jueves, 8 de mayo de 2014

Patio interior

Pensamiento y poesía

Heidegger, Char… Heráclito o Holderlin, la compleja relación entre filosofía y arte poética.


Juan Cristóbal Mac lean E.

Las relaciones entre filosofía y poesía nunca han sido claras. Hacen recuerdo, demasiado, a las riñas entre vecinos. A la hora de confrontar la una con la otra, sin embargo, encontramos tanto a partidarios de una fundamental desavenencia entre ambas como a otros que, más bien, quieren verlas hermanadas, cada una de ellas emergiendo de la otra.
En cuanto a los primeros, baste recordar el aserto con que se inicia el discurso de recepción del Premio Nobel del gran poeta italiano Salvatore Quasimodo: “Los filósofos, enemigos naturales de los poetas...” 
En las antípodas de una afirmación tal, y refiriéndonos al caso más visible está, casi no es necesario decirlo, Heidegger, o el último Heidegger, el de Denken und Dichten, para quien la vecindad de poesía y pensamiento es esencial.
La vuelta (Kehre) del filósofo, puede ser entrevista, también, como un movimiento de retorno. ¿A dónde? A la poesía. Y está, al mismo tiempo, la voluntad de abandonar la filosofía, cuyo lenguaje, cuyos supuestos o presupuestos, están en ruinas. De ahí el Heidegger totalmente vuelto, de la mano de Holderlin, a la luz de la poesía. Para él es la palabra presocrática la que más propiamente aguarda, guarda, el origen de alborada y de desconocido en el pensamiento. Esa palabra -sea la de Heráclito- está en consonancia con lo que late al fondo, que además ni explica ni formula: no filosofa.
En cuanto a la sospecha de que poesía y pensamiento tuvieran un origen común en el fondo de los tiempos, rastreable todavía en algunos presocráticos, lo cierto es que nos llega, desde otro lado, la violencia serena de otra confirmación. Ese otro lado es el país, es el campo, de René Char, el gran poeta que es también un poeta de la poesía y en el que la poesía se piensa a sí misma, en consonancia con otro saber o comprender.
En 1966, y gracias a los oficios de Jean Beauffret, Heidegger y Char se encontraron, trataron de aproximarse el uno al otro y ambos anduvieron juntos por “el camino de Cézanne”. En algunas de las visitas que hizo Heidegger a la Provenza francesa, y de donde salieron los famosos “seminarios de Thor”, el poeta y el filósofo caminaron por la famosa Provenza francesa. Chiquito uno, con ojos de zorro, y enorme el otro, con ojos de cielo nublado.
Malicioso, por su parte George Steiner se mantiene escéptico sobre el grado de comprensión mutua que se hubiera dado entre ambos, pues aparte de ciertas coincidencias, el “hedonismo epicúreo de Char, no tenía nada en común con la visión heideggeriana del Dasein”.
El hecho es, en todo caso, que pasaron días de animadas conversaciones y caminatas, aunque ninguno de los dos supiera el idioma del otro y debieran apelar todo el tiempo a los amigos (Beauffret, Fedier) para que hagan de traductores.
Heidegger habría de dedicarle a Char, luego, una serie de poemas (Gedachtes, traducidos por Beauffret y Fédier como Pensivement, Pensativamente –traducción poco convincente). Uno de los poemas, titulado Cézanne, termina preguntándose: “¿Se abre aquí un sendero que llevaría a una común presencia del poema y el pensamiento?” Que tal frase aparezca en un poema dedicado a Char no es vano ni gratuito. A todo lo largo la obra de éste, en efecto, se abre, insiste, martilla, el pensamiento sobre la poesía, el poema, el poeta.
Ya lo había percibido muy bien Maurice Blanchot, hablando de Char: “…su poesía es revelación de la poesía y, como lo dice Heidegger de Holderlin, poema de la esencia del poema”.
Las innumerables sentencias, asertos, aforismos sobre el “oficio de punta” que recorren la obra de Char no son nunca meras declaraciones, definiciones, acotaciones, puntualizaciones. Más bien se trata, cada vez, de una vibración que acoge, de un lugar que brota de sí mismo y tanto se entrega a la tensión alta que lo funda como lo ofrece a una dulzura violenta; altivamente paciente, irremediablemente generosa, incesante vuelve la palabra inapelable y de reino destruido, a veces oracular, dolorosamente erguida, tomando a su cargo árboles, ríos o pájaros; ajena a toda tregua, se pregunta o más bien se hiere, se salva o dictamina, otra vez: ¿qué es la poesía?
Pasando las páginas por los libros de Char, el lector se encuentra todo el tiempo con los poemas, aforismos o sentencias que indagan sobre el lugar de la poesía. Podemos hacer una mini antología, algo caprichosa, según aparecen esos fragmentos, algunos muy conocidos (traducción nuestra):

“En poesía, se habita sólo en el lugar que se abandona, se crea sólo la obra de la cual uno se distancia, se obtiene la duración sólo con la entrega del tiempo”.
“A cada desmoronamiento de pruebas, el poeta responde con una salva de porvenir”.
“Mi oficio es oficio de punta”.
“El poema es el amor realizado del deseo que sigue siendo deseo”.
“La poesía es, de todas las aguas claras, la que menos se tarda en el reflejo de sus puentes”.
“El poeta transforma indiferentemente la derrota en victoria, la victoria en derrota, emperador prenatal sólo preocupado por la cosecha de lo azul”.
“La poesía vive de insomnio perpetuo”.
“Mago de la inseguridad, el poeta sólo tiene satisfacciones adoptivas. Ceniza siempre inacabada”.

Ahora bien, nos habíamos referido antes al hecho de que Heidegger señaló, y puntualmente, ese momento previo, anterior a la filosofía, en el que pensar y poetizar surgían de una misma fuente.
Sabemos, por otra parte, del hondo parentesco entre Char y Heráclito, el “genio orgulloso, estable y ansioso”. La mención y los homenajes al hombre de Éfeso también son constantes en su obra.
Y es justamente a partir de esa relación entre ambos, que Blanchot escribe las deslumbrantes páginas de La bete de Lascaux, dedicadas a Char. Observa, de entrada, cómo Sócrates-Platón desconfían de la palabra escrita y la palabra oracular, que estaban ahí más no respondían, no daban fe de un alguien. Escritura mal habida.
Pero cuidado, pues lo que se diga contra la escritura también serviría para “desacreditar la palabra recitada del himno, allá donde el recitante, sea el poeta o el eco del poeta, no es sino el órgano irresponsable de un lenguaje que lo sobrepasa infinitamente”.
Se está aquí cerca de una palabra sagrada que “no tiene autor, no tiene origen y, por eso, reenvía a algo más original”. Decir que algo “reenvía” es también una forma de decir que indica, que es lo que hace, siguiendo a Heráclito, el oráculo: “El Señor cuyo oráculo está en Delfos, no expresa ni disimula nada, pero indica”. Y, como la del Señor de Delfos, la del poeta (Char en este caso) es “la voz que nada ha dicho todavía, que se despierta y despierta”, mientras lo que la ilumina acentúa lo oscuro.
Y de ahí la frase absoluta: “El relámpago me dura”. Esa duración del relámpago, ajena a las costumbres representativas o semánticas del lenguaje, alojada en la sutura antepredicativa de la palabra hablante (Merleau-Ponty), es la que ilumina lo dicho y es el abismo propio de lo arrancado a lo decible -el poema. ¿Se canta lo que ilumina, se piensa en el abismo? ¿Son ajenos ambos movimientos? A veces no, dice Blanchot, cuando se fija en el “aeda errante”, Jenofonte, que iba por doquier cantando, y era el caso que su palabra rehusaba dioses y leyendas, sigue Blanchot, y quienes lo escuchaban “asistían a este acontecimiento muy extraño: el nacimiento de la filosofía en el poema”.
¿Pero qué poema? ¿Cuál filosofía? ¿Y cómo se divorciaron luego? Las preguntas no acaban.





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