jueves, 23 de octubre de 2014

Patio interior

Bisagra Kant

En esta reflexión de largo aliento sobre arte y pensamiento -media docena de artículos ya, en igual número de meses-, recalamos ahora en Kant.



Juan Cristóbal Mac Lean E.


Y sigamos nuestro hilo, nuestro muy enredado hilo -y que no pretendemos desenredar. Kant, en cambio, detestaba todo enredo, toda falta de claridad, le era imperativo comprender lo que fuera reacio al entendimiento. Y se topó, justamente, con lo que ni respondía al entendimiento ni al concepto -algo a lo que iremos llegando. ¿Y, en todo caso, quienes enredan las cosas, las alejan de la razón o elevan al peligroso lugar de lo sublime?
Pues los artistas; excesivos, en perpetuo desborde de la realidad, no atenidos a la simpleza de lo bello, tal como se da, por ejemplo, en la Naturaleza, preferentemente en primavera. Tanto a Platón como a Kant, certeramente dice Iris Murdoch, les hubieran gustado los empapelados sobrios, los bordados con flores. Seguramente.
Sin embargo, nos parece, a momentos, que Iris Murdoch no hace del todo justicia a Kant. Puede que este señor, protestante de cultura, puritano de costumbres, reacio a dejarse arrebatar, de vida al minuto regular y que nunca salió del pequeño pueblo de Kónisberg, haya en efecto preferido lo bello apaciguado y natural antes que el total descontrol de lo sublime. ¿Pero quién inventó, justamente, el abismal concepto de lo sublime? Ese mismo caballero, ese sereno gigante de la filosofía, de vida modesta y recoleta, en general de buen humor y ocurrente charla.[i]
¿Y por qué es tan importante que ahora atendamos, en medio de esta sostenida meditación sobre la poesía, a lo que decía Emanuel Kant hace ya dos siglos? Hay por lo menos tres razones, aquí, que inevitablemente nos llevan a hacerlo:
La primera, la que inicialmente nos hizo parar las orejas, viene de esa referida sindicación (que aunque perspicaz ignora lo esencial) de Iris Murdoch cuando alista a Kant entre la lista de puritanos que, hasta cierto punto, compartirían el talante del filósofo griego que barrió con artistas y poetas, gente nunca seria y de moral dudosa. Para corroborar el aserto de Murdoch, no hay que ir demasiado lejos. Basta ver este particular párrafo de Lo bello y lo sublime, ese delicioso opúsculo “pre crítico” en el que se redacta un penoso dictamen como este:
“Entre las obras del ingenio y del sentimiento delicado, las poesías épicas de Virgilio y Klopstock, se quedan en lo noble; las de Homero y Milton, caen en lo extravagante. Las metamorfosis de Ovidio, son monstruosas, y los cuentos de hadas de la superstición francesa, son las más lamentables monstruosidades jamás imaginadas”.
¡Cuánta risa nos dan hoy esas palabras! Y, al mismo tiempo, son de mucho cuidado, pues renuevan el platónico seño adusto ante los poetas, anticipan la desgarrada desconfianza de Wittgenstein frente a Shakespeare, abominan de los cuentos de hadas, es decir de algo que hoy llamamos el inconsciente…
¿Cómo este puritano caballero, que nos acaba de ofrecer tan limitado parecer, fue el que abrió semejante e inaudito caudal?
Comoquiera, la segunda razón por la que ahora venimos a dar con Kant se debe a que, de una u otra forma, es él la bisagra, casi obligada y sin la cual tal vez no podríamos pasar al necesario gran desbarajuste del enorme Romanticismo alemán, ese momento en el que la poesía, de pronto, se rehízo del golpe brutal que desde Platón se le había asestado, dejándola, como bien lo dijo M. Zambrano, “aterida y desgarrada”, exilada en los suburbios.
Con los grandes románticos, a un tiempo impensables sin Kant aunque confrontados con él, es ciertamente la Poesía, ya también, donde se juega la verdad y es ella la que va, relampagueántemente desagraviada,  por delante. La poesía es el héroe de la filosofía, dice Novalis. Afirma que la filosofía eleva la poesía al rango de principio. Ella es la teoría de la poesía. Y Schlegel concluye lo siguiente: Si el poeta tiene poco que aprender del filósofo, el filósofo, en cambio, tiene mucho que aprender del poeta. ¡Triunfal retorno de la poesía, que había sido abandonada en los arrabales! Es ella, ya también, la que ahora consuma la toma del poder. ¿Más: cuál poder? Ya veremos. 
Mal que le pesare, fue pues Kant el que inició una onda muy larga y honda, a raudales desbordada de sus manos, a torrentes rebalsada de la gran Tercera Crítica y que atravesó el romanticismo, incluso su fracasada reedición surrealista, y operando, como sin quererlo, una transmutación radical respecto a la atención que se merece el arte. Sólo que eso lo decimos ahora, pues a la hora de la verdad, es posible que ni Kant mismo supiera qué grifo abría.
En efecto, de los 91 parágrafos de los que consta la Crítica del juicio, sólo once (del 43 al 54) tratan del arte. ¡Ínfima parte de ese edificio o aeronave gigantesca de la Tercera Crítica, que a su vez es otra parte, es otro territorio por el que se entrevé un claroscuro en que claudica el entendimiento, el alma es atracada por la impresión inmediata y la fulguración. Pero igual y esencialmente, esa gran Crítica, la tercera, hace de ensambladura de las Críticas anteriores[ii].
La tercera razón dice: la Tercera Crítica, como se suele llamar a la gran Crítica del juicio, pensó y reescribió de una nueva forma lo que hoy llamamos estética, pero también alertó de lo inalcanzable, anticipó el reino de lo-no-comprensible, lo supra sensible que el alma atiende sin saber.
Y es un libro bello de leerse, de sabor raro e incluso un poco exótico a ratos, y al que cuesta cierto trabajo ir entendiendo. Y, otra vez en torno al efecto o el esfuerzo de leer a Kant hoy día, son reveladoras las maliciosas palabras de Gadamer: “Con su carácter concienzudo, retorcido y circunstancial, el estilo de Kant tiene sobre el lector contemporáneo el efecto de un extraño disfraz con aroma a naftalina y a peluca” (en Kant y la época moderna). Animémonos, con todo, a abrir en la siguiente entrega, siquiera de reojo, la Tercera…







[i] Sobre ese carácter ingenioso cercano al buen humor, véase esta joyita que aparece en Lo bello y lo sublime: “No es posible que nuestro pecho se interese delicadamente por todo hombre, ni que toda pena extraña despierte nuestra compasión. De otro modo, el virtuoso estaría, como Heráclito, continuamente deshecho en lágrimas, y con toda su bondad no vendría a ser más que un holgazán tierno”.
[ii]  Para una hermosa explicación de esto, véanse las primeras páginas del Parergon de Derrida (disponible en inglés en Internet),  donde éste lee a su gusto la Crítica del Juicio. En dos palabras, pongámoslo así: la primera Crítica (de la Razón Pura) se había ocupado de lo urdido en el pensamiento, la segunda (de la Razón Práctica)  de lo urdido en los hechos o, abreviando a destajo, la una de la mente, la otra de la naturaleza. ¿Cómo salvar el terrible hiato entre una y otra? Ahí, en esa grieta, para rellenarla o trazar un puente entre ambas, no a la desesperada sino ordenadamente como siempre, viene la gran Crítica del Juicio, donde se descubre el misterio de lo suprasensible sobre lo sensible, el poder de lo sin concepto, el de la finalidad sin fin, es decir la belleza, es decir el arte.

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