Un sol negro encerrado en el lenguaje
Una lectura diferente de El Loco, de Arturo Borda, a partir de la pintura que aparece en la portada del libro.
Rodolfo
Ortiz
El Loco opera desde la
intensidad de un punto vacío que su autor traduce como un “sol negro” encerrado
en el lenguaje. Quisiera proponer una aproximación a esta imagen, a partir de sus primeras y últimas líneas.
La
primera nota que se incluye en las cuartillas publicadas de “El Loco” merece especial
atención: una Nota del Editor nos advierte que la “nota” aparece “en los
originales del autor”. ¿De qué trata esta nota? De la máscara de lo visible de
la obra. “La forma tipográfica de éste libro, desde la carátula, es
inalterable, por ser inherente al fondo mismo” (3). Retengamos ese enigmático
“desde la carátula”, soslayando por el momento el himeneo del fondo con la
forma que representa una complejidad mayor a la aparente. Un primer sentido de
carátula sería aquel en el que la nota se suscribe: la primera página de la
obra “El Loco” donde aparece el título sin el nombre de su autor. Pero
carátula, en tanto máscara que oculta la cara, también significa cubierta,
portada, funda o estuche, en este caso, la máscara o carátula que representa el
óleo sobre cartón elaborado por Arturo Borda y firmado con letras rojas
“inherentes al fondo mismo”, luego de asumir la paternidad de la obra desde
1942, “impuesto por la dirección ‘Las Américas’” (“Parhelio” 7), de la
Editorial del mismo nombre, que también se incorpora en el cuadro y que se
borra en la edición de 1966.
La
portada como la forma más externa de la obra, “inherente al fondo mismo”,
revela un sol negro que el narrador, hacia el final de El Loco, en el acápite que titula “Fin”, evoca de la siguiente
manera:
Durante el día
he mirado de frente al sol: al atardecer mis ojos estaban calcinados; ya no
miran nada, pero en mi recuerdo, en medio de la noche, en las absolutas
tinieblas, creo ver permanentemente un sol negro, orlado de inmensas llamaradas
heladas y argénteas. (1648)
En
el óleo aparecen las llamas argénteas y la negrura del astro flotante sobre el
lago Titikaka, pero, sin duda, el texto señala el inconveniente de cómo llegar
a fijar la vista en algo. ¿Cómo es que unos ojos que ya no miran nada creen ver
desde el recuerdo un sol negro? Retengamos que fijar la vista en el cuadro es
retener solamente las manchas cromáticas fragmentarias y no lo que se supone
que debería ser su constelación desde el recuerdo, “un sol negro, orlado de
inmensas llamaradas heladas y argénteas”. La pintura, entonces, parece
consagrada a separar lo visible de lo mirado, para llegar a privilegiar una
orgía de color donde lo escrito participa como una mancha sumada a la
multiplicidad de lo cromático; la editorial, el personaje, el autor,
representan tres nombres cromáticamente diferenciados de un lugar que se
vislumbra “permanentemente” desde el recuerdo. Decimos “hay un sol negro”, pero
si nos atenemos a la experiencia sensible que termina calcinando los ojos, nada
nos autoriza a sostener semejante cosa. Si hay lo que recordamos que es, ¿en
torno a qué núcleo o a qué centro logramos sostenerlo si proviene de la leyenda
de un recuerdo? Y si decimos leyenda no cabe duda de que ya no estamos ante
cosa alguna sino ante una palabra escrita que inmediatamente se metaforiza en
las llamaradas que inscriben simultáneamente el nombre negativo y eclipsado de
un personaje, una obra y un autor.
Estas
páginas, desde diferentes escalas de intensidad, nos confrontan con el abismo
de ese “fondo inherente” que representa, según la obra misma lo indica, la
imagen de un “parhelio” que se configura como un fenómeno óptico y cosmológico
de duplicación y multiplicación de los centros.
Si
vamos a conceder un cambio de sensibilidad a esta obra, éste podría referirse a
un proceso de borradura, de eterización diría el Loco, de tales escalas de
intensidad. Pues si bien el personaje se atiene a la experiencia sensible, no
hay nada que no sea el propio deseo de dar finalmente con algo. ¿Preeminencia
de lo nombrado sobre lo visto, del recuerdo sobre la sensación? Borradura,
eterización, descentramiento “inherente al fondo mismo”. Una intensidad de lo
visible articulada a una intensidad de lo ilegible, en cuyo centro nada se
muestra, ni se deja ver sino es a través de su leyenda. Las llamas de las
pupilas (soles negros a su modo) se entrelazan con las voces ajenas de un
recuerdo que suplanta la “cosa”. Todo ver se confunde con un deseo de ver. La “cosa”
ya no se ve con los ojos (órganos calcinados al atardecer). Esa “cosa” se ve en
los campos de oscuridad, eso se ve, a
la manera de Joyce, con los ojos cerrados.
Este
punto crítico de descentramiento configura una inscripción que dinamiza esta
figura borromeana entre deseo, cosa y palabra. La inscripción (con letras de
fuego) de un nombre que funde en una carátula lo propio con lo anónimo, la
identidad con el vacío que la sostiene: la leyenda de un loco, ahora el Loco,
sobre el fondo de un sol que a mediodía anocheció.
Pero
este punto también despliega otro tipo de inscripciones. Por ejemplo, la inscripción
de la “amada” Luz de Luna, que surge precisamente de la violencia de un
encuentro entre el anónimo personaje y el “alma del fragmento”, por así decir.
Al pasar la
brisa deja a mis pies un fragmento de periódico que alzo y leo: -As Luz De Luna, la víspera... Luego
sigue una lista, truncada, de nombres y palabras sin sentido. Luz de luna es
lindo nombre. Arrojo el papelito y continúo mi marcha. Estoy sumamente
fastidiado; creo que se me va haciendo idea fija esto de... as Luz De Luna, la víspera... Ocho días
y he repetido un millar de veces, sin motivo, sin querer y sin pensar. (31) [sic]
Ese
pedazo de papel como alegoría del fragmento mismo, que a su vez representa esa
cosa deseada como ficción heredada e inscripción, no tardará en engendrar en el
Loco la sospecha de que “Luz De Luna no sea más que un simple nombre” (43). En
principio resulta fascinante el contraste entre el “sol negro” donde se
inscribe el nombre vacío que lo representa y la “luz de luna” donde se inscribe
el nombre no menos vacío de lo que se desea. Luz De Luna, toda mayúscula, es
antes que nada una inscripción y, lo que es más relevante, una fruta deseada
que ya comienza a ser leyenda. A esta idealización de una identidad de la cosa
que no es dato natural o sensible, la tradición del pensamiento occidental
(metafísico) la llamó “ser”. Para el Loco una cosa es cuando no se ve nada, pero no cuando los ojos no tengan que ver
para nada, sino muy al contrario, cuando esos ojos son capaces de asir de
aquello que aparece (fragmentario) un sentido.
Esta
estética no presupone la presencia de alguna alteridad manifiesta detrás de las
manchas policoloras de un cuadro o de las letras arrancadas y dispersas en un
pedazo de periódico que el viento arrastra a nuestros pies. Tratar al sujeto
metafísico de vidente, en este sentido, ya es una manera de convertirlo en un
farsante. No hay nada que no esté ya en esas manchas intermitentes de óleo o de
tinta. No hay nada cuyos bordes no estén ya absorbidos por un fondo ilegible de
oscuridad y no representen nada que no sea esta hilera de fragmentos que elevan
de su filo (a modo de humo) eso que llamamos mundo. Nada como no sea una hilera de fragmentos.
La
última línea de El Loco abre una
hilera que repite así: “Sombra y sombra o sólo el vacío”. (1653)
Creo en alguna oportunidad, La Mariposa Mundial anuncio un número dedicado al Maestro Arturo Borda.......será que sale???
ResponderEliminar