A un año, Georges
Semblanza y evocación del cantautor Georges Moustaki, uno de los grandes de la chanson francesa.
Pablo Mendieta Paz
En este mes de mayo se recuerda un año de la partida de
Georges Moustaki, uno de los mayores virtuosos de la chanson francesa. De
raíces griegas, nació en Alejandría el 3 de mayo de 1934.
Yussef Mustacchi (su verdadero nombre), fue un músico de
facetas singulares. Ya desde muy pequeño tocaba
indistintamente el acordeón, el piano, y principalmente la guitarra,
instrumento con el que concibió la mayor parte de su legado musical (300 canciones).
Fue, asimismo, un cantautor políglota que podía divulgar sus
creaciones sin esfuerzo en ocho idiomas. Ya como artista plenamente formado,
cultivó una personalidad polifacética cuyas múltiples aptitudes se habrían de
armonizar para ser cantante y escritor, poeta y compositor.
Pese a haber nacido en una familia judía asentada en Corfú -una
de las islas jónicas-, creció en un entorno multicultural en el que respiró
atmósferas tan diversas como la italiana, la árabe, la francesa, y por supuesto
la griega y la judía. No obstante, inclinó su rumbo artístico hacia puntos
determinados que lo llenaban de entusiasmo: la literatura y canción
francesas.
Fue por ello que en 1951, poco antes de cumplir 17 años, se
instaló en París y ejerció diversos trabajos que lo vincularían con la música y
con los músicos parisinos, especialmente con uno, el gran Georges Brassens,
quien lo introduciría en las noches de vida intelectual y cultural en el barrio
de Saint-Germain-des-Prés, prominente lugar de encuentro de filósofos,
escritores, actores y músicos; y donde el pensamiento existencialista
cohabitaba con el jazz en las llamadas caves (cuevas), especialmente en Le
Tabou, un local por donde pasearon su arte Boris Vian, Charlie Parker y Miles
Davis.
En 1958, ya plenamente empapado de la identidad francesa, el
joven alejandrino conoció a Édith Piaf con quien tuvo un apasionado romance que
lo llevó a escribir la letra de una de las más célebres canciones interpretadas
por la cantante, con música de Marguerite Monnot: Milord.
Aunque él prefería hablar de ella como una maestra que había
hecho conocer e inmortalizado este tema por su exaltada lírica, no pocos han
calificado a éste como un verdadero himno de amor.
Superada esa etapa, el joven Mustacchi (que muy poco tiempo
después cambiaría su apellido por Moustaki) se involucró decididamente en la
bohemia, y estrechó relación con los prodigiosos músicos de entonces: Montand,
Trenet, Salvador, Ferrat, Gainsbourg, Brel y tantos más. Escuchaba. Aprendía.
Creaba.
Sin embargo, con la insegura idea de poseer una voz de
volumen limitado, “el artista de la voz suave” no halló mejor recurso que
escribir canciones para otros, en especial para Serge Reggiani, Bárbara, Yves
Montand o Juliette Gréco, otros exquisitos de la chanson.
Les entregó títulos memorables: Ma liberté, Sarah, Ma
solitude, Votre fille a vingt ans, Il est trop tard, que pronto se convertirían
en grandes éxitos grabados en millones de memorias; y que él, luego de superar
la inseguridad que lo atormentaba, interpretaría con voz diferente, algo
azucarada, íntima y expresiva, y definitivamente magnética que lo encumbraría a
los sitios más privilegiados del canto.
Luego de la gigantesca revuelta universitaria de 1968 en
París, Moustaki se convirtió simultáneamente en heredero de ese movimiento y en
un precursor de la música originada en sus raíces y del renovado mundo que lo
atrapó.
De barba y cabellera largas, opuesto a la violencia, y
adepto a la libertad sexual, ese año escribió el mayor éxito de su carrera, Le
Métèque (El extranjero), título que le dio celebridad universal, sobre todo en
Hispanoamérica, cuya versión en castellano interpretada por él mismo le
significó la fama que tanto había anhelado
En el mismo disco de El extranjero, otro título daba una
clara idea del talento de Moustaki: Gaspard, ejemplar puesta en música de un
poema de Paul Verlaine.
Al cabo de cierto tiempo, y por un año completo, programó
colosales conciertos de jazz en la ciudad de Caen, donde actuaron afamados
artistas del género. Ahí estuvieron, entre otros, Michel Portal, Aldo Romano,
Martial Solal, y el incomparable músico argentino, el “Gato” Barbieri,
saxofonista y destacado jazzista, quien, influenciado por John Colthrane,
Pharaoh Sanders y Carlos Santana, dejó gratamente impresionado a Moustaki por
su música de tono desgarrado, notas largas y volumen elevado; al punto que
escribió para el rosarino una canción que predicaba la gigantez de la libertad.
Colmado de éxitos, encadenó a lo largo de los 70 discos y
conciertos. Viajaba constantemente a Brasil y adaptó éxitos como Aguas de Março
de Tom Jobim. Luego de recorrer sus tres historias, sus tres espacios
geográficos, Francia, el Mediterráneo y Brasil, daría vida a otros álbumes como
Sans la nommer (Sin nombrarla), una oda a la revolución permanente.
Esta oda fue creada en el Festival de la Isla de Wight,
lugar donde tuvo grato encuentro con otra figura de talla mundial, Leonard
Cohen. A Sans la nommer le siguió, en 1974, Les amis de Georges (Los amigos de
Georges), un homenaje de Moustaki a Georges Brassens, mentor y amigo de quien
adoptaría el nombre… Las últimas
producciones del bardo griego fueron Vagabond (2005), en ritmo de Bossa Nova, y
Solitaire (2008).
Georges murió el 23 de mayo de 2013 en Niza. Su cuerpo fue
inhumado en el cementerio del Père-Lachaise según la tradición judía, en el
sepulcro familiar, donde está acompañado de un lado por Alain Bashung, roquero
y actor francés-cabileño y del otro, por Édith Piaf.
En los funerales, la anciana musa de Saint-Germain des Prés,
Juliette Gréco, dijo de él: “Georges Moustaki fue un hombre exquisito, elevado,
un hombre elegante que tenía una dulzura infinita, y luego el talento”… Un
talento que lo acompañaría por todo el mundo: de Río al Olimpia de París; de
Caen al Japón; de Québec a Argelia.
El hombre de blanco y la voz sugestiva dejó un legado
imperecedero, como si hubiera entonado desde siempre Le temps de vivre (Tiempo
de vivir) o Il y avait un jardín (Había un jardín): “Yo declaro el estado de
bienestar permanente y el derecho de cada uno a todos los privilegios. Yo digo
que el sufrimiento es una cosa sacrílega, más aún si para todos hay rosas y pan
blanco”.
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