Sonidos del silencio
Un contrapunto entre la mítica canción de Simpon & Garfunkel y el filme El gran silencio del alemán Philip Gröning.
Pablo Mendieta Paz
En la década de los 60, el afamado dúo Simon & Garfunkel
estrenó The Sounds of Silence, una
delicada y exquisita canción del género folk-rock que combina con buen sentido
el dibujo vocal con guitarras acústicas, bajos eléctricos, batería y violines
de fondo.
La “imagen del silencio” que se percibe a lo largo de su
textura melódica y de su penetrante lírica (“… gente hablando sin
conversar/gente oyendo sin escuchar/gente escribiendo canciones que las voces
jamás compartirán/y nadie osó molestar a los sonidos del silencio…”), es el
efecto ideal para asociar dicha balada con el tema de este comentario.
Hace unos días, ocupado en ordenar un inventario sobre los
documentales de música que atesoro en mi archivo, di con uno que, desde su
creación, lo he visto embelesado una y mil veces pues su contenido y forma
despiertan las más variadas sensaciones, al punto de que en la serie de planos
que capta el lente asoma un ligero encantamiento de alma que paulatinamente se
apodera de uno y penetra en la singular y austera atmósfera, en el semblante de
vocación eremítica de los personajes, en las tareas que ejercen (el ora et
labora), y en el hondo misticismo que profesan.
Si bien en cierta ocasión me referí en una nota a este
documental, no sólo que conviene adjudicarle vigencia por su reveladora
sustancia, sino también por las diversas y encendidas emociones que fluyen
serenas y cautivan al espectador, ya que se trata de un verdadero himno al
silencio, mismo que como señaló un poeta al ver la película “es posible
estrecharlo con la mano, inmortalizarlo como mirada vacía de cuerpo y de otros
horizontes”.
El filme es El gran
silencio (1995), del director alemán Philip Gröning, cuyas escenas se rodaron enteramente en la “Grande
Chartreuse”, un monasterio de la legendaria Orden de los Cartujos escondido en
algún enclave de los Alpes franceses, lugar favorable para que estos clérigos
-casta de auténticos santos-, ataviados con ásperos trozos de tela blanca,
ejerzan la estricta observancia del silencio. Se trata de un documental que
quizás simbolice uno de los trabajos más serios acerca de la vida ascética de
estos religiosos entregados a la oración y contemplación.
En la parte introductoria, se revela que Gröning tuvo que
aguardar cerca de 16 años el permiso de la Orden para rodar el documental,
sujeto a tres condiciones inviolables: que se prescindiera de luz artificial,
de música de fondo y de narración. Bajo estas peculiares restricciones,
Gröning, a fin de empaparse plenamente del espíritu y disciplina de este
instituto religioso, pasó seis meses de vida monacal, recogiéndose a su
habitación poco después de las siete, y levantándose a las once de la noche
para el canto del Oficio Divino hasta cerca de las dos de la madrugada, hora en
que toman un descanso hasta las cinco y media. En medio de ello, Gröning se
consagró iluminadamente a un trabajo individual pleno de quietud, con amplios
espacios para la oración personal y el estudio.
A muy poco andar en la película, se percibe una cualidad
antiestresante que se manifiesta oyendo el más hondo y absoluto silencio; un
silencio luminoso, pero insondable, tal vez estrechamente enlazado al silencio
que explica el compositor estadounidense John Cage: “el silencio es todo
aquello hacia lo cual no prestamos atención, a lo que se sitúa por debajo del
umbral de la atención. Y prestar atención en él es lo que lo hace audible; por
tanto, es la escucha lo que produce la dimensión sonora del silencio”.
Y eso, precisamente, es lo que llega a escucharse en el
filme, una auténtica ley del silencio, tal vez dando en el blanco de lo que
Cage sugiere: la búsqueda, a partir del silencio más perfecto, de elementos de
experimentación que produzcan fenómenos naturales o fórmulas “mágicas” de
concepción musical capaces de transportar y mantener en tensión al “oyente”.
A partir de ahí, Gröning expone su arte a través de
sugerentes claroscuros de hondo realismo en textura y singular geometría, y
filma en expresivos primeros planos todo lo que ve, lo que silenciosa y
piadosamente ocurre; a captar la faceta más pulcra de la existencia humana, de
la vida en estado puro: paz interior, bondad, diafanidad y gozo por la divina y
terrenal misión de vivir solo y para Dios, sin pretensiones de otra especie,
como una parábola del alma.
Lo único que se escucha es la silenciosa precipitación de la
nieve, los cuerpos que se hincan en señal de plegaria, el vivo pero también
taciturno andar de las cabras por los claustros, y el lenguaje de la naturaleza
viva. Todo es silencioso pero pletórico de resonancia en El gran silencio, como si los cartujos concibieran la música en su
imaginación creadora transmutando los sonidos en formas y colores que incluso
bailan y cobran vida en una perspectiva calidoscópica, múltiple, y cambiante de
energía y belleza.
En ellos, la música es sonido natural -el lenguaje de la
naturaleza viva-, como así se manifiestan en general la voz sorda del viento,
el ritmo de la lluvia al caer, la agitación de las olas del mar, el murmullo de
un río, el retumbar de una cascada, el zumbido de las abejas, el canto de los
grillos; pero, sobre todo, el canto de los pájaros, tan paralelo a nuestra
propia música, entonada de manera compleja, prolongada y rítmica.
Con esa perspectiva, Philip Gröning abre el documental con
un prólogo y lo cierra con epílogo idéntico, como si todo el universo de
silencio que lo rodea encerrara un sentido estrictamente figurado que nace de
otro sentido, pero esta vez recto y ruidoso de voces; aunque, metafóricamente,
siempre en silencio por la ausencia de Dios: “pasó antes del Señor un viento
huracanado que agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no
estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el
Señor. Después vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se
escuchó la voz de una brisa tenue (el llamado al silencio). Elías, al oírlo, se
cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta” (1 Re 19,
11-13).
Unidos el lenguaje de la naturaleza viva y el silencio de
formidable resonancia que se respira en la Orden, Gröning apela a la analogía
anterior para atraer con sutileza un inesperado elemento en la concepción del
filme, un principio vital que define la concepción de la música en los cartujos
(tal vez, en sentido estricto, una inminencia), como si se deleitaran
íntimamente con ella explorando en la antigua creencia de que los cuerpos
celestes, y no la humanidad, fueran los que por mandato divino producen
sonidos: la llamada música de las esferas, cuyo movimiento vibratorio les llega
por medio de la contemplación y la oración.
A todo esto, quizás como una acción de extraer o separar una
parte de todo cuanto se ha mencionado -del origen y fundamento del silencio en
la Orden de los Cartujos, y recogiendo íntimamente su espíritu y alma-, es
posible razonar que así como se saca agua de un río para formar una vertiente,
así mismo pudo haber sido escrita la sugestiva canción The Sounds of Silence, maravillosa en la interpretación de Paul
Simon y Art Garfunkel, y creada por el primero de los nombrados.
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