jueves, 29 de mayo de 2014

Sombras nada más

En Moxos


Evocación de un reciente encuentro poético en el incomparable paisaje de la selva beniana.



 Gabriel Chávez Casazola

Debemos “volver a la vieja idea del río como centro de uno mismo. El río anda dentro de sí, con la libertad de quien nada demanda. El poema también navega por dentro de su propio silencio, (…) el silencio es el gran poema que se desea escribir”, escribe el argentino César Bisso, citado por Homero Carvalho en su reciente antología de poesía beniana La poética de las aguas.
Acaso yendo a buscar nuestro propio centro o nuestro propio silencio, aguas adentro o cielos arriba del río, navegamos los poetas hacia San Ignacio de Moxos, esa vieja utopía jesuita, otrora parte de la cultura paititiana, que ha sobrevivido a la selva y a la inundación que siempre regresa, elevándose sobre los siglos como las voces de sus hijas e hijos cuando entonan los antiguos cantos misionales, notas tendidas a Dios en esas dos lenguas de sabor arcano: el latín y el mojeño ignaciano.
La cita en la patria de las aguas -el Beni donde alguna vez resucité, como le gusta recordar al poeta Oscar Gutiérrez- fue urdida por la gestora y escritora Claudia Vaca, motor incesante de programas culturales en Santa Cruz, que ahora ha elegido dedicar parte su tiempo y su vida a San Ignacio. 
Allí, por cierto, existe una sólida infraestructura cultural -impulsada por la cooperación española y por personas individualmente comprometidas con sus proyectos, como María Luisa Tejera o Raquel Maldonado- que ya quisieran para sí algunos barrios y hasta algunas ciudades capitales: una estupenda y actualizada biblioteca, con talleres y grupos de lectura muy activos, y una escuela de música donde los bajones mojeños y los violines europeos, en manos de los ignacianos del siglo XXI, suenan a paraíso perdido y hallado.
“Es como si estuvieras en aquella escena de La Misión en que el visitador enviado desde Roma entra a la iglesia y se escuchan los coros guaraníes”, me dijo un amigo. Tenía razón. En realidad, entrar al auditorio de esa escuela de música, que semeja un templo, es como internarse en el río del tiempo. Es decir, en busca de nuestro propio silencio. O de nuestra voz, encantada por el jichi de las aguas de la laguna Isireri, donde dijimos poemas en canoa al ponerse el sol, ese sol rojo y magnífico que ilumina la Amazonia, la más vasta región y a la par la más escondida de Bolivia. 
Ese encanto, esa fascinación, nos acompañó y rodeó nuestras lecturas públicas -recuerdo en este momento a Jessica Freudenthal y su poema sobre la familia que es como un relámpago en el árbol; la delicada escritura de Aníbal Crespo y Alejandra Barbery o la emoción caudalosa de Selva Velarde- signadas por el contrapunto con esos instrumentos y aquellas lenguas que el tiempo no ha podido abolir.
Éramos poetas de muchas regiones del país y la mayoría de ellos no había conocido antes el Beni profundo, ese país de poetas y de lluvias. Reunidos en el Festival de Poesía Amazónica en San Ignacio de Moxos, presentamos libros, nos encontramos con estudiantes, jóvenes y adultos que habían estudiado y leído con detenimiento nuestra poesía; y, sobre todo, nos reencontramos con nosotros mismos, purificados por las aguas, sabiendo, como dice Carvalho, que “Más allá / del poema / está el río / y más allá del río / está el alma del poema / de donde nace el río”.


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