jueves, 15 de mayo de 2014

Sombras nada más

Huerta: todas las ciudades la ciudad


El autor reproduce acá parte de su ponencia sobre el poeta Efraín Huerta, leída en un reciente evento literario en Tabasco.



Gabriel Chávez Casazola

¿Qué país, qué territorio vive uno?
Efraín Huerta, Avenida Juárez


Los organizadores del conocido Encuentro Internacional de Poesía de Tabasco, que lleva el nombre de Carlos Pellicer y se realiza en su homenaje en Villahermosa, quisieron recordar y repensar este año también a Octavio Paz y Efraín Huerta en sus centenarios natales.
En el caso de este último, se nos pidió a algunos invitados dialogar sobre su lugar en la poesía mexicana. Hubiera sido pretencioso que un poeta llegado de lejos, desde los trópicos bolivianos, intentara delinear el sitio actual de Huerta en la poesía de México; tarea que, por razones lógicas, corresponde más bien sus connacionales.
Consideré, en todo caso, más honesto y valioso intentar contribuir a esta tarea con una mirada que al ser, precisamente, externa, pudiera dar algunas luces sobre la forma en que Efraín Huerta y su poesía son percibidos desde fuera, o al menos, en Sudamérica.
De principio, hay que recordar que su obra no goza de una relevante difusión internacional, a diferencia de lo que sucede con Sor Juana, Nervo (aunque hoy se lo lea menos que antes), Acuña, López Velarde, José Juan Tablada, Villaurrutia, en menor medida el propio Pellicer, y lo que ocurre con Paz, Sabines o José Emilio Pacheco, posiblemente los tres poetas mexicanos del siglo XX más conocidos y leídos en el sur del continente, seguidos, a cierta distancia, por Eduardo Lizalde, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Homero Aridjis, además de otros más recientes pero de calidad y proyección notables. 
Efraín Huerta no es, claro, un nombre desconocido en nuestros países, pero sus obras no son de fácil acceso y suele abordársele más a partir de algunos poemas reiteradamente antologados o seleccionados, que teniendo una visión de conjunto de su poética. De esta, dice Carlos Montemayor, que podría entendérsela mejor si fijáramos cuatro puntos cardinales: amor, política, ciudad y asolamiento; y escribe también que donde reside la mayor fuerza de Huerta es en su acercamiento a la ciudad. 
Podemos o no coincidir con este último aserto -también su mayor fuerza podría residir en el humor y el amor, o distribuirse entre ambos- pero en todo caso es cierto que, además de los poemínimos (pequeños botones de esa vanguardia que Huerta inventó: el Cocodrilismo o Nalgaísmo, y que suelen gustar por su desparpajo), su poesía relacionada con la ciudad, o mejor, con la gran ciudad (ese omnipresente personaje en que muchos desovillamos crudamente nuestras vidas, como nardos pudriéndose, con el corazón como un perro enloquecido) es no sólo la que más se conoce en los países del sur, sino la que se conserva más actual y que nos permite fijarlo, de cierta manera, como a un poeta urbano temprano, y aquél que, junto a Carlos Fuentes en la narrativa, nos presentó a la Ciudad de México de mitades del siglo pasado, con sus ojos de tezontle o granito por la que él transitaba como sombra o neblina.
Pero además, como en Ciudad de México, de cierta forma, caben todas nuestras abigarradas ciudades latinoamericanas, así en su formulación poética de Ciudad de México, objeto de sus declaraciones de odio y amor, hogar de su muchacha ebria, de sus afroditas Morrison y Sandras sandrísimas, y pudridero y esperanza de los hombres del alba, caben también muchas posibles poéticas de las ciudades en que hoy vivimos y desde donde escribimos, pues su Ciudad de México -esa poetización, indecisa entre el espanto y la ternura, de lo urbano desmesurado, que no ha perdido vigencia sino lo contrario-, resulta ser la Gran Ciudad Latinoamericana por excelencia, su fantasmagórico, y no por ello menos real, arquetipo.
Después, en sus viajes, o de la mano de sus ideas políticas, equivocado o no, le cantó a (y dijo de) otras ciudades, pero nunca con la misma intensidad y presencia. Y aún más tarde, muchos años después de sus primeros anti-cantos a la Ciudad de México, ella siguió metiéndose en los entresijos de sus poemas,  con un sordo rumor de madera y metales.
Para invocar ese rumor de la ciudad que lo habitaba y que sigue diciendo de las multiformes urbes de nuestros países; para convocar a aquél que se declaró el Hijo de Sánchez de la poesía, escuchemos sus propias palabras cantar una vez más el himno diario de la ciudad sin horas:
“Te declaramos nuestro odio, magnifica ciudad. (…) / Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa, / cada hora más blanda, cada línea más brusca”.

Pero también: “Los hombres que te odian no comprenden / cómo eres pura, amplia, / rojiza, cariñosa, ciudad mía; / cómo te entregas, lenta, / a los niños que ríen, / a los hombres que aman claras hembras / de sonrisa despierta y fresco pensamiento, / a los pájaros que viven limpiamente / en tus jardines como axilas, / a los perros nocturnos / cuyos ladridos son mares de fiebre / (…) cómo te das, mujer de mil abrazos, / a nosotros, tus tímidos amantes: / cuando te desnudamos, se diría / que una cascada nace del silencio / donde habitan la piel de los crepúsculos, / las tibias lágrimas de los relojes, / las monedas perdidas, / los días menos pensados / y las naranjas vírgenes”. 

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