jueves, 3 de julio de 2014

Trío D’amore

Una curiosidad. Historias de faldas, amores y tragedias en tres genios italianos de la música.



Pablo Mendieta Paz 

En los diversos planos de vida de los grandes artistas, especialmente de los músicos, surgen con naturalidad rasgos psicológicos, fantásticos, y hasta de aventuras que configuran su historia, sus vidas, sus sueños, y el mito que el tiempo se ocupa de encarnar en ellos.
A no mucho andar en la investigación de experiencias evidentes -así como de otras en que la intuición se impone como una verdad por poco irrefutable-, los maestros italianos de la música son quienes mayormente han dejado huellas del rol que ejercieron en ellos, y en su música, sus compañeras de vida.
En prueba de notable alarde de técnica, Giuseppe Tartini, compositor y violinista del siglo XVIII (Pirano, 1692), alcanzó renombre en su época como descubridor de “sonidos combinados” (un tercer sonido que se produce cuando se tocan al violín dos notas al mismo tiempo); y, artísticamente, con la creación de su sonata El trino del Diablo, considerada como obra maestra del repertorio de violín, conquistó, a los 21 años, celebridad eterna.
Cuenta la historia que una noche de 1713 Tartini soñó que había hecho un pacto con el Diablo, que prometió ayudarlo en toda circunstancia. Como una forma de agradecerle, el músico le alcanzó su violín y el Diablo ejecutó una bellísima melodía abundante en sonidos etéreos y también desgarradores que el artista jamás había oído.
Extasiado, se despertó y tomó el violín para tocarla. Esfuerzo inútil. No recordaba nada. Escribió entonces lo que para él se aproximaba más a los sonidos que había escuchado en sueños.
Sin duda que el sueño de Tartini interpreta su vida desde su niñez y temprana juventud, siempre en rebeldía hacia todo lo establecido. Por las noches se escapaba del colegio de curas donde se hallaba como interno, y de taberna en taberna habría de imponerse a todo oponente como consumado espadachín.
Luego de tremendas riñas, escándalos y líos de amor, su padre lo envió al convento de los franciscanos en Padua a estudiar leyes, pero en la posada donde se hospedaba se enredó con Catina, la hija del posadero, con quien tuvo un hijo. Ello le valdría la expulsión del convento.
Desde entonces Tartini se lanzó a una desenfrenada vida de juerga, de inconformismo, de sueños inalcanzables, de bolsillos vacíos. Pero a la vuelta de algunos años, arrebatado por un descubrimiento que iba más allá de los límites de cualquier conocimiento posible -la música-, su vida experimentó una profunda transformación, aunque no definitiva.
Fue entonces que conoció a Elisabetta Premazore, con quien se casó en secreto, por lo que tuvieron que escapar y refugiarse en la ciudad de Asís, donde Tartini descubrió el violín, su auténtica vocación.
Quizás porque en poco tiempo llegó a ser un intérprete aclamado por toda Europa, poco a poco fue alejándose de Elisabetta, una mujer desdichada que sufría por su origen humilde, su incultura, ambiciones no satisfechas, por el abandono del esposo y sus escándalos.
Aparecieron entonces en la vida de Tartini otras mujeres fundamentales: Silvia, Giulietta, y sobre todo Maddalena, una violinista joven, favorecida por aptitudes artísticas insuperables, de quien el músico se enamoró perdidamente y por quien dio forma a una obra iluminada, el Concierto para violín, en re menor.
Carlo Gesualdo nació en 1561. De familia noble, tenía una relación de parentesco con el papa Pío IV. Su tío, el reconocido cardenal Carlo Borromeo lo protegió a lo largo de toda una vida inestable, nada feliz y plagada de alteraciones emocionales.
Su padre, por su parte, advertido de los precoces dones musicales de su hijo (desde muy niño tocaba el laúd, cantaba y se inició en la composición), fundó una academia musical para que los desarrollara. Más adelante, ya plenamente cimentados sus estudios, su tendencia artística se inclinaría por la composición, que sería en definitiva su elevado y prominente lenguaje de expresión musical.
Artista postrero del Renacimiento, la producción de Gesualdo se divide en dos categorías: la música profana y la religiosa. Prolífico y audaz en su obra, el pensamiento musical del artista manifiesta un acento nuevo, libre y sin restricciones.
En 1586, Gesualdo contrajo matrimonio con su prima Maria d´Avalos. Nada feliz la unión, su indiferencia y rechazo originaron que ella encontrara consuelo en los brazos del duque de Andria. La fatalidad se abatiría sobre ellos. Sorprendida la pareja por Gesualdo, mandó asesinar a los amantes. Nublado por la locura, tiempo después ordenó que su hijo fuera ahogado en el mar Tirreno ante la duda de que fuera suyo.
Atormentado y presa de una salud mental perturbada, Gesualdo abrazaría la música como único alivio, en cuya expresión, con frecuencia, abre el camino para “verla” como pintada de ansiedad, a veces violenta y, en apariencia, con una intención permanente de sublimar los textos, o la lírica, como si por ella pudiera ser redimido (Tenebrae; Tristis est anima mea usque ad mortem…).
Referirse musicalmente a Antonio Vivaldi resulta, en ocasiones, redundante. Sus conciertos de violín, calificados como más bellos y cálidos que los de Bach, son archiconocidos por músicos y aficionados. Las cuatro estaciones, L´Estro Armonico, La Stravaganza, el concierto Nº 8, en la menor; el 9, en re mayor, el 11, en re menor, son una breve muestra de la prodigiosa obra del compositor y violinista nacido en Venecia en 1678 y muerto en Viena en 1741.
Tras obtener las órdenes sacerdotales y recibir la tonsura clerical, fue conocido con el sobrenombre de “il prete rosso” (el Cura Rojo) por el tono rubicundo de su cabello. Como violinista, Vivaldi se entregó esforzadamente, e incluso con bizarría, a la tarea de aventajar a sus colegas venecianos, todos ellos imbuidos de alto espíritu competitivo. Por ello, sus obras exigían depurada técnica de los solistas de la época.   
Alcanzó tal grado de virtuosismo que su amante, una señora de alcurnia veneciana, famosa por sus escotes pronunciados, estimó que ante las sublimes melodías de El trino del Diablo, el Cura Rojo debía desafiar a su contemporáneo Tartini a un duelo de violín. Comprometido el duelo por ambos, fijaron fecha y hora, sin embargo, asegura la leyenda que el desafío jamás llegó a mayores.
Más tarde, Vivaldi fue contratado por el director del “Ospedale della Pietá” (inclusa de niñas) para hacer cada vez más perfectos la orquesta y coro del hospicio y darle a la música una mayor pureza de sonido. Pasó el tiempo. Fábula o no, se dice que una noche, inquieto por algo que subrepticiamente había llegado a su mente y ocupado su corazón -un cri de coeur-, el Cura Rojo escribió aquello que le quitaba el sueño. Al día siguiente, la mujer de la limpieza encontró el papel en la mesa de noche del maestro:

“En este momento vuelan las notas y compases y pienso en Anna, mi alumna y fiel intérprete; ya no en Giró, mi cantante soprano. Cuando veo a Anna me transporto a un silencio muy callado. De ella no sale mi música, sale la de ella. Sus latidos de corazón joven en noche de otoño llegan a mi breve habitación y los disfrazo de golpes de hacha en los árboles de complicidad. Leo unos tras otros los salmos que más me acercan a Dios, pero todo termina en melodía de lo que está en Anna: otoño, invierno, primavera, verano. Muere la tonsura en mi campo de batalla donde deseos sin vida no deben luchar mucho para vivir”.

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