Escindida palabra
El autor continúa reflexionando sobre la conflictuada relación entre poesía y filosofía, esta vez acudiendo a María Zambrano.
Juan Cristóbal Mac Lean E.
En la anterior entrega en este suplemento, se
trató de la relación entre pensamiento, filosofía y poesía, de sus ajustes y
desajustes, riñas o (des)armonías. Nos habíamos referido al memorable encuentro
que se dio entre el gran poeta francés René Char y el filósofo Martín
Heidegger. De ese encuentro escribió su auspiciador, Jean Beauffret, el texto
“Conversación bajo el castaño” -que fue justamente bajo el árbol que crecía en
el patio interior de su casa, en Menilmontant, que se dio esa conversación.
En su escrito, Beauffret vuelve a preguntarse
sobre lo que separa o une la palabra poética de la palabra filosófica, y algún
momento dice: “Cuando la palabra (parole)
es aún palabra, es decir llamado, el poema no es el enemigo del noema, sino su
familiar y su vecino, incluso si las relaciones de vecindad no sean siempre las
mejores. Cuando al contrario, la palabra se convierte en expresión y
significación, se formula canónicamente como proposición, el poeta ya no es, a
los ojos del filósofo, más que un parásito del lenguaje”.
Ese parásito, por supuesto, estaría lejos de
entender las cosas, de comprenderlas “verdaderamente”. Tal acusación, quizá
nunca muy explícita ni tomada demasiado en serio, vuelve a hacernos preguntar
sobre la forma de comprensión de la poesía -si la hubiera.
Hasta ahora hemos vislumbrado, apenas, un
posible origen común de pensamiento y poesía, mientras hemos visto cómo, y con
qué seguridad, algunos se decantan por la palabra poética, en desmedro de la
filosófica y sus proposiciones, sus enunciados capaces de verdad.
Ello, sin embargo, no acaba de aclararnos del
todo sobre las conflictivas relaciones entre filosofía y poesía. Y no podemos
dejar de recordar que, pese a las duras palabras de un Heidegger contra ella,
lo cierto es que de hace mucho que se considera a la filosofía como más seria,
más responsable y de grandes alcances, mientras la poesía y sus devaneos, sus
frivolidades y juegos florales, serían de menor nivel.
Desde que Platón expulsara a la poesía de su República (volveremos a ello), la
destinó, en palabras de María Zambrano, a una “vida azarosa, como al margen de la
ley, con su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos
extraviado, su delirio creciente hasta apurar su inicial maldición”. Y sigue
diciendo Zambrano, que ahora irrumpe con fuerza en estas páginas: “Desde que el
pensamiento filosófico consumó su toma del poder, la poesía se quedó a vivir en
los arrabales, arisca y desgarrada…”.
No es de extrañar que sea María Zambrano quien
tenga las palabras más lúcidas y certeras, más comprensivas, sobre esa
desgarradura que hay entre Filosofía y
poesía, que se llama el hermoso libro, como de cien páginas, que publicó en
México en 1939 (y que aquí usamos en la edición de Obras reunidas, Aguilar 1971). Es que el particular caso de
Zambrano la hace especialmente proclive a meditar sobre estos temas, pues ¿no
bebe acaso su prosa casi de ambas fuentes?
Cuántas veces, su lector se encuentra cruzando
territorios altamente poéticos, cuando al mismo tiempo no disminuye, es más, se
enciende, el rigor filosófico de un pensamiento que se pronuncia desde la entraña
y lleva al idioma castellano a una tensión nueva, en la que pensar y poetizar
se dan la mano.
Y, cuando dirige su mirada a la contienda entre filosofía y poesía,
Zambrano se remonta a un momento primordial, anterior aún al divorcio formal
que se produciría, a partir de Platón, entre esos dos impulsos, o pulsiones, y
que darían lugar a una escindida palabra
humana que ella, también, sueña en esas páginas con volver a reunir.
¿Y cómo se dio (o se sigue dando) esa
escisión? Al asombro del que según
Aristóteles nace la filosofía, le suceden dos movimientos contrarios. El
primero, ni siquiera se detiene mucho en el mismo asombro “que nos despierta la
generosa vida en torno”, multiplicada en sus fugacidades y en sus apariencias;
pronto quiere, más bien, entenderlo, comprenderlo todo, fijarlo, unificarlo,
salvarlo de los torbellinos y, en un acto de violencia, se entrega a la
abstracción, a la idea, con “un género de mirada que ha dejado de atender a las
cosas”. Pero con ello se ha roto el “naciente éxtasis” y el camino del método
hará de la filosofía, más bien, ese “éxtasis fracasado”, envuelto en la
“captura de algo que no tenemos y necesitamos y (…) que nos hace desprender de
algo que ya tenemos sin haberlo perseguido”.
Otros, en cambio, se quedaron, sin haberla
perseguido, con la presencia donada
ya impresa en su interior, entregados
a otra manera de asistir a la apariencia y lo fugaz, y con la “vista enredada
en el agua o en la hoja, no pudieron abandonar lo que esta visión les daba y
prometía”.
El poeta del que ya se trata aquí, entonces no
abandona las cosas, sino que las tiene consigo. ¿Y cómo es que las tiene? Es
justamente lo que se pregunta María Zambrano al ir desbrozando esos momentos
originarios, y lo hace en estos términos: “¿Cuál era este poseer que colma y no
basta, pero que envuelve y ata?”
Y es de tal naturaleza, este poseer, que “el
poeta quiere cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción, sin
renuncia alguna”, mientras la filosofía muy bien puede renunciar a todas por el
Ser, por la Idea, por Dios… (pero de ahí también, como una llamada al orden, el “volver a las cosas”
fenomenológico).
El poeta, pues, sabrá embarrarse en este mundo
y a veces embarrarse también hasta lo trivial o lo trágico, quizá sin que le
importe la identidad final, la esencia del todo. Zambrano hace esta hermosa
cita de Antonio Machado: “Mi corazón latía, atónito y disperso”.
Aquí el “logos poético” puede ser de consumo
cotidiano, general, y “es un logos disperso de la misericordia, que va a quien
lo necesita, a todos los que lo necesitan”. Así es, podemos decir, pero también
que así fue, pues también llegarían luego, digamos que desde Mallarmé para
ponerlo fácil, poesías y poéticas bordando la inaccesibilidad: difíciles de
comprender y difícil saber qué comprenden.
¿Saben lo que dicen? ¿Sabe el poeta lo que
dice? Más allá, y volviendo al tener-las-cosas consigo del poeta, Zambrano
acota: “el poeta es fiel a lo que ya tiene. No se encuentra en déficit como el
filósofo, sino en exceso, cargado, con una carga, es cierto, que no comprende
del todo. Por eso la tiene que expresar, por eso tiene que hablar, ‘sin saber
lo que dice’, según le reprochan”.
Ese no saber lo que dicen propio de los
poetas, justamente, indignaría a Platón, por mucho que éste “parecía haber nacido
para la poesía”. ¿Y de dónde el gesto, rayano en la violencia, con que el
filósofo expulsa a los poetas de su República?
Ya veremos…
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