La tumba infecunda
Fragmento inicial de la más conocida novela de René Bascopé, que será reeditada en la colección Papeles de Antaño de la revista La Mariposa Mundial.
René Bascopé Aspiazu
I
Si al doblar el último recodo del callejón que lo conducía a
su cuarto no hubiera tropezado con un perro muerto, negro, pequeño, cubierto
con un nylon sucio del que sobresalían las patas traseras y el hocico, y si las
moscas, al espantarse del cuerpo yacente, no hubieran producido un gemido
nítido, parecido a un suspiro, ese jueves habría sido uno de los días más
gloriosos y rotundos en la vida del mayor Constantino Belmonte.
Varios minutos después, ya dentro de la habitación, la
sensación honda y penosa que le produjo el gemido persistía en su pecho, sin
que él atinara a explicarla, clasificarla o, al menos, identificarla, como
solía hacerlo desde mucho tiempo atrás, cuando era presa de alguna emoción,
práctica ésta de su voluntad, de su memoria y de su inteligencia que, además de
distraerlo, le concedía el beneficio de la catarsis, pues la implacable soledad
en que había vivido los últimos años le había enseñado a encontrar cierta
triste voluptuosidad en la anulación de sus pasiones mediante el recurso de la
comprobación de que ya las había experimentado alguna vez. Abrumado por esa
dificultad inusitada, se sentó al borde de la cama impecablemente tendida, puso
las manos sobre los muslos y miró, uno a uno, el medio centenar de retratos
suyos, tomados en diversas épocas, que cubrían las paredes en un orden preciso
como para que cualquiera que de pronto las viese se sintiera obligado a intuir,
repentinamente, la biografía del viejo militar jubilado. Así, en las
expresiones y las edades de cada una de las fotografías fue buscando el
significado del gemido, con insistencia desesperada, como un marinero
extraviado que otea el horizonte para hallar la isla de su salvación. Y lo
encontró sólo cuando el sol de la tarde se retiró del cuarto, llevándose los
últimos vestigios del polvillo suspendido en el aire y, con él, toda señal de
movimiento. Con gran esfuerzo al principio, el mayor Belmonte empezó a recordar
uno de los acontecimientos más dramáticos de su niñez, algo así como sesenta
años atrás, cuando, en su pueblo, Irupana, había culminado, tal como empezó,
abruptamente, su aprendizaje de las artes de la brujería.
Fue en los tiempos del cometa, días en los cuales el pueblo
careció de noche, pues el gigantesco astro, con una cola que atravesaba casi la
tercera parte del cielo, iluminaba de tal manera que en poco tiempo los
animales habían enloquecido, mientras que algunas plantas habían duplicado su
tamaño y otras habían florecido, sin que les correspondiera, en búcaros de
colores extraños y formas nunca vistas. El mayor Belmonte recordó, con una
mezcla de nostalgia y asombro, la desorientación de los gallos que, imposibilitados
de percibir ya el amanecer, habían optado por cantar todo el día, hasta que
casi todos acabaron por perder la voz, en tanto que los más débiles murieron
víctimas de un vómito de sangre producido por sus gargantas reventadas. Esa
época, el mayor lo recordaba ahora perfectamente, los pobladores de Irupana se
habían visto acometidos por un acceso de lujuria colectiva que había terminado
muchas veces trágicamente, y otras emparentando a familias tradicionalmente
enemigas, cuando no había consolidado varias uniones maritales incestuosas y
contranatura. Él mismo, que entonces bordeaba los once años de edad, había vivido, gracias a
los efectos fantásticos del calor y la luz del cometa clavado en el cielo, su
primera experiencia amorosa, que lo habría de marcar por siempre, pues estuvo
teñida por dos sentimientos —el dolor y la vergüenza— que al acentuarse en su
psicología con los años, lo fueron transformando en el hombre que fue y, ahora,
en el viejo que se resistía a ser. Eran los días en los que todavía se hablaba
de la sublevación de los indios de Lambate, quienes, incitados por Sócrates
Cárdenas, habían intentado reeditar las experiencias del Willca Zárate,
aterrorizando a los irupaneños durante tres días y tres noches, sitiando la
población y amenazándola con incendiar sus casas y quemar las cosechas de coca;
hasta que fueron abatidos por las tropas del gobierno, que mataron a más de
cien alzados, en tanto que a Cárdenas, quien además había nacido en Irupana
—por lo que era considerado un imperdonable traidor—, se le condenó con el
mayor de los rigores a morir arrastrado por una mula gigantesca que, al girar
alrededor de la plaza, por una senda preparada con espinas, lo desangró lenta e
implacablemente, sin que nadie osara apiadarse.
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