jueves, 3 de abril de 2014

Staccato

El “Beethoven moderno”


El autor recapitula el escándalo del falso genio musical japonés, desatado hace algunas semanas.



Pablo Mendieta Paz

Se ha vuelto práctica corriente en todo el mundo el ejercicio del arte callejero; un sorprendente arte que, en todo su desenfado, o conmueve por la impericia de sus actores, o deslumbra por su destreza y hasta virtuosismo.
Día y noche somos testigos de ese mundo ideal, fantástico, de expresiva plasticidad y estética, sin escenario ni platea, ni candilejas que no sean el farol de la esquina, ni de público que corre a la función: éste ve todo, sin entradas de cortesía, a través de la ventanilla de un vehículo o atravesando una calle.
Se trata de artistas urbanos que se exhiben en La Paz, París, Bombay, Nueva York o Tokio, ejerciendo los más diversos oficios: payasos, mimos, esculturas vivientes, magos, malabaristas, pintores, artistas del grafiti (el gran Bansky ha llegado a escenarios tan exclusivos como los premios Oscar), o músicos: un saxofonista ciego que arranca sonidos inciertos; una inarmónica banda de rock; cantantes con pedazo de voces; o una Tracy Chapman que, dotada de una voz singular e intensamente dramática, llega con su Fast Car  desde el metro a la calle, de la calle a un café, y del café a la gloria.
Si bien el arte callejero manifiesta un espíritu natural, puro y espontáneamente expresivo, de cuya esencia nacen brillantes exponentes que alargan la mano, o eventualmente se transforman en auténticas celebridades -como los nombrados Chapman y Bansky-, existen, como en todo, casos de fraude.
Sigue viva en la historia del espectáculo la carrera de los “músicos” Fabrice Morvan y Rob Pilatus, bailarines alemanes nacidos de la entraña misma del arte urbano que tras un golpe de suerte fueron contratados para acompañar con su arte a la cantante italiana de pop Sabrina Salerno.
En una de las funciones los conoció el productor alemán Fank Farian, quien, magnetizado por su expresión artística, les ofreció lanzar su carrera musical ya no como bailarines sino como cantantes de temas en inglés.
Fue así que nació en la década de los 80 Milli Vanilli, un dúo que con el primer álbum, All or Nothing, se perfilaba como el comienzo de una leyenda, y con el segundo, Girl you know it´s true, se transformó en un auténtico “santo grial” de la música pop, al extremo de pisar la alfombra roja de la celebridad ganando el codiciado Grammy.
Sin embargo, poco les duraría la fama. Hacia 1989, durante un concierto para MTV, y en plena interpretación de Girl you know it´s true se evidenció, ante la inusual repetición de los primeros acordes, que no eran Fabrice Morvan ni Rob Pilatus los que cantaban sino que se trataba de un playback.
Como prueba, el solista Charles Shaw relató al periódico Newsday que él, John Davis, Brad Howell, y las gemelas Jodie y Linda Rocco, habían cantado entre  bambalinas todos los conciertos de Milli Vanilli y grabado la totalidad de los temas de su disco. La futura leyenda reventó como una ligera y pegadiza burbuja. Pilatus y Morgan eran simples impostores.
Frente a este decorado de arte urbano en el que se conjugan la sencillez con el esplendor, el arte en su expresión más pura con el éxito y el boato, y también con lo oscuro y decadente (una visión panorámica de lo que es y a lo que puede llegar la práctica de este singular arte), conviene, muy a propósito, sacar a colación a un personaje inspirado en el arte urbano.
Nacido en Hiroshima en 1963, hijo de “hibakushas” (víctimas del bombardeo atómico), Mamoru Samuragochi recibió de su madre clases de piano desde los cuatro hasta los 10 años, y de ahí en adelante siguió solo su aprendizaje musical.
Ferviente admirador de Mozart y de Beethoven, luego de acabar su colegiatura, estudió composición por cuenta propia. Persuadido de la riqueza artística que atesoraban las calles de su ciudad, se codeó con los artistas urbanos buscando inspiración para dar forma a su más anhelada meta: llegar a ser un afamado compositor. Haciendo gala de pasión y enorme esfuerzo, no pesó tanto su temprana sordera como sí su aspiración de triunfo para dar vida a sus sueños.
Imbuido de ese espíritu, alcanzó notoriedad a fines de los 90 cuando estrenó trozos de música que dieron vida a los conocidos juegos de video como Resident Evil.
En 2001, entrevistado por la revista Time, Samuragochi calificó su sordera como un “regalo de Dios”, pues decía que “los sonidos que germinaban de su espíritu y de sus sentidos le permitían crear lo más puro y lo más auténtico”, tal como así había concebido dos obras mayores: una sonata para violín, y la bella y vibrante Sinfonía nº 1, llamada Hiroshima.
De sublimes y exquisitas melodías que van directamente al corazón -propias de la inspiración japonesa-, Hiroshima, no obstante haber sido compuesta en recuerdo del trágico episodio nuclear, fue rebautizada como Sinfonía de la esperanza, pues se convirtió en el himno de reconstrucción de las regiones afectadas por el terremoto y maremoto que devastaron Japón en 2011.
A raíz de ello, la productora audiovisual pública, NHK, difundió en marzo de 2013 un intenso documental de homenaje a Samuragochi titulado La melodía del alma. En él, se ve al músico ir al encuentro de las víctimas de la catástrofe, y juega con una niña que había perdido a su madre.
Pero igual como ocurrió con el dúo Milli Vanilli, de pronto la figura de Samuragochi se desplomó pesadamente. El hombre que había sido bautizado como “el Beethoven de la era numérica”, “el Beethoven japonés”, y “el Beethoven moderno”, sucumbió cuando Takashi Niigaki, profesor de música, salió de las sombras y de un silencio de 18 años para revelar que desde 1996 había sido contratado por el falso artista para componer toda la música con la que éste ganó fama y prestigio.
Transmitida por televisión, la confesión de Niigaki duró cerca de una hora, lapso en que el verdadero autor de la Sinfonía Hiroshima anunció, además, con palabras liberadoras y dichas en tono monocorde y por poco inaudible, que la superchería podría haber continuado si es que no se hubiera escogido la Sonata para violín para acompañar el programa del patinador artístico japonés Daisuke Takahashi que competiría en los Juegos Olímpicos de Invierno de Sotchi. “No quise arriesgar un descrédito para nuestro atleta”, sostuvo Niigaki.

Así acabó toda la farsa. Samuragochi, hombre de 50 años, de anteojos oscuros y larga cabellera negra (como su impostura), no era más que un “músico” al que le era difícil leer una partitura pero que por su falacia había conquistado el estrellato y los corazones; un “músico” que no comprendió nunca la filosofía del arte urbano, ni había sido sordo ni compositor clásico. Un “músico” que no fue ni Ludwig…, y menos aún Beethoven.

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