Esto no es para ti
El narrador boliviano comparte una íntima reflexión sobre sus lecturas y sus “no lecturas”; sobre los libros que devoró, los que abordó y dejó y los que nunca llegaron a sus anaqueles.
Sebastián Antezana
No terminé de leer La montaña mágica. Empecé la
novela una tarde hace siete u ocho años, en un ejemplar ajado y no muy
atractivo que encontré en la biblioteca de mi abuelo, que para entonces -tras
su fallecimiento- ya era la biblioteca de mi padre.
La empecé y la dejé esa misma tarde, pocas páginas
después de que la narración describiera un viaje en tren y luego un sanatorio
otoñal que se encontraba a los pies o en lo alto -ya no lo sé- de una montaña.
Tampoco terminé Bajo el volcán. Malcolm Lowry
se me cayó de las manos casi el instante mismo en que empecé a visitarlo,
cuando la figura del cónsul británico alcohólico apenas empezaba tristemente a
dibujarse. Nunca me sedujo la historia, nunca entendí la grandeza, y la
sensación opresiva que desprendían las páginas de la novela me acobardó y me
perdió rápidamente.
Nunca leí En busca del tiempo perdido. Ni siquiera
lo intenté. Hasta hoy tengo la impresión -seguramente equivocada- de que nos
dividimos entre lectores de Joyce y lectores de Proust, y de que la elección de
un bando inmediatamente excluye la opción por el otro, de modo que mi temprana
lectura de Joyce selló ese camino: nunca leí los dos tomos azules y de tapas de
cuero de ese clásico francés que mi madre conserva -también como herencia
paterna- en su biblioteca.
Tampoco leí El loco. La leyenda del libro
inclasificable de Borda -y la dificultad de encontrarlo- probaron por muchos
años ser más fuertes que mis ganas, y cuando eventualmente los tres tomos de la
edición original cayeron en mis manos, con evidentes huellas del paso del
tiempo, y tuve por fin la oportunidad de empezar la lectura, confieso que cerré
los ojos, cerré las manos y di la ocasión por perdida. Algo más grande que yo -y
posiblemente más grande o más opresivo que el propio libro- me había derrotado.
No leí y dejé a medias decenas de libros. Soy la
combinación de mis éxitos y mis fracasos lectores, soy producto de mi afición
por los textos de unos y mi rechazo por los de otros, soy quien soy porque nunca
he leído a John Updike, porque nunca he leído a Saul Bellow, porque conozco
poco de Lorrie Moore.
No he leído a Elizondo ni a Donoso. No he leído a Jorge
Volpi ni a Daniel Sada. Y no los he leído no porque no los encontrara, no
porque estuvieran fuera de mi alcance. Los he tenido muchas veces cerca, siempre
en los estantes de mi biblioteca y las bibliotecas familiares. No los conozco
más que de a oídas o por referencias porque he decidido conscientemente que así
sea, porque a lo largo de los años no han sido capaces ellos de persuadirme o
porque he fallado yo al momento de la lectura.
No sé lo que esto significa, quizás que con cada
rechazo nos volvemos un poco más definidos, menos borrosos, y también estamos
un poco más solos. Sé, además, que algo parecido al vértigo me entra al cuerpo
cuando encaro mi biblioteca, donde libros que he leído y que he rechazado –o
que me han rechazado a mí cuando intentaba su lectura– me producen la misma
curiosidad, el mismo peso, la misma ansiedad. Transparencia y opacidad a cada
paso del camino. Es entonces cuando tengo que inclinarme ante el mismo llamado.
Un libro es siempre una puerta cerrada tras la cual alguien grita.
No he leído a Adela Zamudio ni a Gregorio Reynolds.
Pese a que tengo un ejemplar casi nuevo de Borrachera verde en el
segundo estante de mi biblioteca no conozco el trabajo Raúl Botelho Gozálvez y a
pesar que en mi mesa de noche estuvo por meses un ejemplar prestado de El
otro gallo -y a que ahora tengo la novela en la versión editada por el
Ministerio de Culturas- tampoco conozco el de Jorge Suárez.
He rechazado decenas de historias sobre mi propio país
y sobre otros países, he rehusado escuchar la voz de múltiples guerras y
tiempos de paz, el suave llamado de las derrotas personales y las victorias
colectivas. He dejado de lado, en este camino irregular, la grandeza y la
cotidianidad de personas y personajes que sin embargo me hacen falta, he
cerrado los ojos y he dicho no a veces con frialdad, a veces con verdadera
lástima, y también he recibido el no de los libros.
He empezado a visitar y he huido de Martin Amis, de
Doris Lessing, de Silvina Ocampo y Salman Rushdie. He dejado a medias La
caja negra de Amos Oz y el Fausto de Goethe. Y en este leer y no
leer, en este aceptar y abandonarlo todo, he sido testigo siempre parcial de la
desaparición de múltiples versiones de mí mismo, otros yo que no me han
devuelto el eco vaciado del grito ante la puerta cerrada.
Me he perdido tantas veces en este trayecto que se
resume y no se resume en un solo punto, he encontrado tanto y he dado tanto por
perdido, que la lectura se ha vuelto algo más que una disciplina o una fe de
resultado variable, se ha convertido en una ética de fidelidad absoluta que
para serlo necesita partes iguales de abandono, una verdadera vocación por los
caminos conocidos y los no recorridos, un negocio de continua pérdida y
continua ganancia que me ha hecho y deshecho -y que ha hecho y deshecho muchos
lectores que son todos yo- y que al mismo tiempo me ha dejado intocado.
El trayecto no es pedagógico, político ni íntimo, no
obedece a una voluntad moralista, revolucionaria ni individual. Estar parado
frente a la puerta cerrada es pararse bajo una tormenta y tratar de contenerla
con las manos. Y sin embargo, empapado en nada, ser feliz. El grito que se
escucha tras la puerta, la voz de los libros negados, sentencia: esto no es
para ti.
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