En Moxos
Evocación de un reciente encuentro poético en el incomparable paisaje de la selva beniana.
Gabriel Chávez
Casazola
Debemos “volver a
la vieja idea del río como centro de uno mismo. El río anda dentro de sí, con
la libertad de quien nada demanda. El poema también navega por dentro de su
propio silencio, (…) el silencio es el gran poema que se desea escribir”,
escribe el argentino César Bisso, citado por Homero Carvalho en su reciente
antología de poesía beniana La poética de
las aguas.
Acaso yendo a
buscar nuestro propio centro o nuestro propio silencio, aguas adentro o cielos
arriba del río, navegamos los poetas hacia San Ignacio de Moxos, esa vieja
utopía jesuita, otrora parte de la cultura paititiana, que ha sobrevivido a la
selva y a la inundación que siempre regresa, elevándose sobre los siglos como
las voces de sus hijas e hijos cuando entonan los antiguos cantos misionales,
notas tendidas a Dios en esas dos lenguas de sabor arcano: el latín y el mojeño
ignaciano.
La cita en la patria de las aguas -el Beni donde
alguna vez resucité, como le gusta recordar al poeta Oscar Gutiérrez- fue
urdida por la gestora y escritora Claudia Vaca, motor incesante de programas
culturales en Santa Cruz, que ahora ha elegido dedicar parte su tiempo y su
vida a San Ignacio.
Allí, por cierto,
existe una sólida infraestructura cultural -impulsada por la cooperación
española y por personas individualmente comprometidas con sus proyectos, como
María Luisa Tejera o Raquel Maldonado- que ya quisieran para sí algunos barrios
y hasta algunas ciudades capitales: una estupenda y actualizada biblioteca, con
talleres y grupos de lectura muy activos, y una escuela de música donde los
bajones mojeños y los violines europeos, en manos de los ignacianos del siglo
XXI, suenan a paraíso perdido y hallado.
“Es como si
estuvieras en aquella escena de La Misión
en que el visitador enviado desde Roma entra a la iglesia y se escuchan los
coros guaraníes”, me dijo un amigo. Tenía razón. En realidad, entrar al
auditorio de esa escuela de música, que semeja un templo, es como internarse en
el río del tiempo. Es decir, en busca de nuestro propio silencio. O de nuestra
voz, encantada por el jichi de las
aguas de la laguna Isireri, donde dijimos poemas en canoa al ponerse el sol,
ese sol rojo y magnífico que ilumina la Amazonia, la más vasta región y a la
par la más escondida de Bolivia.
Ese encanto, esa
fascinación, nos acompañó y rodeó nuestras lecturas públicas -recuerdo en este
momento a Jessica Freudenthal y su poema sobre la familia que es como un
relámpago en el árbol; la delicada escritura de Aníbal Crespo y Alejandra
Barbery o la emoción caudalosa de Selva Velarde- signadas por el contrapunto
con esos instrumentos y aquellas lenguas que el tiempo no ha podido abolir.
Éramos poetas de
muchas regiones del país y la mayoría de ellos no había conocido antes el Beni
profundo, ese país de poetas y de lluvias. Reunidos en el Festival de Poesía
Amazónica en San Ignacio de Moxos, presentamos libros, nos encontramos con
estudiantes, jóvenes y adultos que habían estudiado y leído con detenimiento nuestra
poesía; y, sobre todo, nos reencontramos con nosotros mismos, purificados por
las aguas, sabiendo, como dice Carvalho, que “Más allá / del poema / está el río / y más allá del río / está el alma
del poema / de donde nace el río”.
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