jueves, 29 de mayo de 2014

Patio interior

Escindida palabra

 El autor continúa reflexionando sobre la conflictuada relación entre poesía y filosofía, esta vez acudiendo a María Zambrano.


 Juan Cristóbal Mac Lean E.

En la anterior entrega en este suplemento, se trató de la relación entre pensamiento, filosofía y poesía, de sus ajustes y desajustes, riñas o (des)armonías. Nos habíamos referido al memorable encuentro que se dio entre el gran poeta francés René Char y el filósofo Martín Heidegger. De ese encuentro escribió su auspiciador, Jean Beauffret, el texto “Conversación bajo el castaño” -que fue justamente bajo el árbol que crecía en el patio interior de su casa, en Menilmontant, que se dio esa conversación.
En su escrito, Beauffret vuelve a preguntarse sobre lo que separa o une la palabra poética de la palabra filosófica, y algún momento dice: “Cuando la palabra (parole) es aún palabra, es decir llamado, el poema no es el enemigo del noema, sino su familiar y su vecino, incluso si las relaciones de vecindad no sean siempre las mejores. Cuando al contrario, la palabra se convierte en expresión y significación, se formula canónicamente como proposición, el poeta ya no es, a los ojos del filósofo, más que un parásito del lenguaje”.
Ese parásito, por supuesto, estaría lejos de entender las cosas, de comprenderlas “verdaderamente”. Tal acusación, quizá nunca muy explícita ni tomada demasiado en serio, vuelve a hacernos preguntar sobre la forma de comprensión de la poesía -si la hubiera.
Hasta ahora hemos vislumbrado, apenas, un posible origen común de pensamiento y poesía, mientras hemos visto cómo, y con qué seguridad, algunos se decantan por la palabra poética, en desmedro de la filosófica y sus proposiciones, sus enunciados capaces de verdad.
Ello, sin embargo, no acaba de aclararnos del todo sobre las conflictivas relaciones entre filosofía y poesía. Y no podemos dejar de recordar que, pese a las duras palabras de un Heidegger contra ella, lo cierto es que de hace mucho que se considera a la filosofía como más seria, más responsable y de grandes alcances, mientras la poesía y sus devaneos, sus frivolidades y juegos florales, serían de menor nivel.
Desde que Platón expulsara a la poesía de su República (volveremos a ello), la destinó, en palabras de María Zambrano, a una “vida azarosa, como al margen de la ley, con su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos extraviado, su delirio creciente hasta apurar su inicial maldición”. Y sigue diciendo Zambrano, que ahora irrumpe con fuerza en estas páginas: “Desde que el pensamiento filosófico consumó su toma del poder, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada…”.
No es de extrañar que sea María Zambrano quien tenga las palabras más lúcidas y certeras, más comprensivas, sobre esa desgarradura que hay entre Filosofía y poesía, que se llama el hermoso libro, como de cien páginas, que publicó en México en 1939 (y que aquí usamos en la edición de Obras reunidas, Aguilar 1971). Es que el particular caso de Zambrano la hace especialmente proclive a meditar sobre estos temas, pues ¿no bebe acaso su prosa casi de ambas fuentes?
Cuántas veces, su lector se encuentra cruzando territorios altamente poéticos, cuando al mismo tiempo no disminuye, es más, se enciende, el rigor filosófico de un pensamiento que se pronuncia desde la entraña y lleva al idioma castellano a una tensión nueva, en la que pensar y poetizar se dan la mano.
Y, cuando dirige su mirada a la contienda entre filosofía y poesía, Zambrano se remonta a un momento primordial, anterior aún al divorcio formal que se produciría, a partir de Platón, entre esos dos impulsos, o pulsiones, y que darían lugar a una escindida palabra humana que ella, también, sueña en esas páginas con volver a reunir.
¿Y cómo se dio (o se sigue dando) esa escisión? Al asombro del que según Aristóteles nace la filosofía, le suceden dos movimientos contrarios. El primero, ni siquiera se detiene mucho en el mismo asombro “que nos despierta la generosa vida en torno”, multiplicada en sus fugacidades y en sus apariencias; pronto quiere, más bien, entenderlo, comprenderlo todo, fijarlo, unificarlo, salvarlo de los torbellinos y, en un acto de violencia, se entrega a la abstracción, a la idea, con “un género de mirada que ha dejado de atender a las cosas”. Pero con ello se ha roto el “naciente éxtasis” y el camino del método hará de la filosofía, más bien, ese “éxtasis fracasado”, envuelto en la “captura de algo que no tenemos y necesitamos y (…) que nos hace desprender de algo que ya tenemos sin haberlo perseguido”.
Otros, en cambio, se quedaron, sin haberla perseguido, con la presencia donada ya impresa en su interior, entregados a otra manera de asistir a la apariencia y lo fugaz, y con la “vista enredada en el agua o en la hoja, no pudieron abandonar lo que esta visión les daba y prometía”.
El poeta del que ya se trata aquí, entonces no abandona las cosas, sino que las tiene consigo. ¿Y cómo es que las tiene? Es justamente lo que se pregunta María Zambrano al ir desbrozando esos momentos originarios, y lo hace en estos términos: “¿Cuál era este poseer que colma y no basta, pero que envuelve y ata?”
Y es de tal naturaleza, este poseer, que “el poeta quiere cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción, sin renuncia alguna”, mientras la filosofía muy bien puede renunciar a todas por el Ser, por la Idea, por Dios… (pero de ahí también, como una llamada al  orden, el “volver a las cosas” fenomenológico).
El poeta, pues, sabrá embarrarse en este mundo y a veces embarrarse también hasta lo trivial o lo trágico, quizá sin que le importe la identidad final, la esencia del todo. Zambrano hace esta hermosa cita de Antonio Machado: “Mi corazón latía, atónito y disperso”.
Aquí el “logos poético” puede ser de consumo cotidiano, general, y “es un logos disperso de la misericordia, que va a quien lo necesita, a todos los que lo necesitan”. Así es, podemos decir, pero también que así fue, pues también llegarían luego, digamos que desde Mallarmé para ponerlo fácil, poesías y poéticas bordando la inaccesibilidad: difíciles de comprender y difícil saber qué comprenden.
¿Saben lo que dicen? ¿Sabe el poeta lo que dice? Más allá, y volviendo al tener-las-cosas consigo del poeta, Zambrano acota: “el poeta es fiel a lo que ya tiene. No se encuentra en déficit como el filósofo, sino en exceso, cargado, con una carga, es cierto, que no comprende del todo. Por eso la tiene que expresar, por eso tiene que hablar, ‘sin saber lo que dice’, según le reprochan”.

Ese no saber lo que dicen propio de los poetas, justamente, indignaría a Platón, por mucho que éste “parecía haber nacido para la poesía”. ¿Y de dónde el gesto, rayano en la violencia, con que el filósofo expulsa a los poetas de su República? Ya veremos…

No hay comentarios:

Publicar un comentario