Trío D’amore
Una curiosidad. Historias de faldas, amores y tragedias en tres genios italianos de la música.
Pablo Mendieta Paz
En los diversos planos de vida de los grandes artistas,
especialmente de los músicos, surgen con naturalidad rasgos psicológicos, fantásticos,
y hasta de aventuras que configuran su historia, sus vidas, sus sueños, y el
mito que el tiempo se ocupa de encarnar en ellos.
A no mucho andar en la investigación de experiencias
evidentes -así como de otras en que la intuición se impone como una verdad por
poco irrefutable-, los maestros italianos de la música son quienes mayormente
han dejado huellas del rol que ejercieron en ellos, y en su música, sus
compañeras de vida.
En prueba de notable alarde de técnica, Giuseppe Tartini,
compositor y violinista del siglo XVIII (Pirano, 1692), alcanzó renombre en su
época como descubridor de “sonidos combinados” (un tercer sonido que se produce
cuando se tocan al violín dos notas al mismo tiempo); y, artísticamente, con la
creación de su sonata El trino del Diablo,
considerada como obra maestra del repertorio de violín, conquistó, a los 21
años, celebridad eterna.
Cuenta la historia que una noche de 1713 Tartini soñó que
había hecho un pacto con el Diablo, que prometió ayudarlo en toda
circunstancia. Como una forma de agradecerle, el músico le alcanzó su violín y
el Diablo ejecutó una bellísima melodía abundante en sonidos etéreos y también
desgarradores que el artista jamás había oído.
Extasiado, se despertó y tomó el violín para tocarla.
Esfuerzo inútil. No recordaba nada. Escribió entonces lo que para él se
aproximaba más a los sonidos que había escuchado en sueños.
Sin duda que el sueño de Tartini interpreta su vida desde su
niñez y temprana juventud, siempre en rebeldía hacia todo lo establecido. Por
las noches se escapaba del colegio de curas donde se hallaba como interno, y de
taberna en taberna habría de imponerse a todo oponente como consumado
espadachín.
Luego de tremendas riñas, escándalos y líos de amor, su
padre lo envió al convento de los franciscanos en Padua a estudiar leyes, pero
en la posada donde se hospedaba se enredó con Catina, la hija del posadero, con
quien tuvo un hijo. Ello le valdría la expulsión del convento.
Desde entonces Tartini se lanzó a una desenfrenada vida de
juerga, de inconformismo, de sueños inalcanzables, de bolsillos vacíos. Pero a
la vuelta de algunos años, arrebatado por un descubrimiento que iba más allá de
los límites de cualquier conocimiento posible -la música-, su vida experimentó
una profunda transformación, aunque no definitiva.
Fue entonces que conoció a Elisabetta Premazore, con quien se
casó en secreto, por lo que tuvieron que escapar y refugiarse en la ciudad de
Asís, donde Tartini descubrió el violín, su auténtica vocación.
Quizás porque en poco tiempo llegó a ser un intérprete aclamado
por toda Europa, poco a poco fue alejándose de Elisabetta, una mujer desdichada
que sufría por su origen humilde, su incultura, ambiciones no satisfechas, por
el abandono del esposo y sus escándalos.
Aparecieron entonces en la vida de Tartini otras mujeres
fundamentales: Silvia, Giulietta, y sobre todo Maddalena, una violinista joven,
favorecida por aptitudes artísticas insuperables, de quien el músico se enamoró
perdidamente y por quien dio forma a una obra iluminada, el Concierto para violín, en re menor.
Carlo Gesualdo nació en 1561. De familia noble, tenía una
relación de parentesco con el papa Pío IV. Su tío, el reconocido cardenal Carlo
Borromeo lo protegió a lo largo de toda una vida inestable, nada feliz y
plagada de alteraciones emocionales.
Su padre, por su parte, advertido de los precoces dones
musicales de su hijo (desde muy niño tocaba el laúd, cantaba y se inició en la
composición), fundó una academia musical para que los desarrollara. Más
adelante, ya plenamente cimentados sus estudios, su tendencia artística se
inclinaría por la composición, que sería en definitiva su elevado y prominente
lenguaje de expresión musical.
Artista postrero del Renacimiento, la producción de Gesualdo
se divide en dos categorías: la música profana y la religiosa. Prolífico y
audaz en su obra, el pensamiento musical del artista manifiesta un acento nuevo,
libre y sin restricciones.
En 1586, Gesualdo contrajo matrimonio con su prima Maria
d´Avalos. Nada feliz la unión, su indiferencia y rechazo originaron que ella
encontrara consuelo en los brazos del duque de Andria. La fatalidad se abatiría
sobre ellos. Sorprendida la pareja por Gesualdo, mandó asesinar a los amantes.
Nublado por la locura, tiempo después ordenó que su hijo fuera ahogado en el
mar Tirreno ante la duda de que fuera suyo.
Atormentado y presa de una salud mental perturbada, Gesualdo
abrazaría la música como único alivio, en cuya expresión, con frecuencia, abre
el camino para “verla” como pintada de ansiedad, a veces violenta y, en
apariencia, con una intención permanente de sublimar los textos, o la lírica,
como si por ella pudiera ser redimido (Tenebrae;
Tristis est anima mea usque ad mortem…).
Referirse musicalmente a Antonio Vivaldi resulta, en
ocasiones, redundante. Sus conciertos de violín, calificados como más bellos y
cálidos que los de Bach, son archiconocidos por músicos y aficionados. Las
cuatro estaciones, L´Estro Armonico, La
Stravaganza, el concierto Nº 8, en la menor; el 9, en re mayor, el 11, en re
menor, son una breve muestra de la prodigiosa obra del compositor y
violinista nacido en Venecia en 1678 y muerto en Viena en 1741.
Tras obtener las órdenes sacerdotales y recibir la tonsura
clerical, fue conocido con el sobrenombre de “il prete rosso” (el Cura Rojo) por el tono rubicundo de su cabello.
Como violinista, Vivaldi se entregó esforzadamente, e incluso con bizarría, a
la tarea de aventajar a sus colegas venecianos, todos ellos imbuidos de alto
espíritu competitivo. Por ello, sus obras exigían depurada técnica de los
solistas de la época.
Alcanzó tal grado de virtuosismo que su amante, una señora
de alcurnia veneciana, famosa por sus escotes pronunciados, estimó que ante las
sublimes melodías de El trino del Diablo,
el Cura Rojo debía desafiar a su contemporáneo Tartini a un duelo de violín.
Comprometido el duelo por ambos, fijaron fecha y hora, sin embargo, asegura la
leyenda que el desafío jamás llegó a mayores.
Más tarde, Vivaldi fue contratado por el director del
“Ospedale della Pietá” (inclusa de niñas) para hacer cada vez más perfectos la
orquesta y coro del hospicio y darle a la música una mayor pureza de sonido.
Pasó el tiempo. Fábula o no, se dice que una noche, inquieto por algo que
subrepticiamente había llegado a su mente y ocupado su corazón -un cri de coeur-, el Cura Rojo escribió
aquello que le quitaba el sueño. Al día siguiente, la mujer de la limpieza
encontró el papel en la mesa de noche del maestro:
“En este momento vuelan las notas y compases y pienso en
Anna, mi alumna y fiel intérprete; ya no en Giró, mi cantante soprano. Cuando
veo a Anna me transporto a un silencio muy callado. De ella no sale mi música,
sale la de ella. Sus latidos de corazón joven en noche de otoño llegan a mi
breve habitación y los disfrazo de golpes de hacha en los árboles de complicidad.
Leo unos tras otros los salmos que más me acercan a Dios, pero todo termina en
melodía de lo que está en Anna: otoño, invierno, primavera, verano. Muere la
tonsura en mi campo de batalla donde deseos sin vida no deben luchar mucho para
vivir”.
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