Componer la sal
Parte del texto que el autor leyó durante la presentación del libro La composición de la sal, de Magela Baudoin, hace un par de semanas en La Paz.
Sebastián
Antezana
No
recuerdo quién fue el que dijo que a partir de cierto momento de nuestras vidas,
tal vez cercanos a la vejez, dejamos de tomar decisiones y hacer elecciones y
empezamos simplemente a vivir sus consecuencias.
No
recuerdo quién lo dijo pero creo encontrar algo de eso en los cuentos de La composición de la sal, el muy buen libro
de Magela Baudoin. Y cuando lo encuentro aquí lo hago sin sensación de opresión
o de clausura alguna, sino de algo parecido a una tranquila aceptación, al
entendimiento de que las pequeñas y grandes alegrías, y los pequeños y grandes
daños, podrían ser todos producto de una voluntad no interesada en la
retribución sino en el equilibrio, un equilibrio del orden de la naturaleza,
por otra parte, capaz de tanta maravilla como de igual crueldad.
Las
historias que componen el libro parecen estar habitadas por personajes que han
llegado, feliz o infelizmente, en la juventud y en la vejez, precisamente a
esta circunstancia, en la que lo que les queda es simplemente vivir las
consecuencias de su pasado, hacer como que viven o dejarse llevar por una
voluntad que sobrepasa la propia escritura y se concreta quizás de mejor forma
en la figura desapegada y sistemática de la formación y degradación mineral.
Pero
llegan a estas circunstancias no como víctimas sino como seres conscientes de
que en el mundo que les toca habitar, la vida se define por los altibajos
químicos de su propia sustancia, por la cadencia inestable de su composición.
Aquí
no hay moralismos sino cotidianidad, escenas tiernas, equilibradas y a veces
dolorosas que nos presentan el paisaje interior y el día a día de personajes
que viven en ciudades como Santa Cruz, La Paz, Buenos Aires o Barcelona.
Por
ejemplo en Gourmet, el relato breve y
excepcional de una pareja al borde del despeñamiento que es condenada y salvada
en el espacio de una hora por la aparición circunstancial de la lluvia.
O
Borrasca, cuento en que una chica
joven sostiene una batalla muda con su abuela, quien pretende conquistarla a
través de la literatura, y quien menciona lo venenosas que “pueden ser las expectativas
de la gente que te ama”.
O
como en La cinta roja, en que la
historia de una violación y un linchamiento es pasada por los filtros del
periodismo investigativo y la experiencia personal, y configura así, junto a la
crueldad del azar y el vértigo de los ritos comunitarios, una de las piezas
narrativas más complejas y poderosas del libro.
Hay
más. Una joven que durante la noche sueña o se transporta mirando por la
ventana. Una niña pequeña que ante la perspectiva de la muerte se pone a compadecer
dulcemente a su padre. Una migrante boliviana en Buenos Aires que anuncia que
“es inevitable, hay que vivir con lo feo”.
Otra
narradora que recuerda cómo su hermano trataba duramente a su madre fallecida y
dice cosas como que “la maldad puede ser infinitamente pura a los once años”.
Un viejo que se ahoga en un mar de lágrimas sin sal y otro que junto a un reloj
le regala a su nieto algo como un principio de esperanza en un contexto duro, como
el de la vida minera, en el que casi no tiene cabida.
En
la lectura del libro son claros los
aciertos verbales de su autora, su preocupación por la elegancia, su dosificada
forma de equilibrar ritmo, trama y forma. Es claro, también, desde los primeros
cuentos, que Baudoin tiende al fragmento más que al sistema, que muestra una
vocación de alejamiento de las construcciones masivas y privilegia en su lugar la búsqueda de
algo más pequeño, si se quiere espiritual, algo como un destello o un grano de
sal capaz de iluminar una habitación.
La
afición mineral de la autora está presente en todo el libro y es evidente, por
ejemplo, en la elección del título, la concreción de una voluntad de búsqueda y
nostalgia por lo primordial, una obsesión por la sustancia de los comienzos que
en los cuentos se expresa en forma de un incesante mecanismo de la memoria que
parece querer recuperar, como dice Cioran a propósito de Roger Callois, “un
misterio más lento, más vasto y más grave que esta especie pasajera”.
Remontarse
al principio de la historia de los personajes es una tarea que los cuentos no
se permiten y, presentando solo los finales o las instancias cercanas a cada
final, se la sugiere al lector, quien queda a cargo de volver al principio de
las edades, a la historia de las semillas, al estado mineral y puro de la sal
que en los relatos llega casi disuelta, bruta o descompuesta en sus partes
esenciales.
De
la misma forma, como obra de una mineralogista exaltada, el libro muestra
verdadero júbilo cuando descubre en un nódulo salino notablemente ligero,
además de un desierto de sodio, ruido líquido, agua oculta desde el inicio de
los tiempos, agua que es vida y que propicia la disolución y la calma.
La
búsqueda de los comienzos, del germen petrificado de una respuesta total, tal
vez sea la búsqueda más importante de todas y todos la emprendemos aunque no
sea más que a momentos, aunque no sea más que a solas, aunque implique un
fracaso inevitable.
De
alguna forma, todos somos el producto relativamente fracasado de alguna
inspiración mística. Y los cuentos de este libro, en su felicidad, en su
crudeza, en su ternura, así nos lo muestran.
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