La tristeza
La melancolía nuestra de cada día. Una conmovedora crónica de Wilmer Urrelo.
Wilmer Urrelo
Estoy triste. La tarde está fría.
Mañana, sol y razón.
Fernando Pessoa.
Digamos que la
tristeza. La tristeza que te impulsa a levantarte a las tres de la madrugada y
abrir el refrigerador. La misma tristeza que hace que no te decidas entre el
jamón y las aceitunas. Esa, la tristeza que te obliga, casi a empellones, a
mezclar ambas cosas.
La tristeza, la
que hace que de pronto una mano invisible apriete tu corazón: ahí la tienes en
medio de tu trabajo, en la fila del banco, en la parada del Pumakatari. La
misma tristeza que es más vieja que tu abuela y tu bisabuela juntas, la
tristeza que seguro también atacó a éstas dos. Mira a tu abuela en esta foto si
acaso no me crees: ahí la tienes al pie de un árbol, muy joven, vestida de
blanco, con una flor prendida al hombro derecho y la mirada extraviada y tristísima
apuntando hacia el piso. ¿Cómo la habrá atacado? ¿Por qué flanco se introdujo?
-Soy yo, la
tristeza -nos dice-, y hago estragos en la gente.
Ah, la maldita
tristeza de las mañanas o de las calles iluminadas por el sol paceño, la luz
mediocre de estas alturas, esa luz insuficiente para iluminar los corazones de
los habitantes de esta urbe. Pienso: las vestimentas negras, los trajes cafés,
los predecibles y horribles zapatos Manaco.
¿O qué me dicen si
no de la tristeza de los minibuses? La tristeza de saber que tendrás que hacer
lo mismo todos los días: llevar monedas en el bolsillo, leer los carteles
multicolores Camacho, Montes, Autopista, Ceja.
O la tristeza
del cepillo de dientes, de la pasta blanqueadora, de tu rostro ya avejentado atrapado
en el espejo del baño. La tristeza de los bordes de la cortina de plástico del
baño o las pardas manchas de humedad en el techo, y la tristeza de la ducha
Lorenzetti.
O la tristeza de
esa persona a quien amas, de sus caídas existenciales, no sé para qué sirvo, necesito
entenderlo, irme de acá cuanto antes. Y tú pensando: dame tu tristeza, que yo
la aguanto por ti.
O la tristeza de
la enfermedad y de los enfermos, de los hospitales oscuros y malolientes, como pasaba
en Pabellón de cancerosos, la novela de
Alexander Solzhenitsin, y de las camas estrechas y de las jarras de linaza
tibia sobre las mesas de noche y de los periódicos que los enfermos están en la
obligación de leer porque no hay nada mejor que hacer.
Y lo peor: la
tristeza ajena, la que no es nuestra, ¿qué tendrá el señor de la cama 24?, ¿por
qué no visitarán a la señora de la cama 45?, qué desgraciada su familia, qué
ingrata, pero así son los hijos: cría cuervos y te sacarán los ojos.
O la tristeza de
los suicidas, a esos a quienes les acompaña “un gran aire de ausencia”, como
dice Gastón Figueira en algún poema, de sus miradas frente al espejo, de su caligrafía
vacilante en la carta póstuma: “Mejor me voy de acá. Les deseo suerte a todos y
ojalá nunca volvamos a vernos”.
O la tristeza de
los noticieros, de las mismas cosas todos los días, de los productos de
belleza, de los indicadores económicos, la tristeza de los grupos de cumbia haciendo
playback.
Eso, la tristeza
como una epidemia. ¡Te tocaré con la mirada y estarás infectado, cuídate de mí!
La tristeza de los que no hallan su camino en este mundo y envejecen con ella.
Mírenlos, van por ahí con la barba de días, los pantalones de hace siglos y
cuando se encuentran con alguien de su generación se dan cuenta que están “estancados”
y llegan a su casa y se tiran en la cama a ver el techo y recuerdan su niñez,
las navidades, los cumpleaños, los juegos.
¿O qué me dicen
de la tristeza de los otros, de los triunfadores? De repente el hijo rebelde
que se parece al padre en copia negativa, la tristeza de ver cómo se desmoronan
mis planes para que este mi hijo sea alguien en la vida. Y ahora mírenlo: sólo
es alguien que transita por la vida con la barba crecida y los pantalones de
hace siglos y que siente que se ha “estancado” y que regresa a su habitación a
ver el techo mientras está tendido en su cama, a recordar su espléndida niñez,
las navidades, los cumpleaños, los juegos.
Todo es
circular, como la jodida historia, se los advierto desde ahora.
O la tristeza
del amor perdido, de aquel que no se pudo retener, que no pudo ser por más que
uno lo intentó, qué será de ti ahora, cómo te sentirás, con quién andarás. Y
también la tristeza de las borracheras, de los borrachos solitarios, de los que
esconden la botella en el tanque del wáter.
Yo conocí a uno,
se llamaba don Lucho y era el dueño de casa donde viví un tiempo y escondía su
botella de singani en el tanque del baño de su departamento. La tristeza de cuando
su esposa lo descubrió y la tristeza de buscar otro escondite: el jardín donde
estaban las rosas más rojas de mi adolescencia.
O la tristeza de
las chicas borrachas que toman, de un sólo trago, un vaso entero de licor: con
esto te olvidaré, con esto serás tan sólo recuerdo. La tristeza de la mascota
muerta o extraviada. Peluchín, un perro café, chapi, está en tratamiento
médico, se dará una buena recompensa a quien brinde datos.
La tristeza de
los niños al ver que Peluchín no aparece y que no volverá a casa. La tristeza
de saber que está en otra casa, con otro nombre que tendrá que aprender a base
de gritos: ¡Chocolatín, ven acá!
La tristeza de
las distancias, de ella viviendo a mil, a dos mil kilómetros: la dureza de las
miradas, la tristeza de ni siquiera poder decir su nombre en público, de poder saborearlo
para consolarse un poco… ah, también está la tristeza de la derrota, de haber
peleado contra todo y de haberlo dado todo para obtener nada. Absolutamente
nada.
Está también la
tristeza de mis libros. De los libros viejos, me refiero. De los que pasaron vaya
uno a saber por cuántas manos. La tristeza de las dedicatorias que alguna vez
significaron algo, de aquellas que fueron leídas y releídas mil, dos mil veces
con el corazón repleto de amor y que ahora son sólo letra desteñida y muerta.
Les regalo una,
hallada en Mis memorias (poesía y
realidad), de J.W. Goethe: “Para la noviecita del alma, de aquel que en el
mundo la quiere sobre todas las cosas. Humberto. 24-5-46”. La tristeza de
Humberto. La tristeza de la “noviecita del alma”. La tristeza de ese 24 de mayo
de 1946.
O la tristeza de
los libros publicados hace 80, hace 90 años y que nadie leyó. La tristeza de su
vejez, de su olvido, de la indiferencia al que fueron condenados, de sus páginas
amarillentas, de su olor —¡ah, el olor de los libros viejos!—, del olor gestado
y nutrido en los depósitos húmedos, en el interior de las cajas de leche Klim
donde vivieron hasta que por azar llegaron a mis manos.
Y la tristeza de
“amar sin ser amado” como dice la canción que usa la gente como telón de fondo
en un bar cualquiera. Y la tristeza nocturna: soñarás con ella, escúchame bien,
y siempre serán cosas tristes y estarás condenado a despertar llorando.
Eso, la
tristeza: siempre es más fuerte que su hermana bastarda, la felicidad. La
tristeza eterna como la maldad humana. Dura. Consolidada hace siglos. Está ahí
y estará ahí. Como las piedras, como las altas montañas que ya no podré subir.
Es eterna porque hace daño, porque te lastima. Y resulta que lo que hace daño
siempre termina recordándose con más convicción que aquello que te dio
felicidad. Una mancha de alquitrán en tu camisa dominguera. Una herida de
guerra con la que cargar —y sentir y padecer— el resto de tu vida.
¿Les digo un secreto?:
la tristeza son también mis manos agrietadas por el maldito frío del invierno
paceño.
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