jueves, 9 de octubre de 2014

Ensayo

El paraguas de Manhattan


Luego de su extenso análisis de la poética de Mitre –publicado en LetraSiete hace algunas semanas, el autor se dedica ahora exclusivamente a un poemario.



Adolfo Cáceres Romeo 

Al comenzar a leer este poemario de Eduardo Mitre me pregunté: ¿por qué se lo dedica al fotógrafo Leslie Williamson? No tardé en darme cuenta de la admiración que siente por sus espacios, por sus moradas, por sus muebles. Ahí, en la magia de su lente, estaba una de las fascinaciones del poeta.
En cierto modo, Williamson ilustraba esos perfiles de la vida de Mitre que ahora había dejado de ser nostálgico, como lo señala su prologuista, Antonio Muñoz Molina, que además lo considera el poeta que celebra: “la densidad de lo visible, la hondura y la riqueza de lo real, el funcionamiento y el misterio del mundo”.
¡Claro! Pero habría que añadir que en este “paraguas”, late el dolor virgiliano. Después de todo, también encaja en la visión del espíritu protector del autor de La Eneida, donde Mitre, en su singular visión del desastre, lo hace parte de sus ensoñaciones y desvelos.
Y eso no es todo, hay algo más, algo que lo muestra  diferente. Cuando digo diferente, me refiero al resto de sus poemarios. Este El paraguas de Manhattan (2004) se abre a una nueva visión de la realidad. Más cruel, más agresiva. En parte, también advertimos que Mitre nos habla de cómo ha arribado a su morada definitiva. ¿Definitiva? ¿Será posible?, me pregunto. Aunque no tengo plena certeza de ello -quizá ni él mismo la tenga-, no dejo de pensar en esa posibilidad.  
Si bien la nostalgia no tiene la persistencia ni la fuerza de sus otros poemarios, Mitre todavía lleva en sí la imagen de su país natal, de su padre -bajo su paraguas-, en un momento tan tenso y escalofriante como el que vivió hace 13 años (“Suenan alarmas, gritos de incendio”); pues ahí está él, el poeta, mudo testigo de la barbarie: “me sujeto de la barra de un bar, / pido una copa de vino, / brindo a la gracia de estar vivo”, dice; luego añade: “Pago en paz y seguimos / a la intemperie: una caja de manzanas. /-pienso en ti, en tus cejas, / en los duraznos de Cochabamba”.
¡Albricias!, exclamo, porque aún recuerda su hogar, en Cochabamba. Después de un tránsito que parece haberlo llevado a la morada soñada; al suelo que ahora pisa, seguro de que forma parte de su vida, así, en esa evocación risueña de los poemas iníciales de este libro, se advierte que le duele menos lo que contempla; entonces, es grato descubrir su Ciudad a primera vista, evocada en dísticos.
Después de leerlo y releerlo, me di cuenta de que no podía dejar de lado su cotidiano  recorrido; los sitios y las calles de esa hermosa y ahora doliente Nueva York; después de todo era la ciudad a la que había cantado Frank Sinatra. ¡Oh, prodigio! Mitre estaba en el sitio donde se gestaron Feeling y Extraños en la noche, en la voz de Oro.
Recuerdo cómo le gustaban esas canciones. Sus pasos por Manhattan no son como los del errante Leopoldo Bloom, en Dublín. Este su Manhattan, ceniciento y fracturado, quedará por siempre en su memoria. Había comenzado con una visión premonitoria, con dísticos de duelo. Mitre jamás decora sus versos con retórica; no al menos por la forma, pero su contenido puede que se impregne de lo que sintieron sus modelos. Su espacio es amplio, libre, conforme al aire que respira. La voz de un creador de imágenes -como Mitre- no tiene fronteras.
¿Ay!, con su Manhattan, isla a la que arribó el año 2000, para vaciar la savia de su voz en las aulas de Columbia University. Ahora siente que le pesa la vida. Desde entonces, desde que se sumergió en el abrazo portentoso del Hudson y del East River, también del Harlem, es uno más de los neoyorkinos.
Al despertar, ahí, en su camino, se encontraba con el Empire State, el Crysler, el Rockefeller Center y, por las noches, se perdía entre las centellantes luminarias de los teatros de Broadway. ¡Qué maravilla!, cuando caminaba -confiado- rumbo a su Universidad, sin dejar de contemplar el imponente Centro del Comercio Mundial donde se levantaban las Torres Gemelas. ¡Ay, así era! Más allá, el Times Square, la Quinta Avenida y el Metropolitan Museum, que solía visitar. Entonces, desde aquel 11 de septiembre, necesita abrir su paraguas y proteger su paso, al transitar ya sea “Por la Avenida Madison”, “Por la Avenida de las Américas”, por el “Parque Bryant” o al detener su mirada en “El Parque de los Sicomoros”.
Y así surge su “Balada urbana”: “Abajo, la calle rumorosa. / En el silencio del cuarto/ sin otra voz ni otros labios:/ mi nombre desocupado./ se desprende de mí, se aparta/ y huye por la ventana”. Pero ¡ay!, el comienzo del tercer milenio, ese inolvidable 11 de septiembre, le abre “La llaga”… Sacudido su espíritu, acude al tremendismo de Lautréamont, otra vez en dísticos, para decir:

                        Sí, eso, lo visto y revisto mil veces
                        con ojos incrédulos.

                        Eso, lo del calvario de los inocentes
                        hacia el cadalso en pleno cielo.

                        Eso, lo de las torres y vidas
                        cercenadas como dos senos.

                        Eso, a la luz gloriosa de una mañana
                        convertida en infierno.

                        Sí, eso: lo maléfico,
                        lo victimario, lo matadero,

                        lo de ellos y de nosotros,
                        lo de siempre, lo nuestro.
           

Lo nuestro es el duelo, inevitable; es el “Lamento”: “No, ya nunca serás la misma,/ ciudad mía y de todos/ mutilada/ con el alfanje del odio.” “El duelo” que lo aísla, pues: “Duele la luz afuera./ Mejor no abrir persianas,/ ni abrir la puerta/ ni responder llamadas”.
No, nunca las palabras serán suficientes para interpretar lo que siente este poeta; nos aproximamos a lo que nos ofrece, sobre todo en su último poema: El paraguas de Manhattan, que es otra de sus cimas, en tercetos, como los que usa Dante en la Divina comedia.
Al comenzar el presente estudio anticipé algunos versos de este poema, y ahora, sintiendo que es exiguo el espacio que aún me resta, que además es estrecho para entrar de pleno en su universo y contemplar los fulgores de su lenguaje, opto por otro momento; eso sí, hay que leerlo y releerlo, pues siempre se encuentra algo nuevo en cada empeño. Me doy cuenta de que debo cortar aquí y preparar mi análisis, para otra oportunidad, destinado exclusivamente a este poema.


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