Los demasiados libros
Una reflexión crítica acerca del anuncio del Gobierno de que se elaborará una biblioteca con 200 obras capitales para la historia de Bolivia.
Manuel
Vargas
Y
en esta ocasión, el título de este escrito me lo he prestado del gran Gabriel
Zaid, autor de ese gran poema que dice “No busques más, no hay taxis”, poema
que recomiendo a todos los paceños que quieren ir del centro a Sopocachi o a
Miraflores entre las seis y siete de la tarde. Digo, para que se convenzan de
que los taxis no existen, y ya de una vez dejen de preocuparse.
Los
demasiados libros, sí. ¿Quién ha dicho que faltan libros? A diferencia de la
desaparición de los taxis, en el mundo existen demasiados libros. Ya en 1973,
quien comentaba la obra de Zaid (José Emilio Pacheco), nos decía: “a libro por semana, se requieren 30
años para leer lo que se publica en un solo día. ¿Qué remedio nos queda? Ser
ignorantes a sabiendas, ignorantes inteligentes: hacer que la medida de la
lectura no sea el número de libros leídos sino el estado en que nos deja”.
Y luego
vienen las palabras de Zaid: “¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de
leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Quizá por
eso la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el
estado en que nos dejan. ¿Qué
demonios importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo
que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la
calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si
leer nos hace, físicamente, más reales”.
Y hay
gente que en Bolivia se queja de que no hay libros. ¿Para qué? ¿Para que anden
perdidos por ahí, en medio de nuestros calzones, digo, sin que a nadie se le
ocurra leerlos? ¿Ha aumentado a diez el número de lectores en nuestro país, el
hecho de que se hubieran publicado mil ejemplares de cada una de las mal
llamadas “15 novelas fundamentales”? ¿Quién ha visto esos libros? ¿Cuánta plata
se ha gastado y cuántos árboles han caído para imprimir esos libros eternamente
clandestinos y ocultos? ¿Dónde están? ¿Alguien los puede comprar por lo menos,
que ya no digo leerlos?
Completemos
la reflexión Pacheco-Zaid: Llegará un día en que todos los habitantes de este
planeta sólo cabrán de pie. Sin embargo, el aumento no llega a cien millones de
hombres por año: diez veces menos que la producción mundial de ejemplares de
libros:
“¿Qué
sobrepoblación amenaza más a la humanidad? ¿Qué paternidad es más
irresponsable? ¿La del que quiere perpetuar su nombre en hijos o en libros?
Hasta la más altiva y justificada de las soberbias literarias queda hecha polvo
ante esta admonición bíblica de un autor a todos los autores”.
Bueno, en
Bolivia en 1973 había menos editoriales y mucho menos libros que ahora, se los
aseguro. Y para qué vamos a hablar del resto del mundo.
¿Será que
Zaid conocía esta frase de don Ramón del Valle Inclán?: “los muchos
libros son como los muchos desengaños: no dejan nada en el corazón”. Eso,
claro, siempre que los hayamos leído. Y si no, pues nuestro corazón seguirá a
salvo.
¿Pero
acaso el corazón sirve para leer? Nabokov dice que no: “el libro de un artista
no se lee con el corazón (el corazón es un lector notablemente estúpido) ni con
el cerebro solamente, sino con el cerebro y la espina dorsal”.
Pasando a
otras regiones de mis lecturas, ¿qué siempre nos dicen pues los libros?
Escuchemos a Roberto Arlt: “si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad
nueva en la superficie de la tierra, el grado de civilización moral que habrían
alcanzado los hombres sería incalculable”.
Pero
todo es contradictorio. Una amiga me preguntaba si sabía si en las épocas
dictatoriales se hizo alguna lista de libros prohibidos, como se hizo en
Argentina. Yo le dije que no, que solo quemaron algunos libros o apresaron a
algunos autores. Y que sólo me acordaba que un actual viceministro habló pestes
contra un clásico: Raza de bronce.
Mejor
le hubiera contestado con esta frase de Francisco Umbral: “quemar libros no es
solo ponerles un lanzallamas... Quemar libros es censurarlos, prohibirlos,
modificarlos, perseguirlos, desaconsejarlos, ignorarlos, malversarlos,
sustituirlos por un concurso mongolizante y una serie de anuncios falaces”.
¿Pero
a qué vienen todas estas barbaridades que anda diciendo Manuel Vargas por boca
de terceros? A que me he enterado que el Gobierno ha conformado una comisión de
expertos para que escojan 200 libros para ser publicados y vendidos “baratito”.
Y
yo digo, ¿para qué depredar más nuestra naturaleza y contaminar más el medio
ambiente con celulosa y otros ingredientes, cuando nadie lee porque es más
simpático cantar y bailar y mandarse mensajitos por celular?
¿Que
los libros nos hacen mejores? Pues basta leer unos diez, y no 200. ¡No! Un
libro, tres libros son suficientes. La cuestión es escoger bien, saber leer,
querer leer, gustar leer. ¿Y quién nos va a enseñar eso? ¿Los profesores que no
leen nada? ¿Los licenciados que leen menos? ¿Los políticos y los adivinos que
leen en las cartas, en la coca, las arrugas, el estaño y la borra del café?...
Y
no lo digo yo, que a estas alturas ya nadie me toma en serio. No quiero libros,
quiero aprender a leer: “algunos libros son para ser saboreados; otros, para
que se los devore; y muy pocos, para ser masticados y digeridos” (Bacon).
Pero,
“en nuestras librerías resulta ahora imposible encontrar un libro que no sea
del día, como los huevos” (Sciascia). Porque “los grandes libros nunca se
escriben. La gente que podría
escribirlos no sabe escribir, lo cual es una broma. Cualquier tonto que aprenda
el oficio puede crearse una reputación, si está dispuesto a trabajar” (William
Saroyan).
Henry
Miller, en Los libros en mi vida,
llega a las siguientes conclusiones: “Los diccionarios no definen nada. Hay que
leer pocos libros, se aprende de la vida. No es necesario que el niño lea desde
muy temprano, ya habrá tiempo. Hay más analfabetos sabios que lectores sabios. Los
clásicos se los forma uno mismo. Lo moral - social - religioso impide aprovechar
la experiencia directa de la vida (Chrisnamurti). Los maestros no dejan ser
libres y fuertes. Primero es la vida”.
Y
don Eduardo Nogales Guzmán por ahí se va: “la identidad y autenticidad de una
literatura radica en su posibilidad de cohabitar una reclusión y un imposible.
Se habla mucho de nada en estos tiempos, sobre literatura. Y se escribe tanto.
Pero lo poco luminoso de la aldea, no se sabe. Y se agrede lo que se desconoce.
Cuesta leer verdaderamente. Porque leer es conservar la nostalgia primigenia.
Con la reminiscencia de lo obvio, se presiente una época de cobardes y
satisfechos”.
Tengo
que volver, para cerrar, otra vez al gran Zaid: “Señor, no me castigues por
haber leído. Lo he pagado con interrupciones y trabajos para ganarme el pan y
servir a los demás. Concédeme el paraíso de leer sin que me interrumpan. La
interrupción que es lectura dichosa. El eterno recreo de leer y ser leído en
los ojos de mi mujer, en las nubes y en los árboles de un cielo nuevo y una
tierra nueva, en la conversación de todos con todos, resucitado en tu libro”.
Por
todo lo cual, luego de esta hermosa oración, y habiendo tanta gente que quiere
leer muchos libros en Bolivia, he decidido ofrecer en venta mi biblioteca de
cerca de 10.000 ejemplares al Gobierno; claro, con algunas condiciones de mi
parte, y luego de las propuestas que estoy dispuesto a escuchar.
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