Una escritura sin atributos
Una reflexión crítica -o más bien unos apuntes, como dice el autor- sobre el arte de narrar.
Rodolfo Ortiz
En un párrafo de “Borges novelista” Saer concluye que “la
única manera para un escritor en el siglo XX de ser novelista, consiste en no
escribir novelas”. Uno estaría tentado en sostener esta frase desde la
anti-epopeya inconclusa de Bouvard y Pécuchet,
probablemente desde la estética de la narración del “ensayo como forma” que
propone Theodor W. Adorno o quizás, hilando más fino, desde el retorno de Barthes
al haiku para dar cuenta de la “preparación de la novela”. Sin embargo, no
podría precisar desde dónde parte la aproximación que voy a tentar ahora. Traigo
un recuerdo infiel de la precaria narrativa contemporánea en mi país, aspecto que
a la par obnubila el hacia dónde de estos apuntes sobre el narrar y su arte.
Desde dónde partir, hacia dónde llegar, suelen ser siempre, como todo envío,
caminos a medias que se interrumpen en lo oscuro.
En una nota manuscrita a unas traducciones de Dylan
Thomas, todavía no publicada, Saer afirma que todo poema es una versión, en el
sentido de un relato, entre muchos otros, la versión de un acontecimiento, casi
siempre el menos verídico. Esta secuencia que vincula una historia posible a lo
inverosímil sugiere una provocativa zona de incertidumbre donde se aúnan
ciertos mecanismos, casi empíricos, que sumen al escritor en su intimidad sin situación y aquello que lo acerca al
espejismo de la comunicabilidad inmediata de un renglón. Como éste, por
ejemplo, y dicho sea.
La palabra acontecimiento, entonces, adquiere una
dimensión incisiva que merece ser al menos recorrida a medias. En “Narrathon”,
un ensayo de 1973, Saer señala que es imposible que un “hecho histórico” pueda
ser conocido. Allí arguye que todo acontecimiento “no es más que una mancha
casi transparente que flota, inestable, rápida, frente a nosotros”. A esta
modalidad de lo real llamará “invariante transhistórica” de la narración, que
en este caso funcionaría como una especie de residuo que alienta la caducidad
de la novela como género. El gusto por narrar, escribe ahora en un poema, es
“reducir parrales y ríos a largas voces mudas”. Este sesgo sin duda corrobora el
hecho de que un poema y otro poema y otro poema pueden ser el mismo poema que
se aproxima siempre a narrar el flameante destello de un acontecimiento en su
absoluta insignificancia.
Como narrador, parece sugerir Saer, la lucha sería “contra
el acontecimiento”; de esa nada metafórica e intemperie muda habrá de comenzar
el trabajo de narración. Arrancar el acontecimiento de su versión tradicional
de hecho histórico sería, entonces, atraer un procedimiento de la escritura que
buscaría antes bien lo fantasmal de los acontecimientos y su verbal “nadería”.
Robert Musil en El
hombre sin atributos había previsto esta teoría desconcertante de las cosas
y de los hombres a través de la sana desconfianza de Ulrich, personaje
legendario de su “novela”, que a golpe de paradojas se descubre en un mundo sin situación, más humano, donde se es
un alguien sin atributos, un “montoncito cualquiera de excremento”, como habrá
de recordar Saer citando a Lin Tsi.
En una entrevista que le hizo Oskar Maurus en
1926, Musil se refiere al interés que gobernó la escritura de su obra
monumental e inconclusa escrita entre 1930 y 1943. “[Q]uisiera aclarar que no
he escrito una novela histórica. No me interesa la explicación real de los
acontecimientos reales. Tengo una pésima memoria. Por lo demás, los hechos son
siempre intercambiables. Me interesa el momento imaginativo, quiero decir: lo
fantasmal de los acontecimientos”.
Saer, sin mayor rodeo, elucubró “una literatura sin
atributos” (su libro homónimo se publicó por primera vez en 1986) basando sus
tribulaciones en estas líneas memorables de Musil. Allí, por ejemplo, opina
sobre el peligro del nacionalismo o voluntarismo que acechan la literatura
latinoamericana, opina sobre el hecho mismo de usar la expresión “literatura
latinoamericana”, recala también en la función ideológica que ejerce la cultura
oficial y los estereotipos que instauran los mass media, en los atributos de inocencia, fuerza, primitivismo con
los que se reviste y vende la literatura al mercado global, en la idea de
trascender el exilio político coyuntural, en el rechazo del realismo inmediato
y banal, en el camino idolátrico que constituye al lector y aprendiz literario
habitual, et al.
En todos estos postulados críticos o triviales, al cabo, resuena
la desconfianza de Ulrich con su enorme capacidad de incertidumbre y abandono, quiero
decir, con la fuerza de su autofiguración como proto-escritor que no se llena
como un espantapájaros, es decir, con un puñado de certezas adquiridas o
dictadas por el condicionamiento social de Kakania. “En un mundo gobernado por
la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible”, insinúa
Saer. Es “la tos de Fefé” que irrumpe en la novela Entre mujeres solas (1949) de Cesare Pavese. Un acontecimiento
fantasmal que trae, por su ahistórica insignificancia, el peso de su
casualidad. Allí va Clelia, una mujer fría que fue testigo de los viajes
extravagantes y amores cansados de la posguerra. Allí va Fefé que ya no sabe
qué pedir a la vida; y la niebla, esa niebla que todo lo envuelve, cubre la
desesperación de cada cual para que ciudad y ciudadanos sigan pareciendo tan
honrados, laboriosos y discretos. Allí, al pasar por una arcada en la calle de
los prostíbulos, irrumpe la tos de Fefé espesando la niebla de Turín.
El punto de partida de Pavese es la elección de ese
sucedido ínfimo que desagrega la narración de la novela y que vincula una
heroica insignificancia con un juego de acontecimientos que son, antes que
nada, sensaciones y atmósferas.
Ser un guardián de lo posible, sería entonces, y paradójicamente,
también un atributo. Una especie de saldo otorgado al escritor por la búsqueda
de su desaprendizaje. La poesía, decía Aristóteles, es el dominio de lo que
podría ser, lo posible verosímil, a diferencia de la historia, por ejemplo, que
cuenta lo que fue o de la filosofía que dice lo que es. Benjamin introduce la
figura del narrador en una plenitud distinta pero que tiene que ver con este
deslinde. Esta plenitud, sin embargo, ya ha comenzado a desvanecerse en nuestro
tiempo. Si lo posible era un atributo que se otorgaba al poeta, la pulsión de
narrar fragua hoy en la figura del fracaso como acontecimiento mismo de la
narración. Una especie de grado cero de la disponibilidad y el extrañamiento en
el corazón de la escritura. Es la figura entrañable del tío Carlos, un hombre
“no cultural” que Saer coloca en esa zona informulada y sin situación, en esa tierra de nadie donde aparece sentado, al
fondo del patio, con su Manual de
espeleología interna, y haciendo qué, buscando al hombre “no cultural” a
través de un trayecto caudaloso de vaciamiento perpetuo que no acaba, o acaba así:
[…] en las tardes de otoño y de primavera, y en las de
verano si no hacía demasiado calor, se quedaba sentado en el fondo del patio
hasta que anochecía. Algunos parientes afirmaban que estaba loco, pero los que
lo conocían mejor y lo apreciaban se encogían de hombros y decían que en boca
de mi tío Carlos la expresión “búsqueda del hombre no cultural” era un
eufemismo por: “dormir la siesta”.
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