jueves, 15 de mayo de 2014

ALTIplaneando

Batería y media


Melómano declarado, el autor recala esta vez en su instrumento favorito, la batería…y nos invita a un estupendo viaje imaginario acompañados de bateros, bandas y géneros musicales.



Edwin Guzmán Ortiz

Dentro el vasto repertorio de las dilecciones musicales, se trate de un cantante,  agrupaciones, temas o géneros, existe otra opción frecuente: la elección de un instrumento.
Es decir, aquel, que de manera especial, nos toca o nos convoca. Su particular sonido, su tesitura, halla en nuestro oído el destino perfecto. Sea el piano o la guitarra, el violín o el charango, pero en todo caso, en medio de la orquesta o la banda es el que nuestra caja timpánica elige como embajador privilegiado.
Por supuesto que el instrumento predilecto alcanza su mayor plenitud cuando es interpretado por un músico especial. Digo: el piano Mehldau, la guitarra Hendrix, el violín Menuhim o el charango Centellas…instrumentos consagrados por obra y gracia de sus ejecutantes.
En cuanto a mí -humilde caja de resonancia de esta polifónica aventura- la elección que acometí se manifestó en la batería. Por supuesto que no es fácil entender que los golpes, redobles, attacs y demás recursos percusivos tengan la capacidad de producir en el oyente, un efecto similar al candor de una escala meliflua o la crispación por un enardecido riff.
En el fondo, el alma de ese maravilloso instrumento también con pretensiones de absoluto,  es la magia del ritmo.
Mas, toda preferencia tiene de algún modo una genealogía. Esta -para mí- empezó en la retreta de una banda de guerra norteamericana, en el pequeño quiosco de la plaza 10 de febrero, que no sé por qué razón visitaba Oruro, un mediodía de verano de los 60.
Casi al culminar el concierto la banda se contrajo a unos seis músicos que mutaron a un grupo de jazz, y fue ahí que este inquieto oído empezó a gravitar sobre la performance de un músico de color que hacía maravillas con la batería.
Pero, en realidad, cuando recibí el bautismo ritmómano con todas las de la ley, fue en una fiesta, través del hisopo de Álvaro Córdova. A principios de los 70,  aquella legendaria banda de rock boliviano Climax visitó Oruro. Ahí tuvo el carácter de una luminosa revelación, aquella batería Rogers, bajo el haz de una luz celeste, de la que brotaban los golpes más exactos para un nuevo latir del corazón y que terminaron trazando la ruta de una verdadera pasión.
Sunshine of your love, Tales of brave Ulises o Hey Joe inundaban el espacio, y al centro de Javier Saldías y Antonio Eguino, Álvaro oficiaba de sacerdote mayor del ritmo a través de un cadencioso vaivén en medio de un maravilloso juego de platillos, tontones y una síncopa que tejía una poderosa oda a la noche.
Así, la madeja se fue desovillando sola y por lógica consecuencia fueron Ginger Baker y Mitch Michel los sucedáneos. El primero, batero de Cream, de quién guardo grata memoria, sobre todo de aquel concierto de despedida del grupo -video de por medio-, en el Royal Albert Hall, donde pocas veces sentí a un percusionista desplegar esa potencia rítmica con tal pasión e intensidad a través de descompases y golpes enérgicos a los parches. Años después lo reencontré en las filas del jazz, al cabo de haber realizado un prolongado estudio sobre música de percusión africana, en Nigeria.
Por su parte Mitch Michell, de la Hendrix Experience, con su evidente estilo jazzero, era ineludible referente plasmando ese efecto de violentos jaspes en los blues de aquel memorable trío.
Paulatinamente fueron diferentes bateristas los que prodigaban a la escucha ese flujo insospechado que es capaz de tejer la batería. Unos con mayor influencia del blues, como John Boham de Led Zeppelin -aún me deleito con sus vibrantes solos apenas comparables al de Mike Shierve, en el Soul Sacrifice de ese Woodstock irreplicable. Otros, de raíz latina, como ese monstruo percusivo más nuestro: Santana.
Sigilosamente fue sucediendo algo previsible. El rock me fue empujando al jazz bajo el compás de Danny Seraphine de Chicago, de Bill Bruford de King Crimson y, más que nada, de Billy Cobham que en la Mahavishnu Orchestra, tenía una baqueta en el rock y una más grande en el jazz, bajo el halo místico de la guitarra de John Mc Laughin. 
Momento estelar se vivió con el baterista inglés de rock sinfónico, Carl Palmer de ELP. Él me ayudó a entender que la batería no sólo podía cumplirse como una máquina rítmica o un metrónomo de carne y hueso, sino que era capaz de plasmar un sentido melódico a los temas.
¿Acaso no ocurre esto en Romeo y Julieta, versión electrónica de Prokokief? Después constaté que, antes, ese paso ya fue postulado y logrado por ese virtuoso y rebelde drummer del jazz, Max Roach, forjando líneas melódicas desde platillos y tambores, por ello sus músicos comentaban: “toca la parte del piano en la batería”.
El disfrutar de Gonzalo Rubalcaba en la UNEAC de La Habana aquellos 80, acompañado por Horacio, el Negro Hernández, fue tan o más gratificante que aquella noche, en la sala de feeling del Hotel Cristino Naranjo, cuando a un show paralelo de Silvio Rodríguez,  preferí por supuesto la trompeta de Arturo Sandoval contrapunteada por Enrique Plá, exbatero de Irakere.
El latin-jazz en su vitalidad solar me transmitió la fuerza de que es capaz el Caribe con esa exuberancia percusiva de tumbadoras, chequerés, maracas y tambores abacuá.
Cual resplandecientes astros, los bateristas rotan y se integran a nuevas experiencias musicales, su bendita infidelidad les permite resonar junto a los más diversos instrumentistas y géneros del jazz.
Sea con Miles Davis o Chic Corea, con Stan Getz o Hiromi Uehara, con Stanley Clark o Michel Camilo. No como simples aderezos rítmicos sino como parte esencial del grupo, generando una verdadera revolución en el swing, multiplicando con gran imaginación el tejido de tiempos y recreándolos en planos diversos.
Y así como se recrea en la imaginación la melodía de una canción preferida, también uno se transporta evocando un redoble de Dave Weckl, o disfruta con los delicados acentos de Steve Gadd en sus metálicos Zidjian, o viaja extasiado por la fina textura de Antonio Sánchez, acariciando las escalas de Pat Metheny. 
Al fin y al cabo, el ritmo y su música lo pregnan todo. En tono mayor: el big-bang, los ciclos cósmicos, el yin/yan, el estro el anestro, la respiración, el sístole y el diástole, los rituales, la fisiología de la chakana, la vida y la muerte.

Con razón, Octavio Paz afirmaba que el ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir, aquello en que se apoyan las filosofías. 

2 comentarios:

  1. Hola MArtin, queria hacerte una consulta de esta publicacion, hay posibilidad que nos contactemos?

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