La fiesta de la cruz
De estrellas, constelaciones, germinaciones, transformaciones, y algunos rituales y ceremonias andinas.
Juan
Pablo Piñeiro
El
padre de una amiga es un cervecero experto y una me vez me contó algo sobre el
proceso de fabricación de esta bebida que me dejó pensando varios días. Yo le
había preguntado por la diferencia entre malta y cebada, pero no esperaba que
la respuesta que me dio se pueda aplicar a otras dimensiones de la vida.
Lo
que yo no sabía es que la cebada se podía convertir en malta, es decir que la
malta no es otra cosa que cebada “malteada”. El azúcar necesario para la
fermentación de la bebida proviene del almidón que se encuentra en el corazón
del cereal.
En
su estado natural este almidón está protegido por la misma semilla y no se
puede acceder a él empleando técnicas mecánicas ni utilizando ningún tipo de levadura.
Para acceder a este almidón se necesita que la semilla germine. Para eso la
depositan en tanques de agua, a determinada temperatura y durante un par de
días. Entonces se produce el milagro, pues las enzimas necesarias para que el
almidón se convierta en azúcar provienen de la misma semilla.
Siempre
estuvieron allí pero se puede acceder a ellas solamente si el cereal comienza a
germinar. Esta cebada que comienza a germinar es lo que se conoce como malta y
esta malta es lo que se usa para fabricar cerveza.
¡Cómo
no quedarse seco con la respuesta! ¡Si en la vida sucede lo mismo! Es decir que
las fuerzas que necesitamos para crecer, las luces que deben brillar para
transformarnos, están dentro de nosotros. Todo lo que necesitamos está dentro
de nosotros. El secreto está en entender que para acceder a estas enzimas
internas tenemos que germinar.
La
cosa es que mi padre está germinando últimamente. Está germinando una vez más.
Es ingeniero y hace más de diez años fue elegido para diseñar y construir la estructura
que trasladó al monolito Pachamama desde Miraflores hasta el lugar donde
pertenece.
Aquella
jornada la gente arremolinada alrededor de la obra gritaba “hora” mientras mi
padre y los siete obreros de hierro que siempre lo acompañaban trabajan inmutables.
Llevaban más de tres días sin dormir. No podía fallar nada. Finalmente si a un
ingeniero se le cae un edificio, termina en la cárcel de por vida, pero qué
pasaba si a él se le caía aquel testimonio milenario de la luz de la humanidad.
No había cárcel que valga.
Gracias
a Dios, los achachilas dieron su bendición y el monolito retornó auspiciado por
una ligera llovizna que acompañaba los festejos en el altiplano.
Gracias
a mi padre supe de Tiwanaku. Gracias a él comencé a presentir que existe un mundo
luminoso que convive con aquel mundo al que estaba acostumbrado a vivir.
Hay
una manera de ser, humilde y silenciosa, que nos habita y que pertenece a la
tradición de los Andes. Una noche los
encargados del proyecto invitaron a mi padre a una ceremonia para pedir permiso
para el traslado. Apareció un anciano. El tata Pedro. El anciano ejecutó una
sencilla y poderosa ceremonia. Una consulta verdaderamente importante. Los achachilas
respondieron que el monolito volvería en una cinta de plata. Pasaron años para
que el monolito efectivamente sea trasladado, había que esperar la cinta de
plata, había que esperar que se asfalte la carretera. Esa noche, después de la
ceremonia, el tata los llevó a mirar las estrellas.
Quizás
todo eso es lo que está germinando en mi padre ahora. Obviamente sin ninguna
pretensión de su parte. Simplemente está ejerciendo el humilde derecho que
tiene cualquier persona de entablar una relación personal con el misterio.
Hace
un tiempo ha vuelto a obsesionarse con Tiwanaku y con los ojos que tenían
aquellos hombres para mirar las estrellas. Para el equinoccio de otoño
estuvimos en la ciudad sagrada y hace poco pasamos la fiesta de la cruz en la
parte más alta del mirador de LLoco LLoco.
Mi
padre preparó el viaje por semanas. En verdad preparó un policopiado con un
resumen de todo lo que estaba leyendo e investigando sobre el firmamento
andino. A todos los que participamos de la maravillosa travesía nos regaló una
copia en la reunión que hicimos la víspera del tres de mayo.
En
el policopiado dibujó una cruz cuadrada con las proporciones de la chakana y en
esa cruz situó los tiempos estelares que se viven en los Andes. Con claridad
entendimos que el tiempo al igual que el espacio se puede dividir en cuatro.
Los tiempos solares andinos se oponen y forman una cruz. Los solsticios y los
equinoccios configuran esa trama.
Pero
durante este recorrido del sol se producen otros eventos importantes en las
estrellas, las fiestas de la chakana. Son cuatro también: la fiesta de la cruz,
la fiesta de la Pachamama en agosto, la fiesta de los difuntos y la Anata.
En
la fiesta de los difuntos, por ejemplo, aparece en el firmamento la
constelación andina conocida como la puerta del Mankapacha. Es decir que para que
retornen nuestros muertos primero se debe abrir la puerta que está en las
estrellas.
Como
dije, no existe pretensión alguna por parte de mi padre en la organización de
esta travesía, simplemente la motivación de ir a ver las estrellas con los
amigos. Seguramente el policopiado tiene muchos datos imprecisos. Quizás nadie
pueda decir algo preciso sobre Tiwanaku. Quizás los que sí pueden prefieren
guardar silencio.
Lo
maravilloso fue que pasamos la fiesta de la cruz en el mirador de Lloco lloco
contemplando la chakana, los planetas y las constelaciones del firmamento.
Descubriendo a Marte, a Júpiter, a Saturno, a Cannopues a Sirio y a Alpha
Centauro. Mirando de frente los ojos de la llama y la proporción de la cruz del
sur.
Lo
maravilloso fue que germinamos con las estrellas, porque pudimos entender un
poco mejor la dicha de un pueblo que vive en correspondencia con los tiempos
que nacen de las estrellas. Afirmando en la tierra lo que está en el cielo.
Entendimos
que no somos nosotros quienes miramos las estrellas. El que las mira es un
hombre milenario. EL hombre que siempre estuvo presente en todos los hombres.
El que habita el corazón de las semillas y aparece cuando el firmamento se
transforma.
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