jueves, 24 de julio de 2014

Fragmento

La tumba infecunda

Fragmento inicial de la más conocida novela de René Bascopé, que será reeditada en la colección Papeles de Antaño de la revista La Mariposa Mundial.


René Bascopé Aspiazu

I

Si al doblar el último recodo del callejón que lo conducía a su cuarto no hubiera tropezado con un perro muerto, negro, pequeño, cubierto con un nylon sucio del que sobresalían las patas traseras y el hocico, y si las moscas, al espantarse del cuerpo yacente, no hubieran producido un gemido nítido, parecido a un suspiro, ese jueves habría sido uno de los días más gloriosos y rotundos en la vida del mayor Constantino Belmonte.
Varios minutos después, ya dentro de la habitación, la sensación honda y penosa que le produjo el gemido persistía en su pecho, sin que él atinara a explicarla, clasificarla o, al menos, identificarla, como solía hacerlo desde mucho tiempo atrás, cuando era presa de alguna emoción, práctica ésta de su voluntad, de su memoria y de su inteligencia que, además de distraerlo, le concedía el beneficio de la catarsis, pues la implacable soledad en que había vivido los últimos años le había enseñado a encontrar cierta triste voluptuosidad en la anulación de sus pasiones mediante el recurso de la comprobación de que ya las había experimentado alguna vez. Abrumado por esa dificultad inusitada, se sentó al borde de la cama impecablemente tendida, puso las manos sobre los muslos y miró, uno a uno, el medio centenar de retratos suyos, tomados en diversas épocas, que cubrían las paredes en un orden preciso como para que cualquiera que de pronto las viese se sintiera obligado a intuir, repentinamente, la biografía del viejo militar jubilado. Así, en las expresiones y las edades de cada una de las fotografías fue buscando el significado del gemido, con insistencia desesperada, como un marinero extraviado que otea el horizonte para hallar la isla de su salvación. Y lo encontró sólo cuando el sol de la tarde se retiró del cuarto, llevándose los últimos vestigios del polvillo suspendido en el aire y, con él, toda señal de movimiento. Con gran esfuerzo al principio, el mayor Belmonte empezó a recordar uno de los acontecimientos más dramáticos de su niñez, algo así como sesenta años atrás, cuando, en su pueblo, Irupana, había culminado, tal como empezó, abruptamente, su aprendizaje de las artes de la brujería.

Fue en los tiempos del cometa, días en los cuales el pueblo careció de noche, pues el gigantesco astro, con una cola que atravesaba casi la tercera parte del cielo, iluminaba de tal manera que en poco tiempo los animales habían enloquecido, mientras que algunas plantas habían duplicado su tamaño y otras habían florecido, sin que les correspondiera, en búcaros de colores extraños y formas nunca vistas. El mayor Belmonte recordó, con una mezcla de nostalgia y asombro, la desorientación de los gallos que, imposibilitados de percibir ya el amanecer, habían optado por cantar todo el día, hasta que casi todos acabaron por perder la voz, en tanto que los más débiles murieron víctimas de un vómito de sangre producido por sus gargantas reventadas. Esa época, el mayor lo recordaba ahora perfectamente, los pobladores de Irupana se habían visto acometidos por un acceso de lujuria colectiva que había terminado muchas veces trágicamente, y otras emparentando a familias tradicionalmente enemigas, cuando no había consolidado varias uniones maritales incestuosas y contranatura. Él mismo, que entonces bordeaba los  once años de edad, había vivido, gracias a los efectos fantásticos del calor y la luz del cometa clavado en el cielo, su primera experiencia amorosa, que lo habría de marcar por siempre, pues estuvo teñida por dos sentimientos —el dolor y la vergüenza— que al acentuarse en su psicología con los años, lo fueron transformando en el hombre que fue y, ahora, en el viejo que se resistía a ser. Eran los días en los que todavía se hablaba de la sublevación de los indios de Lambate, quienes, incitados por Sócrates Cárdenas, habían intentado reeditar las experiencias del Willca Zárate, aterrorizando a los irupaneños durante tres días y tres noches, sitiando la población y amenazándola con incendiar sus casas y quemar las cosechas de coca; hasta que fueron abatidos por las tropas del gobierno, que mataron a más de cien alzados, en tanto que a Cárdenas, quien además había nacido en Irupana —por lo que era considerado un imperdonable traidor—, se le condenó con el mayor de los rigores a morir arrastrado por una mula gigantesca que, al girar alrededor de la plaza, por una senda preparada con espinas, lo desangró lenta e implacablemente, sin que nadie osara apiadarse.

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