98 segundos sin sombra
Por suerte –dice el autor-, todavía hay textos como los de Giovanna Rivero que en lugar de contarlo todo, dejan que el lector tome parte de la narración.
Sebastián Antezana
Acabo
de terminar la nueva novela de Giovanna Rivero, 98 segundos sin sombra, publicada por la editorial Caballo de
Troya. En una primera lectura, cuenta en primera persona, en forma de diario,
la historia de Genoveva, una adolescente de 16 años que vive y crece durante la
década de los 80 en un pequeño pueblo del oriente del país que llama
indistintamente Therox o el Culo del Mundo.
Allí,
en esa especie de margen del proyecto nacional, Genoveva es testigo de la
llegada y desigual consolidación de dos fenómenos que en realidad son uno
mismo: el tráfico de drogas y la modernidad. Marcas importadas, música en
inglés, creencias alejadas del espectro de lo local y más son constantes en
esta novela que es al mismo tiempo confesión, novela de aprendizaje, crónica de
un lento escape y diario secreto.
Junto
a ellas, el adoctrinamiento religioso salvaje, el aborto clandestino como
norma, el individualismo como ley y las ruinas del trotskismo asoman la cabeza
entre las páginas, en forma de personajes o pequeñas historias que son todas
señales de una época, marcas que delimitan el transcurso de una obra que el
lector difícilmente dejará de asociar, incluso si ligeramente, con una
escritura autobiográfica.
Pero
ese es un primer nivel, un estadio que nos confirma la capacidad narrativa de
Rivero, el hecho de que continúa produciendo textos muy bien escritos, plenos
de gestos retóricos felices e historias exigentes, engañosamente simples y a
veces también conmovedoras.
Lo
que aquí se cuenta es la historia de una chica de pueblo chico, metida en una
familia problemática y clasemediera, en un colegio sofocante que comparte con
gente con la que tiene poco o nada en común, y que tras algunas rupturas y
conocer a un hombre decide cortar amarras con lo conocido y escapar del pueblo
la familia y el colegio, dejarlo todo.
En
un segundo nivel nos llegan otro tipo de certezas: la verificación de la apuesta
consciente de Rivero por explorar la feminidad como categoría política y
particularidad estética, la aparición de la enfermedad como uno de los centros
de su proyecto ficcional, la apuesta por el símbolo y la discontinuidad como
formas de la narración.
He
escrito ya antes sobre el tema de lo femenino así que aquí me concentro
brevemente en los otros dos. En 98
segundos… la anorexia literalmente consume a Inés, la única amiga de Genoveva,
la fibrosis ataca a Clara Luz, su abuela que es también su cómplice y
confidente, y un retraso mental afecta a Nachito, su hermano menor y uno de los
pocos y verdaderos objetos de amor de Genoveva, quien termina por robárselo de
la casa paterna en su escape hacia la nada.
Como
metáfora de un mal mayor -el narcotráfico o la modernidad o la desintegración
del pueblo- la enfermedad es uno de los nudos neurálgicos del relato, una
presencia que no desaparece, la criatura fetal de Lorena Vacaflor que es abortada
pero nunca destruida.
Es
la ruina ideológica del padre -comunista comprado con el dinero del narco-, el
vaciamiento espiritual de la madre -que tras el nacimiento defectuoso de
Nachito abandona la realidad para dedicarse a la “trascendencia espiritual”-, es
la entrega ciega de la abuela a los ritos del catolicismo y el vudú, la
cortedad de las compañeras de curso arrobadas por el dinero y la cultura pop,
la ceguera de las monjas encargadas del colegio.
Vale
destacar, por cierto, que las páginas que narran el desorden alimenticio de
Inés y el declive pulmonar de Clara Luz ante los ojos de Genoveva, el vínculo
que une amor y enfermedad, son algunas de las mejores de la novela.
Como
metáfora, la enfermedad es uno más de los símbolos que pueblan esta novela en
que el lenguaje, a ratos poblado por diminutivos y vencido por la ternura, y a
otros crudo e incluso tosco, muestra las mismas marcas de modernidad que el
pueblo en que vive Genoveva: la k aparece en algunas ocasiones en lugar de la
c, relámpagos en inglés se inmiscuyen en el monólogo en español, e incluso el
latín, complejizado en esta narración adolescente, se deja ver de rato en rato.
El
lenguaje, finalmente, tierno o tosco, oculta una pulsión que lo sobrepasa y es
otro de los motivos de la novela: la tendencia a la acumulación de símbolos y
la discontinuidad narrativa. 98 segundos…
avanza a saltos, no lo cuenta todo, se concibe como un mecanismo de sugerencias
cuya llave son las conclusiones del lector, su capacidad de unir piezas,
rellenar espacios vacíos.
No
nos cuenta todo lo que les sucede a los personajes, no nos provee los datos
completos de nada, no nos informa sobre todo lo ocurrido. Nos invita, más bien,
a inferirlo, a sacar nuestras propias conclusiones. Y esa es ya una victoria,
la demanda de una lectura atenta, comprometida, poco usual hoy cuando muchas
novelas prefieren más bien contarlo todo.
“El
impulso que tenía de ponerlo todo dentro de un código secreto era muy grande”,
dice Genoveva, y la novela lo confirma al presentársenos no cifrada pero sí de
cierta forma inconclusa.
“En
realidad siempre tuve cosas privadas”, continúa ella, y su diario, su vínculo
clandestino con el maestro Hernán, sus experiencias con drogas alucinógenas,
sus castigos en la escuela, su forma de relacionarse con el entorno, son
pruebas de ello, del juego de símbolos y ocultamiento que Genoveva llama vida.
Genoveva
entiende el carácter simbólico del mundo y por eso, antes de partir
definitivamente, a manera de despedida, dobla y quiebra violentamente una
muñeca que su amiga Inés le ha regalado, antes de guardarla en la mochila.
Por
eso recoge el feto de su compañera de clases y lo pone en el taper de sus
sándwiches, antes de también guardarlo en la mochila. Por eso su diario es un
plan de escape y una confesión que también guarda en la mochila. Por eso lleva
consigo un mechón del pelo blanco y amado de su abuela Clara Luz otra vez en la
mochila.
Y
una noche, a cuestas con todos los símbolos de su paso por la Tierra, Genoveva,
la estudiante de los saberes de éste y otros planetas, escapa por el
incomprensible lenguaje del esoterismo a una estrella también simbólica, hacia
un destino ingrávido, llevando en brazos y ofreciéndole el pecho a un último
símbolo vivo de su paso por el mundo. “En la mochila todo está listo y la luna
también ha comenzado a enflaquecer”.
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