jueves, 9 de octubre de 2014

Lector al sol

La primera vez, la última  


¿Por qué siempre, o casi siempre, los bolivianos comemos y bebemos como si fuera la última vez?, se pregunta el autor en esta reflexión de corte hedonista (¿o todo lo contrario?).

 
Ilustración de Gustave Doré para Gargantúa y Pantagruel.
Sebastián Antezana

Es extraño y quizás también paradójico. Es extraño y quizás paradójico pero en Bolivia -en la selva, las montañas, el altiplano, el valle- el disfrute sensorial está ligado al éxtasis y al dolor de forma profunda.
Me explico. Yo recuerdo un amanecer borroso. Oruro, carnaval, alba del domingo. Sobre la explanada que coronaba el final del recorrido de los bailantes, en medio de la niebla que atravesaba el amanecer como leche diluida, entre los cientos de borrachos que poblaban el espacio como fantasmas adormecidos, yo estaba tratando de convencer a alguien de que lo mejor a esa hora era ya irnos a dormir.
El sol despuntaba. O tal vez no pero la blancura sucia del ambiente era señal de que pronto lo haría. Y mientras yo trataba de convencer a ese alguien de que lo mejor era ya irnos a dormir, darnos por vencidos y entregar el cuerpo a algún jergón o sleeping, como animales embrujados de sueño, pude ver que, entre la niebla lechosa y los borrachos, un hombre se abría paso y se dirigía hacia mí cargando una cabeza de cordero.   
Me la ofreció sin mucho trámite, casi sin decir nada, con apenas una sonrisa o una mueca ambigua en el rostro, o por lo menos así lo recuerdo, un gesto que era mitad amabilidad y mitad mandato. Y yo, vencido por el baile, el júbilo espaciado del carnaval y el sueño, no dije nada, entendí, agarré y empecé a comer. Mi primer rostro asado. Y de alguna manera también mi último rostro asado. Una cabeza entera cocida por horas bajo la tierra –todavía con ojos, lengua y pelaje– de la que esa madrugada yo sacaba pedazos de carne y cartílago, piel y grasa, con las manos agradecidas. 
No recuerdo mucho más. Sé que en algún momento la persona que hasta entonces estaba conmigo se fue a dormir y me dejó solo, sorprendida o confusa o derrotada por la escena: un ritual litúrgico, un hombre que entre borrachos y al despuntar el día se come una cabeza de cordero. Pero sí recuerdo dos cosas. Una, que, al terminar mi parte de la comida y alejarme del atrio de la iglesia del Socavón, vi cómo un epiléptico sufría un brutal ataque ante la vista desinteresada de la multitud. Y, otra, que tras todo aquello y antes de buscar el jergón o colchón o el pedazo de suelo donde maldormiría unas horas, lleno pero necesitado de terminar la ceremonia, me fui al mercado a tomar un vaso de api y mientras lo hacía como un autómata recibí un mensaje de mi acompañante que me decía chau, que por favor no la buscara más.
Es así. El disfrute de la comida se consuma en rituales públicos y privados que muchas veces terminan en rupturas. Pocos momentos hay de mayor vinculación, tensión y quiebre entre las personas. Pocos momentos hay de más intensa conexión entre ellas y su entorno, entre el hombre, la naturaleza y la cultura. Y cuando el ritual de la comida se da en un espacio en que se mezclan goce con melancolía e incluso dolor, como un palimpsesto en blanco y negro, cuando ocurre en un territorio tan marcadamente abigarrado como el boliviano, en el que la fiesta es sinónimo de llanto, llega a conformar una lógica, algo alejada de la economía de mercado y los rituales puramente comunitarios, cuyos signos mayores son el exceso y el éxtasis.  
Como lo saben los personajes de Jaime Saenz y también sus lectores, el exceso y el éxtasis nunca vienen solos sino acompañados de arquetipos: el exceso junto al tragón feliz y enrojecido que revienta los botones de la camisa, y el éxtasis junto al borracho fundido de júbilo.
Como etapas claves en el camino de la revelación, ambas son formas culturales típicamente bolivianas, dos de nuestros principales modos de ser. No modas, ni corrientes, ni géneros, sino proyectos de bolivianidad que conducen a una iluminación parcial, una plenitud arrepentida, una fascinación dolorosa. Exceso y éxtasis consumible, comible, bebible, procesable, desechable y finalmente combustible.     
La comida -y sobre todo la comida en Bolivia, espacio de hambre y saciedad milenarias- trasciende la mera nutrición y el disfrute, sobrepasa las esferas de la economía y la cultura, el terreno del cuerpo, sus necesidades y proyectos. Se trata, más precisamente, de una cuestión de ideología. La comida como la densa red o el tejido que nos contiene y relaciona a todos, personas e instituciones, como el complejo sistema que nos sustenta y constituye, desde el hambriento hasta el harto, el necesitado y el pródigo.     
Como toda ideología, la comida en Bolivia requiere de fe y de misterio. Comenzando por el gesto alquímico de manipular la naturaleza para servirnos de ella -y luego servírnosla-, cuando hablamos de comida hablamos de un sistema de vidas y muertes, de prácticas y creencias que a pesar de su evidente materialidad no están alejadas de la metafísica. Porque cuando comemos los frutos del mundo somos parte de algo más grande, perpetuamos un recorrido circular y tenemos claro que todo placer es siempre un placer doloroso, ya que nos conduce en cuerpo y alma a esa comunión que culmina en la falta o el exceso, el hambre o la saciedad, y que así nos conduce a la instancia en que comprendemos que cada comida es todas las comidas y, al mismo tiempo, irremediablemente, la última comida.     

Así, comer en Bolivia, entregarse de lleno al hiperbólico disfrute de un rostro asado, un cajón de cerveza o cualquier otro festín, no hace más que ratificar el júbilo y la pena de saber que, de alguna manera, cada bocado, por ejemplo cada salteña que comemos, milagro y símbolo nacional, es siempre la primera y la última.

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