jueves, 17 de julio de 2014

Parhelio

[punto y aparte]

 El autor adelanta fragmentos de un texto inédito en el que se encuentra trabajando.

 
La vía láctea en la constelación Monoceros,
bautizada por Saenz como “Don Quijote”.
Rodolfo Ortiz

Todo puede ser dicho. No todo(,) se escribe.
Lo primero dicho, implicará que más allá de suponer la posibilidad de decirlo todo, implica el hecho de que todo sea simplemente un dicho.
Lo segundo, implica un juego de escrituras que arma un inscrito: no todo se escribe / no todo, se escribe.
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Habría que marcar ciertos límites a esta aventura. Pues es de notar que todo límite es un pretexto para ir más allá o simplemente para ir en pos de otros posibles límites no explícitamente distinguidos, bajo la convicción plena de que la palabra “límite” resulta ser un pliegue mañoso, que la comunidad lectora, acaso escritora, suele manejar a sus anchas.
Sin embargo, un punto y aparte es poner un límite al movimiento de una escritura que asume los puntos y apartes de la lectura que está detrás. Así somos con esto del límite.
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Todo punto y aparte se enreda, parte, vuelve y se anuda. Fijar un concepto, organizar una lectura, llega a ser un gesto saludable, pero solo en principio. Atrás está lo que queda inscrito en lo escrito. Y esto se ratifica al ser esto mismo un punto y aparte.
La obra de Saenz, digamos, siempre estuvo cojamente ahí; en un punto y aparte. Pero luego de la publicación del número 18 de La Mariposa Mundial, del libro Tocnolencias, y demás prodigios no atendidos, dejó de ser aquello que los lectores pretendieron hasta entonces que sea. Aún más, Café y mosquitero, El Escalpelo, los “Cuadernos” de Felipe Delgado (y otros), señalan el camino de una escritura, quiérase de un límite que habrá que ir desplegando. ¿Cómo se articula este entrevero con la tradición de la poesía en Bolivia? Podría mencionar que durante el siglo XX la poesía en Bolivia se formó gracias a la existencia de una gran nebulosa llamada Arturo Borda y Jaime Saenz. Sea como fuese, esto ilumina la germinación de un lenguaje de fractura al interior de nuestra lengua; quiero decir, más que una constelación articulada de “estrellitas” se prefigura, o mejor, sus escrituras prefiguran, una “nube de polvo” ilimitada, problemática, abismal.
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Saenz guardaba la imagen de una “nube de polvo” que anuncia la imagen de una calavera. Se trata de una fotografía atroz y reveladora, que bautizó como “Don Quijote” y en cuyo reverso se calcaron, por obra del tiempo, las letras de un texto anónimo que aparece apenas perceptible y al revés. El único fragmento rescatado, legible, de este texto, fue traducido del inglés por Jessica Freudenthal y dice así: La imagen muestra la ampliación de una pequeña sección de una fotografía de prueba tomada por el telescopio Schmidt, utilizado en julio de 1949 en el observatorio del monte Palomar. La foto muestra una porción de la vía láctea en la constelación Monoceros. Esta nebulosa particular es realmente una nube de polvo iluminada por estrellas cercanas. Generalmente se refiere a ella como la “Rossette”, y es conocida por los astrónomos como “UGC 2237”. La escritura de Saenz vista con el telescopio de Smith no cesaría de provocar frenetismos y nebulosas de este tipo.
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Mal que bien, la poética de Saenz es expansiva, pero lo es desde su incólume densidad de nube. Y esto sintéticamente podría explicarse así: en un pliegue el aparapita es un guardador de los secretos ocultos de la ciudad y sus misterios, en otro, este personaje pasa la vida cargando objetos sencillamente “bonitos” y que no sirven para nada.
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Transcribo el siguiente fragmento de Heráclito que cita Nietzsche en “La filosofía en la época trágica de los griegos”: “Pones nombres a las cosas como si estas subsistieran, pero no te puedes bañar dos veces en el mismo río”. Mucho se ha meditado sobre el final de la frase, pero poco o nada sobre su principio. Nietzsche reconocía en Heráclito la mayor claridad y luminosidad filosófica, en contra de tantos lectores descontentos por la oscuridad de su estilo. Decía que sus modos de pensamiento encarnaban, en primer lugar, aquello característico del filósofo: “recorrer las calles en silencio”. Esta imagen es elocuente y poderosa, mucho más si leemos nuevamente el fragmento, donde Heráclito nos devuelve al abismo de los nombres y al devenir como radical inconsistencia de lo real. Frente a esto, Heráclito parece preferir el silencio, “recorrer las calles en silencio”, habitando un sentimiento de soledad que le daba la apariencia de “una estrella sin atmósfera”, como diría Nietzsche, con “sus ojos ardientes (…) con una mera apariencia de mirada”.
¿Qué mira Heráclito? Mira en primera instancia el devenir, no las cosas. Mira nubes de polvo. Pues mirar directamente las cosas sería nombrarlas y definirlas, “como si éstas subsistieran”. Esto es una mesa, esto un árbol. Fue allí, en el ancla de la pregunta donde la filosofía en occidente extravió su pensamiento. Heráclito insinúa que no hay nombre de la cosa y que todo contiene al mismo tiempo su contrario. No existe una definición de mesa, nietzscheanamente quizás sólo ópticas, interpretaciones de mesa. Las consecuencias podrían ser infinitas, como la palabra misma, y es en este marco que aparece la consistencia y radicalidad de un Saenz recorriendo en silencio los pasillos de su escritura.
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El recurso a la unión entre imaginación y entendimiento, a la manera de Kant; la proliferación de la analogía como una nueva manera de conocer el mundo, es decir, de leer la naturaleza como un libro abierto estructurado a partir de un sistema de correspondencias; el descubrimiento de la imagen poética como elemento que permite inventar la única realidad posible que es la realidad verbal creada en el poema; la autonomía de la obra de arte y la literaturización de todo lo escrito (sagrado y profano); son algunos de los aspectos centrales por los que anduvo la literatura moderna hasta Nietzsche. Es en este sentido que la obra de Saenz logra una distancia saludable con esta idea de la literatura moderna anclada en su raigambre efímera, en tanto proceso permanente de ser algo que surge como nuevo y se niega a sí mismo. Novedad e invención no eran aspectos que preocuparon e interesaron a Saenz. En todo caso, en su obra la creación poética se repliega hacia la materialidad de una escritura que se mueve en el vértigo de una nebulosa iluminada por la oscuridad de las palabras, quiero decir, en el arcano sonoro de la palabra “literatura” misma, aquella que en su costado francés sintoniza con la aventura y la historia de su escritura: Lis – tes – ratures, lee tus tachaduras.
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Escribir es una práctica que recoge los oros de todos los muertos y de todos los vivos. Si dobla, se detiene y se niega, o hace alguna venia en honor a sí misma, o en honor a quién sabe qué mandatos de la lengua, será porque en su desierto no existe oasis que la alimente.
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Es así que nos aventuramos en la experiencia de escribir, pues poco engendraría solamente leer infinidades (la carne está triste). Por esto mismo, entiendo que leer acarrea una fe mayor al escribir. Y tal fe, si seguimos a Quignard, “consiste en aceptar la herencia de lo que se ignora”, pues no todo se escribe y no todo, se escribe. Punto y aparte.




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