jueves, 10 de julio de 2014

El chicuelo dice

La tristeza

La melancolía nuestra de cada día. Una conmovedora crónica de Wilmer Urrelo.



Wilmer Urrelo


Estoy triste. La tarde está fría.
Mañana, sol y razón.
Fernando Pessoa.


Digamos que la tristeza. La tristeza que te impulsa a levantarte a las tres de la madrugada y abrir el refrigerador. La misma tristeza que hace que no te decidas entre el jamón y las aceitunas. Esa, la tristeza que te obliga, casi a empellones, a mezclar ambas cosas.
La tristeza, la que hace que de pronto una mano invisible apriete tu corazón: ahí la tienes en medio de tu trabajo, en la fila del banco, en la parada del Pumakatari. La misma tristeza que es más vieja que tu abuela y tu bisabuela juntas, la tristeza que seguro también atacó a éstas dos. Mira a tu abuela en esta foto si acaso no me crees: ahí la tienes al pie de un árbol, muy joven, vestida de blanco, con una flor prendida al hombro derecho y la mirada extraviada y tristísima apuntando hacia el piso. ¿Cómo la habrá atacado? ¿Por qué flanco se introdujo?
-Soy yo, la tristeza -nos dice-, y hago estragos en la gente.
Ah, la maldita tristeza de las mañanas o de las calles iluminadas por el sol paceño, la luz mediocre de estas alturas, esa luz insuficiente para iluminar los corazones de los habitantes de esta urbe. Pienso: las vestimentas negras, los trajes cafés, los predecibles y horribles zapatos Manaco.
¿O qué me dicen si no de la tristeza de los minibuses? La tristeza de saber que tendrás que hacer lo mismo todos los días: llevar monedas en el bolsillo, leer los carteles multicolores Camacho, Montes, Autopista, Ceja.
O la tristeza del cepillo de dientes, de la pasta blanqueadora, de tu rostro ya avejentado atrapado en el espejo del baño. La tristeza de los bordes de la cortina de plástico del baño o las pardas manchas de humedad en el techo, y la tristeza de la ducha Lorenzetti.
O la tristeza de esa persona a quien amas, de sus caídas existenciales, no sé para qué sirvo, necesito entenderlo, irme de acá cuanto antes. Y tú pensando: dame tu tristeza, que yo la aguanto por ti.
O la tristeza de la enfermedad y de los enfermos, de los hospitales oscuros y malolientes, como pasaba en Pabellón de cancerosos, la novela de Alexander Solzhenitsin, y de las camas estrechas y de las jarras de linaza tibia sobre las mesas de noche y de los periódicos que los enfermos están en la obligación de leer porque no hay nada mejor que hacer.
Y lo peor: la tristeza ajena, la que no es nuestra, ¿qué tendrá el señor de la cama 24?, ¿por qué no visitarán a la señora de la cama 45?, qué desgraciada su familia, qué ingrata, pero así son los hijos: cría cuervos y te sacarán los ojos.
O la tristeza de los suicidas, a esos a quienes les acompaña “un gran aire de ausencia”, como dice Gastón Figueira en algún poema, de sus miradas frente al espejo, de su caligrafía vacilante en la carta póstuma: “Mejor me voy de acá. Les deseo suerte a todos y ojalá nunca volvamos a vernos”.
O la tristeza de los noticieros, de las mismas cosas todos los días, de los productos de belleza, de los indicadores económicos, la tristeza de los grupos de cumbia haciendo playback.
Eso, la tristeza como una epidemia. ¡Te tocaré con la mirada y estarás infectado, cuídate de mí! La tristeza de los que no hallan su camino en este mundo y envejecen con ella. Mírenlos, van por ahí con la barba de días, los pantalones de hace siglos y cuando se encuentran con alguien de su generación se dan cuenta que están “estancados” y llegan a su casa y se tiran en la cama a ver el techo y recuerdan su niñez, las navidades, los cumpleaños, los juegos.
¿O qué me dicen de la tristeza de los otros, de los triunfadores? De repente el hijo rebelde que se parece al padre en copia negativa, la tristeza de ver cómo se desmoronan mis planes para que este mi hijo sea alguien en la vida. Y ahora mírenlo: sólo es alguien que transita por la vida con la barba crecida y los pantalones de hace siglos y que siente que se ha “estancado” y que regresa a su habitación a ver el techo mientras está tendido en su cama, a recordar su espléndida niñez, las navidades, los cumpleaños, los juegos.
Todo es circular, como la jodida historia, se los advierto desde ahora.
O la tristeza del amor perdido, de aquel que no se pudo retener, que no pudo ser por más que uno lo intentó, qué será de ti ahora, cómo te sentirás, con quién andarás. Y también la tristeza de las borracheras, de los borrachos solitarios, de los que esconden la botella en el tanque del wáter.
Yo conocí a uno, se llamaba don Lucho y era el dueño de casa donde viví un tiempo y escondía su botella de singani en el tanque del baño de su departamento. La tristeza de cuando su esposa lo descubrió y la tristeza de buscar otro escondite: el jardín donde estaban las rosas más rojas de mi adolescencia.
O la tristeza de las chicas borrachas que toman, de un sólo trago, un vaso entero de licor: con esto te olvidaré, con esto serás tan sólo recuerdo. La tristeza de la mascota muerta o extraviada. Peluchín, un perro café, chapi, está en tratamiento médico, se dará una buena recompensa a quien brinde datos.
La tristeza de los niños al ver que Peluchín no aparece y que no volverá a casa. La tristeza de saber que está en otra casa, con otro nombre que tendrá que aprender a base de gritos: ¡Chocolatín, ven acá!
La tristeza de las distancias, de ella viviendo a mil, a dos mil kilómetros: la dureza de las miradas, la tristeza de ni siquiera poder decir su nombre en público, de poder saborearlo para consolarse un poco… ah, también está la tristeza de la derrota, de haber peleado contra todo y de haberlo dado todo para obtener nada. Absolutamente nada.
Está también la tristeza de mis libros. De los libros viejos, me refiero. De los que pasaron vaya uno a saber por cuántas manos. La tristeza de las dedicatorias que alguna vez significaron algo, de aquellas que fueron leídas y releídas mil, dos mil veces con el corazón repleto de amor y que ahora son sólo letra desteñida y muerta.
Les regalo una, hallada en Mis memorias (poesía y realidad), de J.W. Goethe: “Para la noviecita del alma, de aquel que en el mundo la quiere sobre todas las cosas. Humberto. 24-5-46”. La tristeza de Humberto. La tristeza de la “noviecita del alma”. La tristeza de ese 24 de mayo de 1946.
O la tristeza de los libros publicados hace 80, hace 90 años y que nadie leyó. La tristeza de su vejez, de su olvido, de la indiferencia al que fueron condenados, de sus páginas amarillentas, de su olor —¡ah, el olor de los libros viejos!—, del olor gestado y nutrido en los depósitos húmedos, en el interior de las cajas de leche Klim donde vivieron hasta que por azar llegaron a mis manos.
Y la tristeza de “amar sin ser amado” como dice la canción que usa la gente como telón de fondo en un bar cualquiera. Y la tristeza nocturna: soñarás con ella, escúchame bien, y siempre serán cosas tristes y estarás condenado a despertar llorando.
Eso, la tristeza: siempre es más fuerte que su hermana bastarda, la felicidad. La tristeza eterna como la maldad humana. Dura. Consolidada hace siglos. Está ahí y estará ahí. Como las piedras, como las altas montañas que ya no podré subir. Es eterna porque hace daño, porque te lastima. Y resulta que lo que hace daño siempre termina recordándose con más convicción que aquello que te dio felicidad. Una mancha de alquitrán en tu camisa dominguera. Una herida de guerra con la que cargar —y sentir y padecer— el resto de tu vida.
¿Les digo un secreto?: la tristeza son también mis manos agrietadas por el maldito frío del invierno paceño.


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