Un golpe de 25 watts
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo
Medinaceli
Una
vez me perdí en Montevideo. La ciudad se levantaba atrás de los balcones dejando
ver a unos tranquilos bebedores de mate. La noche anterior habíamos estado en
un bar de Ciudad Vieja, el barrio de las librerías y las calles peatonales,
aquel espacio dedicado al arte y la cultura que existe bajo diferentes nombres
y disfraces en varias ciudades: Soho en Nueva York, Palermo en Buenos Aires o
nuestro entrañable Sopocachi.
Esa
misma noche más tarde nos fuimos a un lugar cerca del puerto. Un barco pesquero
arribaba en silencio desde la oscuridad. Se oían gritos en una lengua lejana,
coreano tal vez. Los tripulantes parecían discutir con vehemencia.
Luego
nos fuimos a un recodo cerca del malecón. Vino, charla, más vino. Decidí regresar
al departamento en donde me estaba alojando caminando por la avenida 18 de
Julio. El centro estaba ordenado y sumergido en la atmósfera de la madrugada. Así,
Montevideo era una postal, perfecta, impecable.
Era
necesario conocer sus caras más ocultas, los caminos empolvados, los habitantes
que quedan fuera del marco de las fotografías. Estuve caminando hasta el
amanecer cuando reconocí el edificio gris al que había llegado ese mismo día.
Ahí estaba la venta de frutas dos casas más abajo y en la puerta una reja
metálica que alguien abría en ese momento.
Entonces
no sabía que en esa ciudad de gente sencilla y calles camaleónicas se había
filmado 25 Watts: la oda urbana que
podría convencer a quien fuera de que Samuel Beckett había dejado el teatro
para dedicarse al cine. La imagen de la ciudad se hizo más compleja cuando vi a
aquellos adolescentes empezando a conocer la vida, sus golpes y sinsentidos, en
un viejo cine club al día siguiente. Aquellos personajes transmitían un
profundo e inevitable extravío.
Se
trata de la escena final y es bastante simple. Un golpe. Bueno, en realidad son
dos golpes. Ambos en el rostro. Javi –así se llama el personaje agredido– responde
al segundo golpe encendiendo un cigarrillo, casi como una costumbre. El agresor
viste una camiseta de fútbol y
es el hijo del jefe (un anciano que se enorgullece al recordar cómo
empezó trabajando repartiendo volantes vestido de sándwich, y ahora tiene un
viejo carro con megáfono que transmite publicidad de una manera más cómoda.
“Es
el progreso… el progreso”, repite, orgulloso, a su hijo quien se la pasa
comiendo durante todo el filme, durante toda la vida). Después de golpear en el
rostro a Javi, el sobre-alimentado-hijo-del-jefe le dice “estás despedido”, con
la boca llena. Javi sabe que ese golpe lo ha recibido antes y que probablemente
lo vuelva a recibir.
Habitante
de los suburbios, con demasiados sueños atrás y pocos caminos adelante, sumido
en la monotonía de un barrio aislado del mundo, enciende el cigarrillo. Se toma
el rostro. Luego la película termina. Javi tenía un hámster que daba vueltas
todo el día en su noria.
Su
amigo Seba solamente quiere ver una película porno. En la esquina un futbolista
sueña con aparecer en el libro de los récords Guinness y se la pasa haciendo técnicas con el balón para superar
la marca mundial. Beatriz deja de ser el ideal de Dante para convertirse en una
sensual profesora de italiano.
El
repartidor de pizza da vueltas por la manzana buscando una dirección. Durante
la película se repite que un solo uruguayo figura en el libro Guinness, quien estuvo aplaudiendo por cinco
día seguidos. “¿Y qué aplaudía?”, se preguntan a cada momento los personajes, como
un coro absurdo: “…y qué se yo”, es la constante respuesta.
Así
pasan los hechos de forma repetitiva, exhaustiva, como en cada barrio, hasta
terminar con la escena del golpe. Luego sólo nos queda encender un cigarrillo. Y
te das cuenta que Montevideo es también un poco La Paz, un poco todas las
ciudades que están conectadas pero a la vez no lo están, que no son el centro
pero tampoco se pueden considerar la periferia. Tan sólo otro lugar más en el
mundo en donde es tan fácil perderse, como en Lima, Santa Cruz o Pekín.
Un
par de semanas después, más acostumbrado al clima porteño, visité el barrio de Nuevo
París, la cara oculta de la postal, una villa con maleza, llena de vida y niños
jugando por la calle.
Allí
la editorial La Propia Cartonera tenía un espacio para jugar al billar, beber
cerveza y fabricar libros artesanales. Organizaban lecturas de poesía y veladas
literarias. Al llegar observé una rockola llena de luces frente a tres poetas
sentados junto a una moto que no arrancaba. Después de la lectura pusieron unos
clásicos de cumbia. Los anfitriones nos contaron del nuevo proyecto que tenían
en mente. Se trataba de una antología de escritoras uruguayas que se llamaría Gilda vive.
Entre
aquellos dos barrios de nombres irónicos y antagonistas (Ciudad Vieja y Nuevo
París) intuía un espacio intermedio, todavía vacío, tal vez llenado en parte
por la película y aquella infinita escena final. La épica del sinsentido. Las
diversiones de la realidad. El constante vacío.
Muchas
veces perdiéndose se conocen los lados más ocultos de una ciudad, sus
similitudes y divergencias con nuestros propios caminos y aquellos que son
completamente nuevos. Perderse era entonces un justificativo para viajar y así
conocer los matices de nuestra morada más grande.
Los
directores Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella tenían 26 años cuando filmaron 25 Watts, era su primera película.
Después vendría Whisky que obtuvo un éxito
abrumador, incluyendo premios a la mejor película, guión y dirección en los festivales
de La Habana, Guadalajara o Tokio, logrando un premio Goya y el reconocido Un certain regard en Cannes.
Pocas
veces se han visto cambios tan radicales de un filme al siguiente. En Whisky los protagonistas son unos
ancianos que continúan viviendo por la mera inercia, alimentados por la rutina
y la modorra.
Entre
una y otra película no parece que hubieran pasado un par de años sino demasiadas
vidas. En 2006 Juan Pablo Rebella fue encontrado muerto en su departamento en
Montevideo con un arma al lado. No llegó a estrenar su tercer filme. Tenía 31
años. Dejó dos hermosas obras de arte que nos enseñan a perdernos y a veces -si
hay suerte- a encontrarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario