jueves, 31 de julio de 2014

Letra sincrónica

Leer la ciudad

Qué mejor manera de asumir y entender una ciudad que caminarla y pensarla.


Alan Castro Riveros

Narrativa y ciudad
Como lector, rara vez he intentado leer la ciudad en un libro. Y si lo he hecho, ha sido sin querer. Por ejemplo, recuerdo el tiempo en que leía El Loco de Arturo Borda en el Jardín Botánico de Miraflores, bajo el único árbol que había ingeniado una amplísima sombra.
No sé si realmente habré leído la ciudad en las Divagaciones I del primer tomo. Sin embargo, cuando volvía del jardín a mi casa, veía piedras, encuadres y buñuelos que yo estaba seguro de haber leído en El Loco. Pero eso era leer El loco en la ciudad, no la ciudad en El loco. ¿O la lectura también es un vaivén?
Por eso, para no complicar el asunto, cuando quiero leer la ciudad, mejor voy y paseo por sus calles. Sólo que igual me sale el tiro por la culata; porque la ciudad no se acaba de leer ni así. Lo que uno lee es el encuentro de la ciudad con el matiz preciso de otra cosa; el encuentro de esa otra cosa en un rincón físico de la ciudad. La lectura no es un hilo que une ambas cosas, sino el vaivén que las pone en movimiento, el engranaje.
Hay innumerables detalles en la ciudad, pero sólo me fijo en unos cuantos: las antiguas ventanas de una extraña cuadra cerca de la calle Sucre, la charla con un chocolatero millonario que no quiere decirle a sus hijos que es millonario si antes ellos no lo valoran como chocolatero, un perro joven que agacha la cabeza ante un perro anciano después de que el joven casi se hace pisar con un auto, etc.
Realmente dan ganas de internarse en estos detalles, hacerlos historia, lectura, unidad significativa. Y por eso nos quedamos amasando y moldeando algún detalle (alargándolo en las vías de nuestra memoria). Mientras lo hacemos muchos otros detalles quedan rezagados: se quedan en la ciudad, son la ciudad que me rodea.
El detalle tallado es de la ciudad y del tallador. El detalle obviado se queda en la ciudad. Esto quiere decir que si me dedico a ver la ciudad en vez del detalle, me quedo ciego. Nada de la ciudad haría vaivén y sólo “vería” la ciudad como un sonido absurdo. Si de verdad quiero ver la ciudad, tendría que hacerlo desde muy lejos, en un microscopio -cuando la ciudad misma sea un detalle.

Se pintan casas a domicilio
¿Por qué todos recuerdan el letrero de “se pinta casas a domicilio”? ¿Sólo por el gusto de imaginar una manera imposible de pintar casas: el comercio de paredes y techos pre-pintados en tiendas especializadas, el inconmensurable taller donde esperan su turno una tropa de casas desportilladas, la desproporcionada maquinaria humana que lleva casas grisáceas a un taller y trae flamantes mansiones a domicilio?
Algo nos lleva a encariñarnos con este letrero, a apenarnos cuando creemos que se ha convertido en un chiste patético de final de velada. En realidad, cualquier detalle corre el riesgo de convertirse en un emblema. “Se pinta casas a domicilio” como emblema de la chispa criolla o del nuevo marketing latinoamericano, por ejemplo.
Cuando un detalle se convierte en emblema, su imagen viene acompañada de una leyenda. La leyenda reduce la imagen a un referente definitivo y olvida el mundo que ampliaba el vaivén de la lectura: allí donde una casa puede o no pintarse a domicilio, allí donde el letrero no es un pensamiento ni un letrero, sino una presencia increíble.
Si debajo de la foto del famoso letrero del pintor escribimos: “La chispa paceña” o “Dichos de la ciudad”, lo folklorizamos. Si titulamos “El misterio barrial” a una foto de ventanas antiguas, las cerramos. Si inscribimos la leyenda “Feliz día del padre” debajo de la imagen de un chocolatero ambulante, lo titulamos de mártir.
En cualquier caso, la leyenda de un emblema mete tanta bulla en la imagen, que puede hacer desaparecer el silencio que ha alumbrado su primera revelación. En vez de navegar en el misterio brillante de la imagen sin leyenda, es posible terminar chapoteando en un pantano de cosas obvias.

El placer del texto
Lo peor que puede pasar cuando lo obvio nos atrapa, es que no queramos ver la ciudad ni en pintura, ni en libro, ni en la ciudad misma. Y, de paso, que ni siquiera nos demos cuenta de que estamos hartos. Esto es temible en cuanto puede llegar a convencernos incluso de que es obvio que estamos vivos.
“Y desde el momento en que una cosa está sobreentendida, la abandono: es el goce. ¿Provocación inútil? En la novela de Poe, Valdemar, el moribundo magnetizado, sobrevive catalépticamente gracias a la repetición de las preguntas que le son dirigidas (“¿Duerme señor Valdemar?”), pero esta supervivencia es insostenible: la falsa muerte, la muerte atroz, es aquella que no es un término, es lo interminable. (“Por amor de Dios! ¡Rápido, rápido, hacedme dormir o despertadme! Les digo que estoy muerto”.) El estereotipo es esta imposibilidad nauseabunda de morir”. (Roland Barthes, El placer del texto)

El misterio de lo obvio
El misterio le quita la calidad de obvio a cualquier cosa. Si lo obvio tuviese un mínimo de misterio, dejaría de serlo. Basta que no veamos un pedacito de lo obvio para que lo obvio desaparezca por entero. Pero esto no quiere decir que nuestra creencia en la existencia de lo obvio, de lo inapelable, sea ya el verdadero misterio.
Cabe aclarar que lo obvio no tiene relación con las pruebas de la ciencia o las decisiones morales. Lo obvio no es el desarrollo tecnológico o cultural, los cálculos matemáticos, las funciones informáticas, las observaciones minuciosas o las experiencias físicas. Cualquier camino de conocimiento se abre a partir de la seguridad de que incluso la piedra más dura no es obvia, ni el aire vacío, ni el camino una línea recta. Es decir, lo obvio no es una técnica, un vaivén o una función exponencial, ni siquiera, un estilo, mucho menos un hallazgo; es, más bien, un número entero, un escudo, una pieza de museo inerte y aislada: un concepto inaplicable, desarticulado o fenecido.
Obviamente la ciudad está ahí; se sobreentiende, pero no se entiende. Hace tiempo que la ciudad existe y, sin embargo, sabemos que no está terminada. Hay ciudades dentro de la ciudad y miles más fuera de ella, pero ¿puedo definir aunque sea una de ellas? Puedo hablar de la sociedad, de la economía, del turismo, de la filosofía tribal, de los centros hábitats, obvio. Diga lo que diga, el universo tiene una ciudad donde se pintan casas a domicilio, y eso no puede ser sobreentendido.

“Se pintan casas a domicilio”: El letrero es luminoso porque lo obvio que hay en ella se pierde en el misterio de la (in)existencia de lo obvio.

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