Encomio de René Bascopé Aspiazu
En la política, en la literatura, y en el exilio. Crónica y memoria de una amistad con diferentes destinos.
Ramón
Rocha Monroy / El Ojo de Vidrio
Con
René Bascopé nos iniciamos juntos en la narrativa, gracias a una publicación
pionera de la UMSA que titula Seis nuevos
narradores. Fue un amigo entrañable y me colaboró como director de
Literatura en el Instituto Boliviano de Cultura, que estuvo a mi cargo en 1979.
Juntos
hicimos cinco grandes festivales de cultura, en los cuales participaron
artistas de renombre y ninguno cobró porque no teníamos un puto peso en el
presupuesto. Asimismo pasamos juntos las emergencias del golpe de Natusch,
cuando trabajábamos todavía en el IBC.
Recuerdo
que recogimos una edición clandestina y antigolpista del semanario Aquí de una
imprenta ubicada en la calle Illimani y la llevamos en una combi de la IBC a un
domicilio donde estaban Luis Espinal, Xavier Albó y otros voluntarios que
doblaron esa edición.
Estábamos
en la imprenta cuando se escuchó el silbido de los caimanes, que bajaban hacia
el estadio de Miraflores, y entonces apagamos máquinas y luces y esperamos a
que pasaran en medio de la mayor tensión, porque nos pillaban y no contábamos
el cuento.
Al
llevar el semanario teníamos que ir por el cuartel Sucre y allí recuerdo que
nos interceptó un conscripto, vio el carro oficial y le dije: Aquí controlando
el golpe, y así logramos pasar.
Pocos
meses después se precipitó el asesinato de Luis Espinal y el rearme del sector
duro de las Fuerzas Armadas que planeaban un golpe cantado. La UDP había ganado
las elecciones del 80 y ese 15 de julio los paceños celebraban la verbena de
vísperas con una euforia renovada.
René
y yo éramos jurados del Premio de Cuento de la UTO, en Oruro, y recuerdo que
fui primero a La Paz y no pude pasar en taxi la Pérez Velasco porque estaba
llena de gente.
Ingresé
al café Verona y allí me lo encontré. Dormí en su casa y lo convencí de que
fuéramos a Oruro, donde trabajamos en el jurado todo el 16. Me amanecí con
Alberto Guerra Gutiérrez y el 17 nos fuimos al restaurante 312 a comer un
fricasé. Nos alcanzó René y cuando saboreábamos el uma jampicu llegó un amigo con el pasaporte bajo el brazo, pues se
iba a México, y nos avisó que había estallado un golpe de Estado.
René
se levantó de inmediato de la mesa y logró tomar la última flota que salió de
Oruro, rumbo a La Paz. Todavía tengo el pasaje en ferrobús de aquel aciago 17
de julio de 1980, que me llevaría a Cochabamba a mediodía.
Justo
a esa hora llegó René a La Paz, se encaminó a la reunión de la COB, donde debía
estar, pero a media cuadra de su destino lo detuvo un transeúnte y le dijo que
la sede había sido asaltada y que se hiciera pepa.
René
corrió a las oficinas de Aquí, donde había asumido la dirección tras el
asesinato de Espinal, pero poco antes de llegar, la dueña de una pequeña tienda
le advirtió que los paramilitares lo estaban esperando, y entonces se asiló en
la Embajada de México, donde yo llegaría semanas después.
Allí
fundamos el Grupo Charles Baudelaire con Rolando Costa Arduz, Coco Manto, Luis
Rico, Alfredo Tarazona, René (que andaba en amores, cuándo no), este servidor y
Picasso. No olvido la vez que nos colamos al comedor del embajador, sacamos su
mejor vajilla para tomar pernod y pasamos toda la noche susurrando brindis, en
los cuales el Basquito destacaba por su extraordinaria vena poética.
Su
vida, como la de todos, era azarosa durante la dictadura, y no conocíamos más
futuro que el presente, hoy libres, mañana detenidos, torturados, muertos o
exiliados, como ocurrió cuando nos expulsaron a México.
Vivimos
juntos primero en el hotel Francis y luego en Tlalpan. A diario buscábamos
trabajo y siempre íbamos juntos. Mario Guzmán Galarza, ex embajador de Bolivia
y muy allegado al PRI, nos recomendó a la directora del Museo del Chopo y del
periódico Ovaciones, y fuimos a buscarla.
No
podía contratarnos en el Museo ni en Ovaciones, pero nos mandó a una especie de
Playboy mexicano, que se llamaba Su otro
yo, y que en los siguientes meses nos compró relatos eróticos.
Esa
mujer, hermosa, era nada menos que Ángeles Mastretta, ya famosa por sus libros Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, que con el Basquito
decíamos riendo “Arráncamela, vida”, porque se ponía risueño y tenía un humor
muy ocurrente.
René
ganaba además, semana tras semana, un concurso de cuentos de El Nacional, donde
yo también intervenía sin el menor resultado. René me decía que mis cuentos no
eran malos, pero para ganar un concurso se necesitaba presentar caballos de
carrera.
Él
siguió ganando y yo perdiendo. Un tiempo trabajamos juntos como correctores en
el Fondo de Cultura Económica, donde conseguimos un amigo de confianza, el
escritor Felipe Garrido, gerente del Fondo y hoy Premio Xavier Villaurrutia por
una vida dedicada a la literatura.
Luego
René se fue a trabajar como redactor de El Día, y allí, Gregorio Selser le
brindó su abundante archivo para que escribiera La veta blanca, la primera conexión del poder del Estado con el
narcotráfico durante la dictadura de Banzer.
Cuando
se fue a México creo que ya militaba en el Partido Socialista 1. Tenía una
conciencia superlativa de sí mismo y me reprochaba que fuera escalera de base
de un partido político.
Allá
en México me hablaba de dos cuadros socialistas de primer orden, que enarbolaban
las banderas de Marcelo: Cayetano Llobet y Roger Cortez. El primero murió en
las antípodas de su antiguo izquierdismo y del segundo no sé nada, quizás
porque vivo en Cochabamba.
El
René, Basquito, Travolta, Clark Kent, pertenecía a un grupo que se llamaba con
humor Los Iracundos, porque todos eran cortos de vista y usaban lentes de
grueso carey, entre ellos Jaime Nisttahuz, Édgar Arandia Quiroga, Alfonso
Gumucio Dagron, Manuel Vargas y el propio René, que con lentes parecía el ser
más inofensivo, pero se los quitaba, como Clark Kent, y tenía una capacidad
innata para seducir a las muchachas que se aventuraban a su vera.
La
última vez que lo vi gobernaba la UDP y festejábamos en el Hotel Sheraton el
primer aniversario del restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba. En
el banquete había todas las tendencias de la izquierda partidista y sindical de
entonces.
En
ese escenario, René me confesó que no había dejado la literatura, pese al
momento político, y que había presentado una novela al Premio Erich Guttentag
que titulaba La tumba infecunda. Le
dije sin asomo de lamento que otra vez me ganaría, como lo había hecho en
México, pues yo también había presentado una novela, titulada El run run de la calavera.
El
jurado fue inclemente, declaró desierto el primer premio y compartimos el
segundo con René. Pasaron unas semanas y murió. La editorial se apuró en editar
su novela, pero recuerdo que al año publiqué una columna en la cual invitaba a
la misa de cabo de año de mi novela, porque todavía no había sido editada.
Recibí
de inmediato una llamada de Werner Guttentag y a poco nos entregaron el premio,
tan devaluado, que de los mil dólares originales apenas recibimos al cambio
alrededor de 37 pesos bolivianos. En realidad, los recibí yo y la viuda de
René, nuestra buena amiga Rosmery Guzmán, a quien le pedí que con el importe le
comprara al menos flores, si el monto exiguo alcanzaba para un ramo.
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