Pensamiento y poesía
Heidegger, Char… Heráclito o Holderlin, la compleja relación entre filosofía y arte poética.
Juan Cristóbal Mac lean E.
Las relaciones entre filosofía y poesía nunca han sido
claras. Hacen recuerdo, demasiado, a las riñas entre vecinos. A la hora de
confrontar la una con la otra, sin embargo, encontramos tanto a partidarios de
una fundamental desavenencia entre ambas como a otros que, más bien, quieren
verlas hermanadas, cada una de ellas emergiendo de la otra.
En cuanto a los primeros, baste recordar el aserto con que
se inicia el discurso de recepción del Premio Nobel del gran poeta italiano
Salvatore Quasimodo: “Los filósofos, enemigos naturales de los poetas...”
En las antípodas de una afirmación tal, y refiriéndonos al
caso más visible está, casi no es necesario decirlo, Heidegger, o el último
Heidegger, el de Denken und Dichten,
para quien la vecindad de poesía y pensamiento es esencial.
La vuelta (Kehre) del filósofo, puede ser entrevista,
también, como un movimiento de retorno. ¿A dónde? A la poesía. Y está, al mismo
tiempo, la voluntad de abandonar la filosofía, cuyo lenguaje, cuyos supuestos o
presupuestos, están en ruinas. De ahí el Heidegger totalmente vuelto, de la
mano de Holderlin, a la luz de la poesía. Para él es la palabra presocrática la
que más propiamente aguarda, guarda, el origen de alborada y de desconocido en
el pensamiento. Esa palabra -sea la de Heráclito- está en consonancia con lo
que late al fondo, que además ni explica ni formula: no filosofa.
En cuanto a la sospecha de que poesía y pensamiento tuvieran
un origen común en el fondo de los tiempos, rastreable todavía en algunos
presocráticos, lo cierto es que nos llega, desde otro lado, la violencia serena
de otra confirmación. Ese otro lado es el país, es el campo, de René Char, el
gran poeta que es también un poeta de la poesía y en el que la poesía se piensa
a sí misma, en consonancia con otro saber o comprender.
En 1966, y gracias a los oficios de Jean Beauffret,
Heidegger y Char se encontraron, trataron de aproximarse el uno al otro y ambos
anduvieron juntos por “el camino de Cézanne”. En algunas de las visitas que
hizo Heidegger a la Provenza francesa, y de donde salieron los famosos
“seminarios de Thor”, el poeta y el filósofo caminaron por la famosa Provenza
francesa. Chiquito uno, con ojos de zorro, y enorme el otro, con ojos de cielo
nublado.
Malicioso, por su parte George Steiner se mantiene escéptico
sobre el grado de comprensión mutua que se hubiera dado entre ambos, pues
aparte de ciertas coincidencias, el “hedonismo epicúreo de Char, no tenía nada
en común con la visión heideggeriana del Dasein”.
El hecho es, en todo caso, que pasaron días de animadas
conversaciones y caminatas, aunque ninguno de los dos supiera el idioma del
otro y debieran apelar todo el tiempo a los amigos (Beauffret, Fedier) para que
hagan de traductores.
Heidegger habría de dedicarle a Char, luego, una serie de
poemas (Gedachtes, traducidos por
Beauffret y Fédier como Pensivement,
Pensativamente –traducción poco convincente). Uno de los poemas, titulado
Cézanne, termina preguntándose: “¿Se abre aquí un sendero que llevaría a una
común presencia del poema y el pensamiento?” Que tal frase aparezca en un poema
dedicado a Char no es vano ni gratuito. A todo lo largo la obra de éste, en
efecto, se abre, insiste, martilla, el pensamiento sobre la poesía, el poema,
el poeta.
Ya lo había percibido muy bien Maurice Blanchot, hablando de
Char: “…su poesía es revelación de la poesía y, como lo dice Heidegger de
Holderlin, poema de la esencia del poema”.
Las innumerables sentencias, asertos, aforismos sobre el
“oficio de punta” que recorren la obra de Char no son nunca meras
declaraciones, definiciones, acotaciones, puntualizaciones. Más bien se trata,
cada vez, de una vibración que acoge, de un lugar que brota de sí mismo y tanto
se entrega a la tensión alta que lo funda como lo ofrece a una dulzura
violenta; altivamente paciente, irremediablemente generosa, incesante vuelve la
palabra inapelable y de reino destruido, a veces oracular, dolorosamente
erguida, tomando a su cargo árboles, ríos o pájaros; ajena a toda tregua, se
pregunta o más bien se hiere, se salva o dictamina, otra vez: ¿qué es la
poesía?
Pasando las páginas por los libros de Char, el lector se
encuentra todo el tiempo con los poemas, aforismos o sentencias que indagan
sobre el lugar de la poesía. Podemos hacer una mini antología, algo caprichosa,
según aparecen esos fragmentos, algunos muy conocidos (traducción nuestra):
“En poesía, se habita sólo en el lugar que se abandona, se
crea sólo la obra de la cual uno se distancia, se obtiene la duración sólo con
la entrega del tiempo”.
“A cada desmoronamiento de pruebas, el poeta responde con
una salva de porvenir”.
“Mi oficio es oficio de punta”.
“El poema es el amor realizado del deseo que sigue siendo
deseo”.
“La poesía es, de todas las aguas claras, la que menos se
tarda en el reflejo de sus puentes”.
“El poeta transforma indiferentemente la derrota en
victoria, la victoria en derrota, emperador prenatal sólo preocupado por la
cosecha de lo azul”.
“La poesía vive de insomnio perpetuo”.
“Mago de la inseguridad, el poeta sólo tiene satisfacciones
adoptivas. Ceniza siempre inacabada”.
Ahora bien, nos habíamos referido antes al hecho de que
Heidegger señaló, y puntualmente, ese momento previo, anterior a la filosofía,
en el que pensar y poetizar surgían de una misma fuente.
Sabemos, por otra parte, del hondo parentesco entre Char y
Heráclito, el “genio orgulloso, estable y ansioso”. La mención y los homenajes
al hombre de Éfeso también son constantes en su obra.
Y es justamente a partir de esa relación entre ambos, que
Blanchot escribe las deslumbrantes páginas de La bete de Lascaux, dedicadas a Char. Observa, de entrada, cómo
Sócrates-Platón desconfían de la palabra escrita y la palabra oracular, que
estaban ahí más no respondían, no daban fe de un alguien. Escritura mal habida.
Pero cuidado, pues lo que se diga contra la escritura
también serviría para “desacreditar la palabra recitada del himno, allá donde
el recitante, sea el poeta o el eco del poeta, no es sino el órgano
irresponsable de un lenguaje que lo sobrepasa infinitamente”.
Se está aquí cerca de una palabra sagrada que “no tiene
autor, no tiene origen y, por eso, reenvía a algo más original”. Decir que algo
“reenvía” es también una forma de decir que indica, que es lo que hace,
siguiendo a Heráclito, el oráculo: “El Señor cuyo oráculo está en Delfos, no
expresa ni disimula nada, pero indica”. Y, como la del Señor de Delfos, la del
poeta (Char en este caso) es “la voz que nada ha dicho todavía, que se despierta
y despierta”, mientras lo que la ilumina acentúa lo oscuro.
Y de ahí la frase absoluta: “El relámpago me dura”. Esa
duración del relámpago, ajena a las costumbres representativas o semánticas del
lenguaje, alojada en la sutura antepredicativa de la palabra hablante
(Merleau-Ponty), es la que ilumina lo dicho y es el abismo propio de lo
arrancado a lo decible -el poema. ¿Se canta lo que ilumina, se piensa en el
abismo? ¿Son ajenos ambos movimientos? A veces no, dice Blanchot, cuando se
fija en el “aeda errante”, Jenofonte, que iba por doquier cantando, y era el
caso que su palabra rehusaba dioses y leyendas, sigue Blanchot, y quienes lo
escuchaban “asistían a este acontecimiento muy extraño: el nacimiento de la
filosofía en el poema”.
¿Pero qué poema? ¿Cuál filosofía? ¿Y cómo se divorciaron
luego? Las preguntas no acaban.
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