jueves, 1 de mayo de 2014

Letra Sincrónica

Por los tiempos de Felisberto Hernández


A medio siglo de su muerte, lo esencial, lo imprescindible del narrador uruguayo.


Alan Castro Riveros

El escritor y pianista uruguayo Felisberto Hernández dijo que sólo sería reconocido 50 años después de su muerte. Sin embargo, esto no es tan así. Más de un par de generaciones de lectores (desde el boom) reconocemos su fantástico aliento en la naturalidad de nuestra imaginación.
De cualquier forma, para que su predicción no cayera en saco roto, este año 2014 se han preparado homenajes públicos a Felisberto, en memoria a los 50 años de su viaje desde Montevideo al más allá, un 13 de enero de 1964.

Montevideo
Desde que leí a Felisberto Hernández el nombre de Montevideo se ha vuelto enigmático. La obra del escritor uruguayo no sólo me ha hecho ver esa ciudad portuaria, sino que me ha partido su nombre en Monte y video -por inmediata relación con el trabajo de Felisberto detrás de una pantalla de cine mudo, tocando el piano en películas a las que debía adivinarles el ritmo. Por eso me gusta pensar que el banquito en el que se sentaba el joven pianista se llamaba Montevideo.
Los relatos de Felisberto están protagonizados siempre por el mismo personaje (a quien tranquilamente podríamos llamar Felisberto Hernández). Este personaje se enreda inocentemente en escandalosas aunque inocuas aventuras citadinas. Por eso no cuesta nada imaginarlo tocando el piano detrás de las películas de Buster Keaton al principio de los años 20.
De hecho, en 1922 Felisberto Hernández era un reconocido pianista de Montevideo y ya había realizado algunas composiciones, de las cuales se sabe que fueron interpretadas detrás de la gran pantalla. No sería raro que una composición de Felisberto casara perfectamente en una película de Keaton.

Dos novelas y un gancho
Aunque es difícil llamar novelas a los relatos extensos de Felisberto Hérnandez, los llamo así sin ánimo de ofender. Y, no contento con eso, afirmo que dos de ellas son novelas de formación: Por los tiempos de Clemente Colling (1942) y El caballo perdido (1943).
Ambas novelas, una tras otra, están en el centro de los dos períodos de silencio más extensos en la obra de Felisberto. Los demás libros se llevan uno o dos años entre ellos; y en un solo caso, cinco años. Sin embargo, la novela de 1942 fue publicada 11 años después de La envenenada, mientras que la de 1943 apareció siete años antes de Nadie encendía las lámparas. De tal manera, ambas novelas forman un gancho que une dos momentos de la escritura felisbertiana. Podríamos pensar que la novela del 42 cierra la primera época y que la del 43 abre la segunda, pero es al revés.
Por otro lado, mientras una de las novelas tiene como protagonista a un maestro de piano, la otra tiene a una maestra. Entre estos dos inolvidables mentores se enfila un pianista, pero, aún más importante, entre ellos fluye el aliento de un narrador crucial en nuestras letras.

El caballo perdido
En El caballo perdido (1943) conocemos la relación entre un niño de diez años y Celina, su maestra de piano. El recuerdo de Celina viene con un mundo: un señorial salón de piano.
El niño, a lo largo de sus visitas a la maestra, crea un universo oculto en ese mismo salón: allí levanta la pollera a los sillones, pasa la mano por la garganta de la mujer de mármol, mira pasmado el retrato desde donde una novia le sonríe y un novio lo amenaza. Ese mundo, de objetos animados y secretos, de repente, se vuelve ajeno a Celina y cómplice del niño.
Sin embargo, poco después del recuerdo de un golpe que Celina le da al pupilo, el narrador detiene bruscamente sus memorias de infancia. Él lo explica así: “Tengo que hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás...”.
En mitad de la novela, y a partir de ese quiebre con la memoria, el narrador detalla las dificultades que tiene para producir recuerdos de la época de Celina. Poco a poco, todas las memorias, arrancadas apenas de un embrollo, comienzan a parecerle ajenas. Hasta que una noche, dice él, se produjo un acontecimiento extraño y sin precedentes en mi persona. Se trata de una enfermedad que tenía la condición de transformarlo en otra persona durante unas horas, en alguien que él llama socio. Tal socio está presente hasta el final de la novela y termina siendo un mundo con el que se ha hecho las paces. El pasado se hace sensible a medida que el recuerdo se hace ajeno.
El título de la novela hace eco de esta fugaz propiedad de los recuerdos. En toda la novela sólo hay una mención al caballo perdido: en su regreso a casa, junto a su abuela, el niño ve pasar a un caballo perdido.
En la extravagancia de ver un caballo perdido atisbamos la importancia de lo insignificante. Recordar, para el narrador, es asombrarse de los recuerdos. Y tal el talante que tiñe la primera época de la escritura de Felisberto: una mirada que se apodera del presente sólo en cuanto ha hecho conscientemente ajeno su azaroso pasado.

Por los tiempos de Clemente Colling
Por los tiempos de Clemente Colling (1942) es una novela protagonizada por un maestro de piano ciego, indigente y sucio -totalmente distinto a la señorial Celina. La ceguera del maestro, combinada con su extraña genialidad, marcan la visión del protagonista de la historia, un joven de 20 años que admira al maestro con tal devoción que él mismo desea ser ciego.
Esta ceguera, apenas insinuada en Por los tiempos de Clemente Colling, se desplegará completamente en los cuentos de Nadie encendía las lámparas (1950) -un título sugerente a la luz de la ceguera.
Por ejemplo, en El acomodador, un acomodador de cine adquiere luz propia en los ojos y entra de noche en casas desconocidas. En Menos Julia el protagonista se encuentra con un amigo de infancia y, al visitar su casa, descubre que su pasatiempo favorito es entrar en un túnel y adivinar rostros y objetos que palpa en la oscuridad. En El comedor oscuro un pianista toca tangos de moda hasta que cae la noche y la mujer que lo ha contratado se pierde en la penumbra.
En estos cuentos publicados justo a mitad del siglo XX tenemos la sensación de que la ceguera potencia cualquiera de los cinco sentidos –ya sea el oído en El comedor oscuro, el tacto en Menos Julia o la misma visión en El acomodador.

La sensación del presente se potencia al sumergir el mundo visible en lo oscuro. A partir de Por los tiempos de Clemente Colling el presente pide ser desconocido para ser percibido con mayor intensidad. El personaje –que podríamos llamar Felisberto Hernández– camina desde entonces en la ciudad, y allí escruta las ruinas de su propia memoria, en casas desconocidas donde se ilumina algo más remoto que la infancia.

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