Bisagra Kant
En esta reflexión de largo aliento sobre arte y pensamiento -media docena de artículos ya, en igual número de meses-, recalamos ahora en Kant.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
Y
sigamos nuestro hilo, nuestro muy enredado hilo -y que no pretendemos
desenredar. Kant, en cambio, detestaba todo enredo, toda falta de claridad, le
era imperativo comprender lo que fuera reacio al entendimiento. Y se topó,
justamente, con lo que ni respondía al entendimiento ni al concepto -algo a lo
que iremos llegando. ¿Y, en todo caso, quienes enredan las cosas, las alejan de
la razón o elevan al peligroso lugar de lo sublime?
Pues
los artistas; excesivos, en perpetuo desborde de la realidad, no atenidos a la
simpleza de lo bello, tal como se da, por ejemplo, en la Naturaleza, preferentemente
en primavera. Tanto a Platón como a Kant, certeramente dice Iris Murdoch, les
hubieran gustado los empapelados sobrios, los bordados con flores. Seguramente.
Sin
embargo, nos parece, a momentos, que Iris Murdoch no hace del todo justicia a
Kant. Puede que este señor, protestante de cultura, puritano de costumbres,
reacio a dejarse arrebatar, de vida al minuto regular y que nunca salió del
pequeño pueblo de Kónisberg, haya en efecto preferido lo bello apaciguado y
natural antes que el total descontrol de lo sublime. ¿Pero quién inventó,
justamente, el abismal concepto de lo sublime? Ese mismo caballero, ese sereno
gigante de la filosofía, de vida modesta y recoleta, en general de buen humor y
ocurrente charla.[i]
¿Y
por qué es tan importante que ahora atendamos, en medio de esta sostenida
meditación sobre la poesía, a lo que decía Emanuel Kant hace ya dos siglos? Hay
por lo menos tres razones, aquí, que inevitablemente nos llevan a hacerlo:
La
primera, la que inicialmente nos hizo parar las orejas, viene de esa referida sindicación
(que aunque perspicaz ignora lo esencial) de Iris Murdoch cuando alista a Kant
entre la lista de puritanos que, hasta cierto punto, compartirían el talante
del filósofo griego que barrió con artistas y poetas, gente nunca seria y de
moral dudosa. Para corroborar el aserto de Murdoch, no hay que ir demasiado
lejos. Basta ver este particular párrafo de Lo
bello y lo sublime, ese delicioso opúsculo “pre crítico” en el que se redacta
un penoso dictamen como este:
“Entre
las obras del ingenio y del sentimiento delicado, las poesías épicas de
Virgilio y Klopstock, se quedan en lo noble; las de Homero y Milton, caen en lo
extravagante. Las metamorfosis de Ovidio, son monstruosas, y los cuentos de
hadas de la superstición francesa, son las más lamentables monstruosidades
jamás imaginadas”.
¡Cuánta risa nos
dan hoy esas palabras! Y, al mismo tiempo, son de mucho cuidado, pues renuevan
el platónico seño adusto ante los poetas, anticipan la desgarrada desconfianza
de Wittgenstein frente a Shakespeare, abominan de los cuentos de hadas, es
decir de algo que hoy llamamos el inconsciente…
¿Cómo este
puritano caballero, que nos acaba de ofrecer tan limitado parecer, fue el que
abrió semejante e inaudito caudal?
Comoquiera,
la segunda razón por la que ahora venimos a dar con Kant se debe a que, de una
u otra forma, es él la bisagra, casi obligada y sin la cual tal vez no
podríamos pasar al necesario gran desbarajuste del enorme Romanticismo alemán,
ese momento en el que la poesía, de pronto, se rehízo del golpe brutal que
desde Platón se le había asestado, dejándola, como bien lo dijo M. Zambrano,
“aterida y desgarrada”, exilada en los suburbios.
Con
los grandes románticos, a un tiempo impensables sin Kant aunque confrontados
con él, es ciertamente la Poesía, ya también, donde se juega la verdad y es
ella la que va, relampagueántemente desagraviada, por delante. La poesía es el héroe de la filosofía, dice Novalis. Afirma que la filosofía eleva la poesía al rango de
principio. Ella es la teoría de la poesía. Y Schlegel concluye lo
siguiente: Si el poeta tiene poco que
aprender del filósofo, el filósofo, en cambio, tiene mucho que aprender del
poeta. ¡Triunfal retorno de la poesía, que había sido abandonada en los
arrabales! Es ella, ya también, la que ahora consuma la toma del poder. ¿Más:
cuál poder? Ya veremos.
Mal
que le pesare, fue pues Kant el que inició una onda muy larga y honda, a
raudales desbordada de sus manos, a torrentes rebalsada de la gran Tercera
Crítica y que atravesó el romanticismo, incluso su fracasada reedición
surrealista, y operando, como sin quererlo, una transmutación radical respecto
a la atención que se merece el arte. Sólo que eso lo decimos ahora, pues a la
hora de la verdad, es posible que ni Kant mismo supiera qué grifo abría.
En
efecto, de los 91 parágrafos de los que consta la Crítica del juicio, sólo once (del 43 al 54) tratan del arte.
¡Ínfima parte de ese edificio o aeronave gigantesca de la Tercera Crítica, que
a su vez es otra parte, es otro territorio por el que se entrevé un claroscuro
en que claudica el entendimiento, el alma es atracada por la impresión inmediata
y la fulguración. Pero igual y esencialmente, esa gran Crítica, la tercera, hace
de ensambladura de las Críticas anteriores[ii].
La
tercera razón dice: la Tercera Crítica, como se suele llamar a la gran Crítica del juicio, pensó y reescribió
de una nueva forma lo que hoy llamamos estética, pero también alertó de lo
inalcanzable, anticipó el reino de lo-no-comprensible, lo supra sensible que el
alma atiende sin saber.
Y
es un libro bello de leerse, de sabor raro e incluso un poco exótico a ratos, y
al que cuesta cierto trabajo ir entendiendo. Y, otra vez en torno al efecto o
el esfuerzo de leer a Kant hoy día, son reveladoras las maliciosas palabras de
Gadamer: “Con su carácter concienzudo,
retorcido y circunstancial, el estilo de Kant tiene sobre el lector contemporáneo
el efecto de un extraño disfraz con aroma a naftalina y a peluca” (en Kant y la época moderna). Animémonos,
con todo, a abrir en la siguiente entrega, siquiera de reojo, la Tercera…
[i] Sobre ese carácter
ingenioso cercano al buen humor, véase esta joyita que aparece en Lo bello y lo sublime: “No
es posible que nuestro pecho se interese delicadamente por todo hombre, ni que
toda pena extraña despierte nuestra compasión. De otro modo, el virtuoso estaría,
como Heráclito, continuamente deshecho en lágrimas, y con toda su bondad no vendría a ser más que
un holgazán tierno”.
[ii] Para una hermosa explicación
de esto, véanse las primeras páginas del Parergon
de Derrida (disponible en inglés en Internet), donde éste lee a su gusto la Crítica del Juicio. En dos palabras,
pongámoslo así: la primera Crítica (de la Razón Pura) se había ocupado de lo
urdido en el pensamiento, la segunda (de la Razón Práctica) de lo urdido en los hechos o, abreviando a
destajo, la una de la mente, la otra de la naturaleza. ¿Cómo salvar el terrible
hiato entre una y otra? Ahí, en esa grieta, para rellenarla o trazar un puente
entre ambas, no a la desesperada sino ordenadamente como siempre, viene la gran
Crítica del Juicio, donde se descubre
el misterio de lo suprasensible sobre lo sensible, el poder de lo sin concepto,
el de la finalidad sin fin, es decir la belleza, es decir el arte.
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