De antros y lánguidas muchachas
De García Márquez a Víctor Hugo Viscarra. Un manifiesto, una reafirmación por si las dudas y para que quede todo claro.
Manuel
Vargas
Estoy
perdido. Ya no quiero escribir para los niños porque me salen muchas malas
palabras. Y entonces vienen los padres y los profesores de literatura y me
quieren crucificar.
¿Qué
significa la palabra educación? Sólo a García Márquez se le perdona que haya
escrito al final de una de sus novelas la palabra mierda… Ah, ahora ya sé de lo
que voy a escribir. Me volveré un criticón.
“Padre y maestro mágico/ liróforo celeste…”.
Con estos dos versos de Rubén Darío (dedicados a Paul Verlaine) nos sorprendía
mi profesor de literatura española, allá por los años 70, cuando el boom de la
novela latinoamericana estaba en su auge.
De
entrada, estos versos no eran tan sencillos. Pero el tiempo y las aguas pasan
sin misericordia. El “maestro mágico” ya no es Paul Verlaine, sino Gabriel
García Márquez, nuestro padre, el nuevo “liróforo celeste”. Porque ahora
resulta que todos (¡hasta los escritores bolivianos!) habían sido realistas
mágicos y amigos de confianza de un tal Gabo, el cual es conocido tanto en
serio como en sirio, según las no menos mágicas palabras del finado orate Neftalí
Morón de los Robles.
¿No
era que ya habíamos superado esta corriente a través de McHondo y con el
realismo sucio y otras lindezas literarias goteadas del Imperio, como le gusta
decir a don Juan Evo Morales Ayma, desplazado guía espiritual de la humanidad?
No
señor. El Gabo es dios mismo, de Tokio a Aracataca, de Estocolmo a Huasacañada.
O sea que, politicastros, santones nativos, guías de la humanidad, estrellas
del pop y del balompié, ¡a abstenerse se dijo! En vano desde el Vaticano
nombran nuevos santos con el uso y abuso de los medios del demonio. Mañana,
santos y santones desaparecerán de nuestra memoria como las nubes batidas por
el viento, y sólo quedará el Gabo.
¿Quién
dijo humildad? Pues, entonces no escriban, no se pinten, no respondan a los
cuestionarios, no hagan bulla mediática, desaparezcan del mapa. Y dejen morir
en paz a los muertos.
Cuántos
aprendices de brujos estarán verdes de envidia. El cuento loco que nunca
escribió Gabriel García Márquez se está volviendo exageradamente real. Ay, de
lo que es capaz la muerte. ¿Y qué se hizo de mi novelita intimista y policial,
de ficción científica y neoandina y neo universal y light? Chau, París, adiós
Madrid y Londres. Ahora todos somos mágicos y hasta la provincia no es mala
palabra.
Yo
mismo en un periódico cruceño, conté cómo, recién llegado del poblao, me topé con las palabras de este
gran señor que ahora está en todas las pantallas y dije no, esto es peor que el
surazo, su estilo es demasiado pegajoso y me puede hacer añicos.
¿Cuántas
veces leí Cien años de soledad sin
aburrirme? ¿Cómo me reí junto a la Cándida Eréndira y su abuela desalmada? Y no
tuve refugio ni en Julio Cortázar ni en Jaime Sáenz porque me parecían
demasiado inteligentes o fríos, y fue una gran suerte que encontré un mejor
antídoto: me puso en mi sitio un viejito llamado simplemente Azorín, y me
despertó de mis pesadillas un tal Franz Kafka. En otras palabras, me tuve que
abrazar a un palo bien plantado en la tierra para que el surazo de Macondo no
me revuelque y anule para siempre.
Pero
todo pasa, y mañana será otro día. El mundo es más prosaico y en el lugar menos
pensado de la ciudad y hasta las caminos, puedo observar a jovencitas muy
leídas y a muchachos de la nueva era, leyendo… ¡libros fotocopiados de Víctor
Hugo Viscarra! (El mismísimo Jaime Sáenz no ha llegado ni llegará nunca a esos
niveles en su propia ciudad de La Paz).
Tenemos
best sellers nativos, y esto también es moda, señores. Y la tendremos para
rato. Motivos y razones están más allá de mi entendimiento.
Y
cómo son las cosas. A un doctor de tierra adentro se le ha ocurrido decir, en
más de un medio impreso, que Viscarra no existe. Que quien “se los escribió”
sus libros es un casi desconocido Manuel Vargas, su callado editor. Pero yo no
le respondí al tiro para que no crezca el escándalo (o el nombre de ese asiduo
lector de páginas amarillas venido a comentarista).
Todo
esto es muy contradictorio, seguramente como todo texto abogadil. Dicen, por un
lado, que Viscarra es un mal escritor, y un impostor. ¿Y si es que yo “corregí”
sus libros, por eso llegó a ciertos niveles de aceptación del público? ¿Pero como
es al mismo tiempo malo, en realidad soy yo el mal escritor? Ya me estoy
poniendo susceptible.
Lo
que sí puedo decir, es que hoy por hoy me declaro un escritor real y maravilloso
y por lo tanto no me especializo en antros. (Para los turistas: Viscarra se
decía antropólogo porque muy bien se desenvolvía en los antros de La Paz y de
Cochabamba).
Y
siempre dije (y esto ya va en serio y no en sirio) que si Viscarra tiene un
valor que nadie le puede discutir, es que sus libros son auténticos (aunque seguro
que, tras las críticas ya señaladas, esto les parecerá chistoso). Auténticos
porque, a diferencia de muchos de sus colegas, él escribía de lo que sabía y de
lo que vivió, y no “sacaba” los temas de sus bolsillos o de sus elevadas
lecturas.
¿Pero
quién puede creer esto sino solamente sus lánguidas fans adolescentes venidas
de Chile o de Sopocachi, y los flacos y nuevos lectores de los oscuros y fríos pasillos
urbanos?
No
niego que con Viscarra yo hice el trabajo de editor, hasta creo que me pasé de
delicado, pues nunca me metí en su estilo y en sus cosas más allá de lo
permitido. Y no sólo fui yo, sino otros lectores contratados por editorial
Correveidile, quienes me colaboraron en este cometido. Los libros no salen como
las hamburguesas, señores (y con esto no aludo a nadie).
Finalmente,
y para mi descargo, puedo decir que también hice labor de editor (dentro o
fuera de mi cuasi finada editorial) con otros autores, pero ellos no llegaron a
la fama como el Víctor Hugo. Lo que quiere decir que no es por mi prolijo trabajo,
sino por los pocos o muchos méritos de los mismos autores, el que lleguen a ser
relativamente conocidos y respetados.
Punto
aparte. Nunca más hablaré del asunto. Nunca más me quejaré de los libros
piratas (es que somos muy pobres), de los males de la educación infantil-policial
(que anda buscando las malas palabras para castigarnos) y nunca más editaré
esos libros tan verdaderos. Porque el tiempo es oro para nosotros los achachis.
Con
esto, distinguidos lectores virtuales, ya puedo volverme a mi escuela mágica y
contemplativa. No me interesa el realismo mítico, como el que un escritor no
pueda beber y escribir bien a un tiempo. Tampoco el realismo sucio ni el
crítico. Ni me devanaré los sesos buscando el por qué los bolivianos no tenemos
un Premio Nobel. Hay que escribir, hay que gozar leyendo. Pronto nos llegará el
gran premio de la muerte.
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