El legado de Gabriel García Márquez
El autor reflexiona en torno a la importancia de la obra, el pensamiento y el estilo del autor colombiano para la literatura y la sociedad de América Latina.
Ramón Rocha Monroy (El Ojo de Vidrio) / Escritor
¿Cuántas causas y azares tendrán que confabularse para que
nazca otro Gabriel García Márquez? Quizá ya no en Aracataca pero sí con la
cuota de sencillez que le dio un gran pueblo y una gran familia.
Había escritores famosos como Martí, Darío, Neruda,
Gallegos, Asturias... pero al menos desde 1966 él solito se engarzó como
mascarón de proa de la literatura latinoamericana. Por aquellos años estallaban
por doquier rebeliones juveniles contra la guerra de Vietnam, contra el
sistema, contra la dictadura, y América Latina se veía como un todo.
Aquel año salió la primera edición de Cien años de soledad y
en marzo de 1967, el director Porrúa de Editorial Sudamericana, dicen que no
necesitó leer el manuscrito íntegro de esa novela que ya no tendría oportunidad
sobre la tierra, y la publicó, y al final fue traducida a 35 idiomas en el
mundo.
El Gabo nos desaforó la imaginación y nos enseñó a buscar lo
maravilloso en lo cotidiano de nuestras familias. Acaso ninguna de ellas
recobró después tanta dignidad como al influjo de Cien años…
Años después, René Bascopé escribiría La noche de los
turcos, que parecería calcada de la obra del Gabo si no tuviera su propia
fuerza, y entonces él pudo moverse a sus anchas de este y del otro lado del
delgado celofán que separa la vida de la muerte al escribir su novela La tumba
infecunda.
Cuando me enteré que la había presentado al Premio Guttentag
le dije resignado que una vez más me ganaría, como lo hizo antes durante el
exilio en México; pero, para sorpresa de todos declararon desierto el primer
premio y a los dos nos dieron el segundo compartido, y con la misma temática,
porque mi novela hablaba también sobre la muerte y había sido bautizada como El
run run de la calavera por mi entonces pequeña hija Raquel.
René y yo habíamos ya leído y visto Doña Flor y sus dos
maridos y Pedro Páramo y Cien años de soledad, por supuesto, y caminábamos como
Pedro por su casa a este y al otro lado de la muerte, hasta que él se quedó del
otro lado y nos dejó para siempre.
Carlos Fuentes dijo algo que nos pareció muy cierto: que
escritores como García Márquez eran los libertadores de la lengua castellana.
De pronto nos arriesgamos a escribir y lo primero que hicimos fueron
imitaciones.
Si escribir era decir las cosas con gracia y evitar aquello
que Lezama Lima describiría como la actitud de tortugones amoratados con la
cual “halgunos hescritores” velan armas para recibir el contacto con las musas,
entonces había para nosotros otra oportunidad sobre la tierra.
Eso, la liberación de la lengua castellana y de la imaginación
desaforada e irredenta de estos pagos, que habitaba en los sitios más humildes
de nuestros pueblos latinoamericanos se convirtieron en universales.
Y a ello había que agregar cierta disposición en mangas de
camisa para decir y nombrar las cosas, que alguna vez a Gabo le hizo elogiar el
castellano que se hablaba en México, y ponía como ejemplo la diferencia entre
méndigo y mendigo: mendigo es el que pide limosna y méndigo el que no la quiere
dar.
Desde entonces muchas aguas pasaron bajo los puentes. Vargas
Llosa hizo un estudio definitivo sobre la obra de Gabo que tituló Historia de
un deicidio, que hasta hoy es el mejor taller literario.
Sin embargo, recuerdo con especial cariño la lectura de las
primeras columnas de Gabo que reunió en el volumen Textos costeños, entre las
cuales figuran sus célebres “Jirafas”, a juzgar por la forma alargada de la
columna de opinión.
Este fue un taller inagotable para nosotros, que aprendíamos
esa zona amable del periodismo, que es opinar sobre todos y sobre todo, pero
sin dejarse tentar por la costumbre de acartonarse y decir cosas profundas.
Con la Fundación del Nuevo Periodismo, grandes periodistas
como Gabo, Tomás Eloy Martínez y su esposa, Susana Rotken, trataron de
estimular una dimensión ética en el ejercicio de lo cotidiano y ella escribió
un libro inolvidable sobre una invención del Nuevo Mundo, la crónica y los
cronistas.
Para sorpresa de sus lectores, resulta que un 70 % de la
obra de Darío, de Martí, de Amado Nervo, de César Vallejo y, por supuesto, de Gabo,
fue crónica periodística, pero por una convención decimonónica los críticos no
consideran sino sus poemas o novelas, algunos de los cuales han envejecido en
el tiempo.
La integridad intelectual y moral, la mansedumbre y simpatía
con que defendió los movimientos populares en América Latina y su apoyo
efectivo a la Revolución Cubana lograron que todos, en forma unánime,
festejáramos la concesión del Premio Nobel a un escritor que rememoró en su
discurso de aceptación a las víctimas de las dictaduras.
Palabras nobles, lecciones enormísimas vertidas en un
discurso corto pero compartido por su público.
Alguna vez elogió a un niño que hizo una pregunta de gran
literatura: Señor, ¿no vio pasar a una señora que iba sin un hijo como yo?
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