Entre el exilio y el reino
A propósito de El paraguas de Manhattan de Eduardo Mitre. Un texto inédito de Jesús Urzagasti, de cuya desaparición el 27 de este mes se cumple un año.
Jesús
Urzagasti
A poco que se frecuente la poesía de Eduardo Mitre
se topará uno con la palabra exilio, dicha de un modo decisivo y a tono
con lo que ella significa para los bolivianos, pero en completa discordancia
con el escenario surgido de la globalización, en donde da lo mismo ser de aquí
o de allá, precisamente porque no se pertenece a ninguna parte.
En consecuencia,
el suyo es un exilio que, lejos de atrincherarse en el desarraigo, hace de la
añoranza un vínculo con lo esencial del país, en contraposición al que tiene
como móvil la mera nostalgia del poder.
A pesar de las muchas ausencias que
la cruzan, la poesía de Eduardo transmite gozo, sensualidad y certidumbre,
privilegio de un creador que descubre en el mundo de todos los días las líneas
del asombro y el perfil de lo insólito. En lugar de habitar el vacío, los seres
de este universo transitan entre los objetos imaginados y la luz consoladora
del recuerdo.
Aunque suene a paradoja, no es casual que este
trashumante establezca sus dominios en los mínimos espacios concedidos a la
silla, la papa, el cuarto, la lámpara, las sábanas, los girasoles, las
alcachofas, el árbol, etc. Y que el tiempo preponderante en su poesía, incluso
cuando trabaja a pérdida para el que lo siente pasar, sea siempre el puente
hacia lo memorable. Dicho con el aliento verbal del poeta: No hay más
ascensión que hacia la tierra.
En un espacio y tiempo precisos sucede el manejo de
las palabras. Este manejo define el carácter de nuestras relaciones con el
mundo. Quien prescinda del decoro e ignore el sustento y la energía cambiantes
de las voces del idioma, las habrá devaluado, y de nada le servirá exhibir su
fidelidad al diccionario.
Del esteticismo vacuo al lenguaje de playas anchas,
intervenido por agentes de mala índole y proclive al enajenamiento y la
confusión, así se podría resumir el rumbo actual de las palabras, abiertas al
azar, ahítas de antemano pero capaces de propalar informaciones urdidas por el
hombre insensible a lo incomunicable.
Otro es el escenario del vocabulario afectivo de la
poesía: surgido de las múltiples honduras humanas, se transforma en luminosa
profundidad cada vez que el creador asume el riesgo de recordar a esos seres
imaginarios de que hablaba Lautrèamont, y retener en la memoria colectiva el
asombro mayor, que consiste en comunicar lo incomunicable.
A este propósito, siempre me pareció notable que
Eduardo Mitre hubiera expresado desde muy temprano su irrevocable apego a las
palabras, propio de un sirwiñacu a largo plazo y, por lo tanto, ajeno a
esos matrimonios mal avenidos que confunden la necesaria subversión verbal con
la gratuita hostilidad, la influyente transparencia del pasado con la estéril
docilidad de lo caduco. Su deslumbrante poema Las amorosas es una clave
para entender la arquitectura interna de una obra en continuo movimiento:
Con
nosotros se acuestan,
con nosotros se levantan.
Todo el
día nos sirven,
de noche
nos acompañan.
Si
hablamos dicen,
si no se
callan.
No hay
amantes más fieles
ni más
maltratadas.
Con
nosotros se acuestan,
con
nosotros se levantan
las
amorosas palabras.
Sólo el
silencio las ama.
Entre el exilio y el
reino -título de una obra de Albert Camus- surge la aventura espiritual de
Eduardo. Si lo primero es una suerte de desasimiento modelado por la errancia y
sus premoniciones, lo segundo será el paraíso deslindado de la utopía, ajustado
enteramente a las profecías terrestres y con la jerarquía del hombre que se
remoza en sus infinitos abismos.
Ha dicho el novelista
español Antonio Muñoz Molina que El paraguas de Manhattan, el mejor de
sus títulos, “es un capítulo en ese largo libro de peregrinaciones y
celebraciones que Eduardo Mitre lleva
escribiendo desde hace muchos años”.
Yo diría que los
poemas que componen este libro, autónomos por donde se los mire, están al
servicio de un tema central: la metrópoli, en este caso la jungla neoyorquina y
sus habitantes, herederos de una singularidad que no pretende supremacía
alguna.
Cada uno de estos
poemas tiene antecedentes en la propia obra del poeta. Cada uno, siempre en
tránsito, guarda correspondencia con una totalidad que reclama la belleza
edificante o el suntuoso desvarío. Cabe entonces afirmar que, por grande que
sea el mundo, más temprano que tarde termina ajustándose al tamaño de nuestras
obsesiones.
“Sin que se lo
persiguiera, se fue”, ha dicho Ezequiel Martínez Estrada de Guillermo Enrique
Hudson. “Si uno se va es porque ya se ha ido”, dijo de sí mismo cuando abandonó
Argentina, su país natal.
Esas sentenciosas
frases no son aplicables a Eduardo Mitre. Ni siquiera cabe hablar de exilio, de
resonancias a menudo insidiosas. Si así fuera la cosa, prefiero imaginarlo como
un moderno giróvago, “un monje que vaga de uno en otro monasterio por no
sujetarse a la vida regular de los anacoretas y cenobitas”, según reza el
Pequeño Larousse Ilustrado.
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