jueves, 8 de mayo de 2014

Desde la butaca

Isabel viendo llover en Coroico

La iniciática experiencia personal de la autora con la “magia” de García Márquez.



Lupe Cajías

Es difícil que un narrador o un periodista de los años 70 no recuerde una relación íntima con Gabriel García Márquez; algo que no sucede con las nuevas generaciones, pues la mayoría de mis alumnos en la universidad no han leído sus obras.
En cambio, para nosotros fue una estela. Mi hermano Francisco, inquieto adolescente ya inclinado por la poesía y las letras, fue el primero en traer textos de Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y García Márquez a la casa, cuando sus nombres no eran conocidos en la academia. Recuerdo el asombro de mi padre al leerlos y cómo esas primorosas ediciones pasaron de mano en mano aquel inicio de 1969.
Mis 13 años se llenaron de la Maga, del Boa y de Amaranta Úrsula con todos los excesos que asustaban a la Madre Teresa en el colegio alemán. Mi padre, siempre tan respetuoso del libre pensamiento, me regaló un ejemplar rústico de Isabel viendo llover en Macondo y adquirió para todos sus hijos alguna de las novelas de los escritores, muy poco después del torrente del boom.
Llevé ese librito al viaje familiar al Hotel Prefectural en Coroico y, como era de esperar, la lluvia tropical me acompañó durante las horas de lectura, desde un mediodía hasta el anochecer. El aguacero no se detenía y ahí aprendí la palabra “escampar” que no usábamos los andinos y supe de diluvios que eran improbables en el páramo.
Un lustro más tarde, el azar me llevó a Bogotá y en la primera cena pituca que tuve pregunté por García Márquez y recibí comentarios indiferentes y narices respingadas. “Es un lobo” fue el juicio que tuve que traducir. La capital aún no asimilaba a ese costeño de guayabera colorinchi que marcaba su narrativa.
Me resultó absolutamente incomprensible. Era curioso porque también otros grandes narradores colombianos fueron incomprendidos y también me habían llenado de estremecimiento en mis primeras lecturas, José Asunción Silva, el suicida, estigmatizado por su amor incestuoso por su hermana; y Vargas Vila, prohibido por su prosa erótica.
Muchos años después lo conocí personalmente en Cartagena, unas pocas palabras, en una noche que fue inolvidable porque ahí también cantaron Carlos Vives, Pablo Milanés y Joaquín Sabina, quien igualmente incrédulo río y comentó: “sólo falta el rey y Fidel” y en verdad también estaban en el Hotel el Rey de España Juan Carlos, su esposa Sofía y Fidel Castro, Presidente de Cuba.

Cada tres o cuatro años releo Cien años de soledad y su famoso inicio es parte imprescindible de mis clases sobre periodismo literario y crónica. Ninguno como él marcará a toda una generación de latinoamericanos.

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