Así era el Industrial Fabril
Esta vez, el “chicuelo” se pone nostálgico al enterarse del cierre de su antiguo colegio, y rememorar las a aventuras de la adolescencia.
Wilmer Urrelo
Un colegio llamado Industrial Fabril. Mi
colegio. Es decir, ese que recordaremos años después para bien o para mal. Pasé
por muchos (para mal) y conocí de todo: el de los riquillos, el de la clase
media que por escuchar a Soda Stereo se creían más decentes que los demás y el
de los pobretones, o mejor dicho, el de los… no, el de los pobretones no más,
el mío, el último, el que me hizo bachiller.
Ubicado sobre la calle Chuquisaca -retorcida
y estrecha, empedrada por esos años- rodeado de caserones de otros siglos, ahí estaba
el Industrial Fabril. Y salía así en Fantasmas
asesinos (aunque ahí se llamaba Sánchez Cerro): “Está poblado de chicos pobres (más
que yo), con los dientes podridos, las cabellos grasientos y todos ellos hechos
a los pendejos. Es un colegio mínimo, chiquito…”.
Sí, un patio de cemento picado, algunos
cursos rodeándolo, don Napo, el portero, vestido siempre de negro y con una boinita
en la cabeza. Ese mismo don Napo que nos vendía los sándwiches llenos de aceite
y que vos, Mono, devorabas como si fuera el último alimento del mundo. O yo,
que los compraba para dárselos a una perrita que vivía en el colegio, una
perrita tipo collie, y que se llamaba Cindy y que era hermosa y de una ternura
que sólo los perros pueden emanar (seres humanos abstenerse). La Cindy, que apenas
me veía entrar corría a saludarme y a lamerme las manos.
O estaba el Rolito y sus chistes y esa risa
contagiosa y el Edson, mi mejor amigo, o el Freddy, también conocido como el Maduro:
“Chicos, maduren. ¿No se dan cuenta que vamos a salir bachilleres?”. Me refiero
a ese colegio, me refiero a la Cindy y a su corazón de perrita transparente, a
don Napo y a sus sándwiches empapados de aceite usado una, dos y cien veces.
El Industrial Fabril, tan distinto a mis
otros colegios. Estaba F. y las veces que había caído en la Pando, la comisaría
que está en la esquina, y cómo por ser el más antiguo (estaba más de ocho horas
detenido) se había convertido en el jilacata del lugar y los lunes por la
mañana venía con ropa nueva. “Se las quité a los que llegaron el fin de semana”,
nos decía.
Y estaba también el Oso y su descomunal fuerza
y su parecido con Lou Ferrigno y estaba también su otro apodo: el Cejudo. Y es
que por esos años se puso de moda una canción que se llamaba El cejudo y cuya letra decía más o menos
así: “El cejudo soy / el cejudo soy / con
mis cejas voy / y así yo soy feliz…”. Qué habrá sido del Oso o del Cejudo,
dónde estarás, en qué habrás acabado…
Y estaba también uno al que le decíamos el Bolívar,
no porque se apellidara así sino porque era hincha de ese equipo y una temporada
tenía el corte de cabello idéntico al de Urruti, un jugador de la época.
¿Y qué será de los profesores? Ahí estaba
el profe M. y cómo nos rompía las bolas con eso de llevar un pañuelo todo el
tiempo (no de papel, si no los de tela). Era severo y malhumorado y cuando no
sabías resolver algún ejercicio de matemáticas, ¡zas!, te daba un palazo. ¿Sabrá
el profe M. que aparece
en una de mis novelas? ¿Y qué con la profesora E.,
también conocida como la Garrafita, la mejor profesora de historia del mundo? Me
gustaría decirle algún día que me hice un aficionado a la historia gracias a ella,
gracias a su paciencia y a su carácter decidido, profe: era pequeñita como una
garrafa, sí, pero todo el mundo le tenía respeto. Así era el colegio Industrial
Fabril.
¿Y se acuerdan cuando hicimos una obra de teatro
escrita por mí, muchachos? ¿Se acuerdan cómo nos cagábamos de risa durante los
ensayos? Y cómo te cagábamos a vos, Pescadito. La malhadada obrita se titulaba Nido de ratas y los personajes estaban
sacados de Bajo la boca del lobo (y
parte del argumento también), esa película peruana dirigida por Francisco
Lombardi que vi hasta la saciedad (la otra era Gregorio, del Grupo Chaski). Creo que iba así: en un momento dado la
revolución maoísta-comunista triunfaba en un país imaginario y todos festejaban
en las calles, pero de pronto todo se iba a la mierda: una invasión extraterrestre
dominaba el mundo y todo terminaba ahí.
Y mirá, Pescadito, hace unas semanas fui por
ahí y me dieron la noticia: “hace tres años que lo cerraron, sólo había 60
alumnos”. El colegio, el colegio Industrial Fabril, aquel que tenía una canción,
una copia tierna más bien, de la musiquita de Yellow Submarine, que decía así: “Al pasar por la ciudad / yo canto así / con emoción / viva, viva el Industrial
Fabril / Industrial Fabril…”.
Aunque si hablamos de música, en todos esos
años sólo conocí a un rockero: Slayer, un gran tipo que venía a clases cuando
se acordaba y lo hacía con su perro, un cachorro así de pequeño. Slayer, que ya
por las tardes se chupaba solo en su casa hasta quedarse dormido. O qué me
dicen del Wafles (no podía decir bafles,
decía wafles, de ahí su apodo), el que me enseñó por primera vez a los Iberia y
ese temón, la gran canción titulada Marujita
Amaru. Así era el Industrial Fabril.
La juventud colegial en los años 90 tenía
otros matices, Cindy, ahí estaba este Wafles y su Iberia y estaba también ese país
que empezaba a hacerse visible: ahora casi todo el mundo escucha la cumbia
boliviana porque se supone que vivimos en otro escenario o porque cruzamos la
línea de clase social que nos dividía (es decir, de la Pérez Velasco para
abajo), aunque para ser sincero creo que más bien se trata de una atracción
antropológica de progresistas con Smartphone,
antes que otra cosa. Y si no me creen, pregunten a cualquier clasemediero,
pregúntele cuál es su pintor favorito y te responderán “Mamani Mamani”, esto
porque se creen cultos y lejos de ser racistas.
En fin, eran otros tiempos, tiempos donde Iberia
era música de cholos, es decir mala, tiempos del colegio Industrial Fabril. Tiempos
en que un tipo apodado Oso tenía su propia canción, tiempos en que el Pescado
era víctima del bullying (ahora se diría
así), tiempos en que empezabas a querer ser escritor, tiempos en que el Wafles
cantaba Marujita Amaru, tiempos en
que queríamos ser maduros y nunca lo logramos, tiempos en que vos, Mono, sin
saberlo en ese instante, llegarías a ser un personaje de Fantasmas asesinos, tiempos en que escribir cosas locas y chistosas
como Nido de ratas era lo mejor del
mundo: una revolución maoísta-comunista triunfa y ese mismo día el planeta
tierra es invadido por los extraterrestres.
Era la época en que la Cindy me enseñaba a
lengüetazos que los seres humanos son indefendibles, y que es mejor ser perro. La
Cindy, quien al verme entrar corría a mi encuentro, ya, ya, tranquila, yo
también te quiero un montón, ahorita te compro tu sándwich. Época en que empecé
a amar la historia, época de los palazos del profe M., y también la época de
empezar a ser la tragicomedia que somos ahora, muchachos, tan viejos, tan
responsables, tan correctos, una pantomima, una falsedad: el Bolívar creyéndose
Urruti, eso era lo verdadero.
¡Chau, Industrial Fabril!, gracias por el
engaño, por la violencia, por las cosas aprendidas en las clases y fuera de
ellas, gracias a don Napo y a sus sándwiches llenos de aceite, gracias al Monito
por aparecer en Fantasmas asesinos y
gracias porque todavía podemos recordarte. Gracias, Maduro, por habernos dicho
“Chicos, maduren. ¿No se dan cuenta que vamos a salir bachilleres?”. Gracias
porque yo no maduré y escribo cosas como éstas, cosas que a lo mejor no le
importan a nadie.
Así era el Industrial Fabril y ahora ya no
existe más.
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