sin
tropezar, sin zozobrar, a las determinaciones analíticas de, por ejemplo, un
texto histórico.
Si
“el poema es un pensamiento impensable”, como señala también Badiou, la obra de
RJF parece aportar constante e intensamente el desafío irresoluble de hacer
pensable su verdad. Y aquello que en algún momento se reprocha como
“dificultad”, “inaccesibilidad” o de forma más enfática “falta de sentido” es
precisamente el origen de ese impulso crítico que no cesa de leer la obra de
Jaimes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario