jueves, 24 de abril de 2014

Inédito

Entre el exilio y el reino


A propósito de El paraguas de Manhattan de Eduardo Mitre. Un texto inédito de Jesús Urzagasti, de cuya desaparición el 27 de este mes se cumple un año.

 
Urzagasti en 2011. (Foto: Juan Carlos Ramiro Quiroga)
Jesús Urzagasti

A poco que se frecuente la poesía de Eduardo Mitre se topará uno con la palabra exilio, dicha de un modo decisivo y a tono con lo que ella significa para los bolivianos, pero en completa discordancia con el escenario surgido de la globalización, en donde da lo mismo ser de aquí o de allá, precisamente porque no se pertenece a ninguna parte.
En consecuencia, el suyo es un exilio que, lejos de atrincherarse en el desarraigo, hace de la añoranza un vínculo con lo esencial del país, en contraposición al que tiene como móvil la mera nostalgia del poder.
A pesar de las muchas ausencias que la cruzan, la poesía de Eduardo transmite gozo, sensualidad y certidumbre, privilegio de un creador que descubre en el mundo de todos los días las líneas del asombro y el perfil de lo insólito. En lugar de habitar el vacío, los seres de este universo transitan entre los objetos imaginados y la luz consoladora del recuerdo.   
Aunque suene a paradoja, no es casual que este trashumante establezca sus dominios en los mínimos espacios concedidos a la silla, la papa, el cuarto, la lámpara, las sábanas, los girasoles, las alcachofas, el árbol, etc. Y que el tiempo preponderante en su poesía, incluso cuando trabaja a pérdida para el que lo siente pasar, sea siempre el puente hacia lo memorable. Dicho con el aliento verbal del poeta: No hay más ascensión que hacia la tierra.
En un espacio y tiempo precisos sucede el manejo de las palabras. Este manejo define el carácter de nuestras relaciones con el mundo. Quien prescinda del decoro e ignore el sustento y la energía cambiantes de las voces del idioma, las habrá devaluado, y de nada le servirá exhibir su fidelidad al diccionario.
Del esteticismo vacuo al lenguaje de playas anchas, intervenido por agentes de mala índole y proclive al enajenamiento y la confusión, así se podría resumir el rumbo actual de las palabras, abiertas al azar, ahítas de antemano pero capaces de propalar informaciones urdidas por el hombre insensible a lo incomunicable.
Otro es el escenario del vocabulario afectivo de la poesía: surgido de las múltiples honduras humanas, se transforma en luminosa profundidad cada vez que el creador asume el riesgo de recordar a esos seres imaginarios de que hablaba Lautrèamont, y retener en la memoria colectiva el asombro mayor, que consiste en comunicar lo incomunicable.
A este propósito, siempre me pareció notable que Eduardo Mitre hubiera expresado desde muy temprano su irrevocable apego a las palabras, propio de un sirwiñacu a largo plazo y, por lo tanto, ajeno a esos matrimonios mal avenidos que confunden la necesaria subversión verbal con la gratuita hostilidad, la influyente transparencia del pasado con la estéril docilidad de lo caduco. Su deslumbrante poema Las amorosas es una clave para entender la arquitectura interna de una obra en continuo movimiento:  

Con nosotros se acuestan,
con nosotros se levantan.
Todo el día nos sirven,
de noche nos acompañan.
Si hablamos dicen,
si no se callan.
No hay amantes más fieles
ni más maltratadas.

Con nosotros se acuestan,
con nosotros se levantan
las amorosas palabras.

Sólo el silencio las ama.

Entre el exilio y el reino -título de una obra de Albert Camus- surge la aventura espiritual de Eduardo. Si lo primero es una suerte de desasimiento modelado por la errancia y sus premoniciones, lo segundo será el paraíso deslindado de la utopía, ajustado enteramente a las profecías terrestres y con la jerarquía del hombre que se remoza en sus infinitos abismos.
Ha dicho el novelista español Antonio Muñoz Molina que El paraguas de Manhattan, el mejor de sus títulos, “es un capítulo en ese largo libro de peregrinaciones y celebraciones que Eduardo Mitre  lleva escribiendo desde hace muchos años”.
Yo diría que los poemas que componen este libro, autónomos por donde se los mire, están al servicio de un tema central: la metrópoli, en este caso la jungla neoyorquina y sus habitantes, herederos de una singularidad que no pretende supremacía alguna.
Cada uno de estos poemas tiene antecedentes en la propia obra del poeta. Cada uno, siempre en tránsito, guarda correspondencia con una totalidad que reclama la belleza edificante o el suntuoso desvarío. Cabe entonces afirmar que, por grande que sea el mundo, más temprano que tarde termina ajustándose al tamaño de nuestras obsesiones.
“Sin que se lo persiguiera, se fue”, ha dicho Ezequiel Martínez Estrada de Guillermo Enrique Hudson. “Si uno se va es porque ya se ha ido”, dijo de sí mismo cuando abandonó Argentina, su país natal. 
Esas sentenciosas frases no son aplicables a Eduardo Mitre. Ni siquiera cabe hablar de exilio, de resonancias a menudo insidiosas. Si así fuera la cosa, prefiero imaginarlo como un moderno giróvago, “un monje que vaga de uno en otro monasterio por no sujetarse a la vida regular de los anacoretas y cenobitas”, según reza el Pequeño Larousse Ilustrado.


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