Isabel viendo llover en Coroico
La iniciática experiencia personal de la autora con la “magia” de García Márquez.
Lupe Cajías
Es difícil que un
narrador o un periodista de los años 70 no recuerde una relación íntima con
Gabriel García Márquez; algo que no sucede con las nuevas generaciones, pues la
mayoría de mis alumnos en la universidad no han leído sus obras.
En cambio, para
nosotros fue una estela. Mi hermano Francisco, inquieto adolescente ya
inclinado por la poesía y las letras, fue el primero en traer textos de Julio
Cortázar, Mario Vargas Llosa y García Márquez a la casa, cuando sus nombres no
eran conocidos en la academia. Recuerdo el asombro de mi padre al leerlos y
cómo esas primorosas ediciones pasaron de mano en mano aquel inicio de 1969.
Mis 13 años se
llenaron de la Maga ,
del Boa y de Amaranta Úrsula con todos los excesos que asustaban a la Madre Teresa en el colegio
alemán. Mi padre, siempre tan respetuoso del libre pensamiento, me regaló un
ejemplar rústico de Isabel viendo llover en Macondo y adquirió para todos sus
hijos alguna de las novelas de los escritores, muy poco después del torrente
del boom.
Llevé ese librito al
viaje familiar al Hotel Prefectural en Coroico y, como era de esperar, la
lluvia tropical me acompañó durante las horas de lectura, desde un mediodía
hasta el anochecer. El aguacero no se detenía y ahí aprendí la palabra
“escampar” que no usábamos los andinos y supe de diluvios que eran improbables
en el páramo.
Un lustro más tarde,
el azar me llevó a Bogotá y en la primera cena pituca que tuve pregunté por
García Márquez y recibí comentarios indiferentes y narices respingadas. “Es un
lobo” fue el juicio que tuve que traducir. La capital aún no asimilaba a ese
costeño de guayabera colorinchi que marcaba su narrativa.
Me resultó
absolutamente incomprensible. Era curioso porque también otros grandes
narradores colombianos fueron incomprendidos y también me habían llenado de estremecimiento
en mis primeras lecturas, José Asunción Silva, el suicida, estigmatizado por su
amor incestuoso por su hermana; y Vargas Vila, prohibido por su prosa erótica.
Muchos años después lo
conocí personalmente en Cartagena, unas pocas palabras, en una noche que fue
inolvidable porque ahí también cantaron Carlos Vives, Pablo Milanés y Joaquín
Sabina, quien igualmente incrédulo río y comentó: “sólo falta el rey y Fidel” y
en verdad también estaban en el Hotel el Rey de España Juan Carlos, su esposa
Sofía y Fidel Castro, Presidente de Cuba.
Cada tres o cuatro
años releo Cien años de soledad y su famoso inicio es parte imprescindible de
mis clases sobre periodismo literario y crónica. Ninguno como él marcará a toda
una generación de latinoamericanos.
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