Diego Pino: el cineasta escondido
Presentación-recomendación del universo fílmico de un joven talento tarijeño.
Franco Sampietro
¿Qué sentido tiene una nota sobre un cineasta
desconocido, de 30 años, autodidacta, sin presupuesto, con apenas tres cortos y
que vive en la periferia de Bolivia? Obvio que ninguno…si no fuera por el
descomunal talento que lo desborda y las cualidades excepcionales que se
desprenden de su trabajo incipiente.
A lo que debe sumarse, como aval, el premio
internacional que ganó en 2012 por una producción denominada El general. Allí quedó seleccionado como
uno de los diez mejores cortos del año entre más de 15.400 postulaciones en el
marco del Your Film Festival, que funciona por YouTube y tiene sede en Venecia.
Un trabajo que realizó con 300 dólares (en contra de
los 60.000 euros que usó el ganador), y desde Tarija, su tierra natal, donde ha
surgido de la nada como una rara flor en el desierto.
¿De qué se trata, en suma?, de un estilo a
contramano en todo sentido de lo que suele verse por estos lares. Si tuviéramos
que hablar de influencias, cabe arriesgar el mundo del francés Jean Pierre
Jeunet; más de fondo, el de Terry Gilliam, y por rachas, el del mimado y ya
desaforado Tim Burton. Él, por su parte, reconoce como favoritos a Wes Anderson,
Paolo Sorrentino y Burton.
Lo cierto es que Tic
tac, El general y Tierra ajena que ahora nos ocupa, no
son como sus epígonos, sino más bien anómalos artefactos singularmente
reconocibles por su plenitud expresiva, su inocencia ambigua y cierto hastío
ceremonioso y compacto que nutre su elocuencia.
Parece que Diego se echara el mundo encima como una
casaca demasiado llevada y amoldada, y que de aquel exceso de familiaridad
confortable se perdiera la noción misma de frontera, para resbalar, al fin, al
otro lado del espejo. Es así que nos habla, invariable, de una diafanidad
conflictiva, mezcla de encuentro y absurdo, de ternura y angustia, apoyando sin
tapujos al débil contra la violencia gratuita (que tanto se estila
actualmente).
Y sin embargo, no se intente traducirlo a un sentido
unívoco: la extracción de su secreto defrauda al jeroglífico. A lo sumo, podemos
analizar su estilo.
Para empezar, debe su secreto al hipnotismo: tonos
crudos, puros, primordiales. Se escuda en un predominio de luces oscuras que
generan un ambiente opresivo; incluso al aire libre dan la sensación de que
alguna fuerza secreta oprimiera a sus criaturas.
Esa luz traduce una turbulencia de instintos, que no
refleja, como en el remanso, una profundidad peligrosa, sino la hurañía de la soledad
ante el espejo de la nada. La fotografía –con certeza su fuerte- utiliza un
estilo de cómic, de teatro, de tono ocre, con mucho marrón y escala de colores
oscuros, al punto que la imagen deviene un toque pastel.
A la vez, bombardea con tonos y planos jugados, movimientos
que van de adelante hacia atrás y posiciones obsesivas de cámara que transportan
a puntos de vista no convencionales, como composiciones y cuadros extraños
donde vemos figuras en segundo plano que definen el sentido, en referencias
visuales que provienen del barroco y de los cuentos de niños.
Los escenarios, por su parte, aparecen exageradamente
estéticos, con un toque surreal que los vuelve imposibles, hipnóticos, e
incluso, un personaje más del relato: parecieran tener su propia vida, o en
todo caso, su significado autónomo.
Así, son “lugares en el viento”, una locación fuera
del tiempo, ya sea desde los turbios coloridos interiores de las casas, hasta la
gris desolación de las calles de provincia. Por momentos, dan la sensación de
haber sido filmados en una madrugada esmerilada, donde el yermo se jacta de ser
erial, o en un puro paisaje de las Crónicas
marcianas de Ray Bradbury. La quietud ardorosa del arrobo está impresa,
como un sello, en la fisonomía de las imágenes. El resultado: un insólito
ambiente que navega entre el romanticismo, el relato negro, los cuentos
infantiles y las sociedades distópicas.
La música, por su parte, se articula a la narración
como los anillos de una culebra, ya que aparecen ensamblados y en el momento
propicio sonidos de engranajes, máquinas, resortes, cadenas, barandillas: un
mundo mecánico y gastado, e instrumentos de cuerda y de viento que juegan, a la
perfección, entre las líneas que separan la tragedia de la tristeza, la
melancolía del sufrimiento, el temor del cariño.
Además, toda la música que usa es compuesta por
gente de Tarija, ya que -como él siempre reconoce- “esto no es solamente mío,
sino un trabajo en equipo”.
Un comentario especial merece la elección de los
actores, amateur cien por ciento: parecen como sacados de los resabios de un
sueño, donde danzan a la par lo grotesco y lo delicado, lo atinado y lo freaky. Son generales y particulares,
sin ser maniqueos. Son circenses, oscuros, excéntricos, carnavalescos. Son,
básicamente, actores fetiches, que encarnan personajes tremendistas (y sin
embargo -una vez más- tocados por lo tierno).
La soledad es su signo. Todos adolecen de algún tipo
de vacío en un mundo duro y cruel y en apariencia sin sentido. Así por ejemplo,
hay una pobre mujer mayor sola que se angustia esperando las 7:00 a.m.: no
sabemos por qué, pero entendemos que el motivo es terrible. Hay un niño
psicópata en potencia -para más inri, nazi-
que pretende conquistar el mundo circundante por la fuerza. Hay un cura alucinado
con estética de vampiro que ofrece una misa tenebrosa y que antes de sosegar,
aterroriza. Hay un anciano ermitaño que alucina con su madre muerta y que
parece un indigente sacado de una novela rusa del siglo XIX. Entre muchos
otros.
Y aunque uno se pregunte cómo hizo para dirigir tan
bien a un grupo de aficionados que actúan como curtidos, visto con amplitud no
se trata más que de interpretaciones sencillas basadas en personajes simples
abocados a un destino que los aguarda, y que encuentran, por azar, un punto de
inflexión desde el que evolucionar hacia lo imprevisto.
Surge, así, una grieta de tinieblas entreabierta en
pleno día, funcionando como un mal sueño secular que explotara, alzándose de
pronto, y después, bajara con serenidad a la tierra. Entre medio, la quietud
elemental de un mundo costumbrista parodiado, a caballo entre lo onírico y lo
cercano, y con una conclusión de amor tierno.
Más tarde, un regusto a anunciación o alumbramiento,
fruto de un mensaje que problematiza la realidad aceptada. Pues como dice
Diego: “me gusta trabajar con mucha carga simbólica, pero eso tiene que
desembocar en un mensaje emotivo. El objetivo final tiene que ser colar algún
mensaje de tipo humano, que denuncie la brutalidad y rescate lo bueno en el
hombre”.
Rara ecuación del genio, produce sin ninguna ayuda
económica ni sponsor (“para no depender ideológicamente de nadie”) y sin duda
apunta alto y a largo alcance. Ojalá se le preste la atención que merece. Ojalá
llegue.
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