jueves, 2 de octubre de 2014

Staccato

Sonidos del silencio

Un contrapunto entre la mítica canción de Simpon & Garfunkel y el filme El gran silencio del alemán Philip Gröning.


Pablo Mendieta Paz 

En la década de los 60, el afamado dúo Simon & Garfunkel estrenó The Sounds of Silence, una delicada y exquisita canción del género folk-rock que combina con buen sentido el dibujo vocal con guitarras acústicas, bajos eléctricos, batería y violines de fondo.
La “imagen del silencio” que se percibe a lo largo de su textura melódica y de su penetrante lírica (“… gente hablando sin conversar/gente oyendo sin escuchar/gente escribiendo canciones que las voces jamás compartirán/y nadie osó molestar a los sonidos del silencio…”), es el efecto ideal para asociar dicha balada con el tema de este comentario.
Hace unos días, ocupado en ordenar un inventario sobre los documentales de música que atesoro en mi archivo, di con uno que, desde su creación, lo he visto embelesado una y mil veces pues su contenido y forma despiertan las más variadas sensaciones, al punto de que en la serie de planos que capta el lente asoma un ligero encantamiento de alma que paulatinamente se apodera de uno y penetra en la singular y austera atmósfera, en el semblante de vocación eremítica de los personajes, en las tareas que ejercen (el ora et labora), y en el hondo misticismo que profesan.
Si bien en cierta ocasión me referí en una nota a este documental, no sólo que conviene adjudicarle vigencia por su reveladora sustancia, sino también por las diversas y encendidas emociones que fluyen serenas y cautivan al espectador, ya que se trata de un verdadero himno al silencio, mismo que como señaló un poeta al ver la película “es posible estrecharlo con la mano, inmortalizarlo como mirada vacía de cuerpo y de otros horizontes”.
El filme es El gran silencio (1995), del director alemán Philip Gröning, cuyas  escenas se rodaron enteramente en la “Grande Chartreuse”, un monasterio de la legendaria Orden de los Cartujos escondido en algún enclave de los Alpes franceses, lugar favorable para que estos clérigos -casta de auténticos santos-, ataviados con ásperos trozos de tela blanca, ejerzan la estricta observancia del silencio. Se trata de un documental que quizás simbolice uno de los trabajos más serios acerca de la vida ascética de estos religiosos entregados a la oración y contemplación.
En la parte introductoria, se revela que Gröning tuvo que aguardar cerca de 16 años el permiso de la Orden para rodar el documental, sujeto a tres condiciones inviolables: que se prescindiera de luz artificial, de música de fondo y de narración. Bajo estas peculiares restricciones, Gröning, a fin de empaparse plenamente del espíritu y disciplina de este instituto religioso, pasó seis meses de vida monacal, recogiéndose a su habitación poco después de las siete, y levantándose a las once de la noche para el canto del Oficio Divino hasta cerca de las dos de la madrugada, hora en que toman un descanso hasta las cinco y media. En medio de ello, Gröning se consagró iluminadamente a un trabajo individual pleno de quietud, con amplios espacios para la oración personal y el estudio.
A muy poco andar en la película, se percibe una cualidad antiestresante que se manifiesta oyendo el más hondo y absoluto silencio; un silencio luminoso, pero insondable, tal vez estrechamente enlazado al silencio que explica el compositor estadounidense John Cage: “el silencio es todo aquello hacia lo cual no prestamos atención, a lo que se sitúa por debajo del umbral de la atención. Y prestar atención en él es lo que lo hace audible; por tanto, es la escucha lo que produce la dimensión sonora del silencio”.
Y eso, precisamente, es lo que llega a escucharse en el filme, una auténtica ley del silencio, tal vez dando en el blanco de lo que Cage sugiere: la búsqueda, a partir del silencio más perfecto, de elementos de experimentación que produzcan fenómenos naturales o fórmulas “mágicas” de concepción musical capaces de transportar y mantener en tensión al “oyente”.
A partir de ahí, Gröning expone su arte a través de sugerentes claroscuros de hondo realismo en textura y singular geometría, y filma en expresivos primeros planos todo lo que ve, lo que silenciosa y piadosamente ocurre; a captar la faceta más pulcra de la existencia humana, de la vida en estado puro: paz interior, bondad, diafanidad y gozo por la divina y terrenal misión de vivir solo y para Dios, sin pretensiones de otra especie, como una parábola del alma.
Lo único que se escucha es la silenciosa precipitación de la nieve, los cuerpos que se hincan en señal de plegaria, el vivo pero también taciturno andar de las cabras por los claustros, y el lenguaje de la naturaleza viva. Todo es silencioso pero pletórico de resonancia en El gran silencio, como si los cartujos concibieran la música en su imaginación creadora transmutando los sonidos en formas y colores que incluso bailan y cobran vida en una perspectiva calidoscópica, múltiple, y cambiante de energía y belleza.
En ellos, la música es sonido natural -el lenguaje de la naturaleza viva-, como así se manifiestan en general la voz sorda del viento, el ritmo de la lluvia al caer, la agitación de las olas del mar, el murmullo de un río, el retumbar de una cascada, el zumbido de las abejas, el canto de los grillos; pero, sobre todo, el canto de los pájaros, tan paralelo a nuestra propia música, entonada de manera compleja, prolongada y rítmica.
Con esa perspectiva, Philip Gröning abre el documental con un prólogo y lo cierra con epílogo idéntico, como si todo el universo de silencio que lo rodea encerrara un sentido estrictamente figurado que nace de otro sentido, pero esta vez recto y ruidoso de voces; aunque, metafóricamente, siempre en silencio por la ausencia de Dios: “pasó antes del Señor un viento huracanado que agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó la voz de una brisa tenue (el llamado al silencio). Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta” (1 Re 19, 11-13).
Unidos el lenguaje de la naturaleza viva y el silencio de formidable resonancia que se respira en la Orden, Gröning apela a la analogía anterior para atraer con sutileza un inesperado elemento en la concepción del filme, un principio vital que define la concepción de la música en los cartujos (tal vez, en sentido estricto, una inminencia), como si se deleitaran íntimamente con ella explorando en la antigua creencia de que los cuerpos celestes, y no la humanidad, fueran los que por mandato divino producen sonidos: la llamada música de las esferas, cuyo movimiento vibratorio les llega por medio de la contemplación y la oración.
A todo esto, quizás como una acción de extraer o separar una parte de todo cuanto se ha mencionado -del origen y fundamento del silencio en la Orden de los Cartujos, y recogiendo íntimamente su espíritu y alma-, es posible razonar que así como se saca agua de un río para formar una vertiente, así mismo pudo haber sido escrita la sugestiva canción The Sounds of Silence, maravillosa en la interpretación de Paul Simon y Art Garfunkel, y creada por el primero de los nombrados.


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