Batería y media
Melómano declarado, el autor recala esta vez en su instrumento favorito, la batería…y nos invita a un estupendo viaje imaginario acompañados de bateros, bandas y géneros musicales.
Edwin Guzmán Ortiz
Dentro
el vasto repertorio de las dilecciones musicales, se trate de un cantante, agrupaciones, temas o géneros, existe otra
opción frecuente: la elección de un instrumento.
Es
decir, aquel, que de manera especial, nos toca o nos convoca. Su particular
sonido, su tesitura, halla en nuestro oído el destino perfecto. Sea el piano o
la guitarra, el violín o el charango, pero en todo caso, en medio de la
orquesta o la banda es el que nuestra caja timpánica elige como embajador
privilegiado.
Por
supuesto que el instrumento predilecto alcanza su mayor plenitud cuando es
interpretado por un músico especial. Digo: el piano Mehldau, la guitarra
Hendrix, el violín Menuhim o el charango Centellas…instrumentos consagrados por
obra y gracia de sus ejecutantes.
En
cuanto a mí -humilde caja de resonancia de esta polifónica aventura- la
elección que acometí se manifestó en la batería. Por supuesto que no es fácil
entender que los golpes, redobles, attacs y demás recursos percusivos tengan la
capacidad de producir en el oyente, un efecto similar al candor de una escala
meliflua o la crispación por un enardecido riff.
En
el fondo, el alma de ese maravilloso instrumento también con pretensiones de
absoluto, es la magia del ritmo.
Mas,
toda preferencia tiene de algún modo una genealogía. Esta -para mí- empezó en
la retreta de una banda de guerra norteamericana, en el pequeño quiosco de la
plaza 10 de febrero, que no sé por qué razón visitaba Oruro, un mediodía de
verano de los 60.
Casi
al culminar el concierto la banda se contrajo a unos seis músicos que mutaron a
un grupo de jazz, y fue ahí que este inquieto oído empezó a gravitar sobre la
performance de un músico de color que hacía maravillas con la batería.
Pero,
en realidad, cuando recibí el bautismo ritmómano con todas las de la ley, fue
en una fiesta, través del hisopo de Álvaro Córdova. A principios de los
70, aquella legendaria banda de rock
boliviano Climax visitó Oruro. Ahí tuvo el carácter de una luminosa revelación,
aquella batería Rogers, bajo el haz de una luz celeste, de la que brotaban los
golpes más exactos para un nuevo latir del corazón y que terminaron trazando la
ruta de una verdadera pasión.
Sunshine
of your love, Tales of brave Ulises o Hey Joe inundaban el espacio, y al centro
de Javier Saldías y Antonio Eguino, Álvaro oficiaba de sacerdote mayor del
ritmo a través de un cadencioso vaivén en medio de un maravilloso juego de
platillos, tontones y una síncopa que tejía una poderosa oda a la noche.
Así,
la madeja se fue desovillando sola y por lógica consecuencia fueron Ginger
Baker y Mitch Michel los sucedáneos. El primero, batero de Cream, de quién
guardo grata memoria, sobre todo de aquel concierto de despedida del grupo -video
de por medio-, en el Royal Albert Hall, donde pocas veces sentí a un
percusionista desplegar esa potencia rítmica con tal pasión e intensidad a
través de descompases y golpes enérgicos a los parches. Años después lo
reencontré en las filas del jazz, al cabo de haber realizado un prolongado
estudio sobre música de percusión africana, en Nigeria.
Por
su parte Mitch Michell, de la Hendrix Experience, con su evidente estilo
jazzero, era ineludible referente plasmando ese efecto de violentos jaspes en
los blues de aquel memorable trío.
Paulatinamente
fueron diferentes bateristas los que prodigaban a la escucha ese flujo
insospechado que es capaz de tejer la batería. Unos con mayor influencia del
blues, como John Boham de Led Zeppelin -aún me deleito con sus vibrantes solos
apenas comparables al de Mike Shierve, en el Soul Sacrifice de ese Woodstock
irreplicable. Otros, de raíz latina, como ese monstruo percusivo más nuestro:
Santana.
Sigilosamente
fue sucediendo algo previsible. El rock me fue empujando al jazz bajo el compás
de Danny Seraphine de Chicago, de Bill Bruford de King Crimson y, más que nada,
de Billy Cobham que en la Mahavishnu Orchestra, tenía una baqueta en el rock y una
más grande en el jazz, bajo el halo místico de la guitarra de John Mc
Laughin.
Momento
estelar se vivió con el baterista inglés de rock sinfónico, Carl Palmer de ELP.
Él me ayudó a entender que la batería no sólo podía cumplirse como una máquina
rítmica o un metrónomo de carne y hueso, sino que era capaz de plasmar un
sentido melódico a los temas.
¿Acaso
no ocurre esto en Romeo y Julieta,
versión electrónica de Prokokief? Después constaté que, antes, ese paso ya fue
postulado y logrado por ese virtuoso y rebelde drummer del jazz, Max Roach, forjando líneas melódicas desde
platillos y tambores, por ello sus músicos comentaban: “toca la parte del piano
en la batería”.
El
disfrutar de Gonzalo Rubalcaba en la UNEAC de La Habana aquellos 80, acompañado
por Horacio, el Negro Hernández, fue
tan o más gratificante que aquella noche, en la sala de feeling del Hotel Cristino Naranjo, cuando a un show paralelo de
Silvio Rodríguez, preferí por supuesto
la trompeta de Arturo Sandoval contrapunteada por Enrique Plá, exbatero de
Irakere.
El
latin-jazz en su vitalidad solar me transmitió la fuerza de que es capaz el
Caribe con esa exuberancia percusiva de tumbadoras, chequerés, maracas y
tambores abacuá.
Cual
resplandecientes astros, los bateristas rotan y se integran a nuevas
experiencias musicales, su bendita infidelidad les permite resonar junto a los
más diversos instrumentistas y géneros del jazz.
Sea
con Miles Davis o Chic Corea, con Stan Getz o Hiromi Uehara, con Stanley Clark
o Michel Camilo. No como simples aderezos rítmicos sino como parte esencial del
grupo, generando una verdadera revolución en el swing, multiplicando con gran
imaginación el tejido de tiempos y recreándolos en planos diversos.
Y
así como se recrea en la imaginación la melodía de una canción preferida,
también uno se transporta evocando un redoble de Dave Weckl, o disfruta con los
delicados acentos de Steve Gadd en sus metálicos Zidjian, o viaja extasiado por
la fina textura de Antonio Sánchez, acariciando las escalas de Pat
Metheny.
Al
fin y al cabo, el ritmo y su música lo pregnan todo. En tono mayor: el
big-bang, los ciclos cósmicos, el yin/yan, el estro el anestro, la respiración,
el sístole y el diástole, los rituales, la fisiología de la chakana, la vida y
la muerte.
Con
razón, Octavio Paz afirmaba que el ritmo no es filosofía, sino imagen del
mundo, es decir, aquello en que se apoyan las filosofías.
Hola MArtin, queria hacerte una consulta de esta publicacion, hay posibilidad que nos contactemos?
ResponderEliminarhola... escríbeme a marzelsan@gmail.com
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