jueves, 24 de abril de 2014

Ojo de Vid

El legado de Gabriel García Márquez


El autor reflexiona en torno a la importancia de la obra, el pensamiento y el estilo del autor colombiano para la literatura y la sociedad de América Latina.

 
El autor junto a García Márquez en Guadalajara en 1991.
Ramón Rocha Monroy (El Ojo de Vidrio) / Escritor

¿Cuántas causas y azares tendrán que confabularse para que nazca otro Gabriel García Márquez? Quizá ya no en Aracataca pero sí con la cuota de sencillez que le dio un gran pueblo y una gran familia.
Había escritores famosos como Martí, Darío, Neruda, Gallegos, Asturias... pero al menos desde 1966 él solito se engarzó como mascarón de proa de la literatura latinoamericana. Por aquellos años estallaban por doquier rebeliones juveniles contra la guerra de Vietnam, contra el sistema, contra la dictadura, y América Latina se veía como un todo.
Aquel año salió la primera edición de Cien años de soledad y en marzo de 1967, el director Porrúa de Editorial Sudamericana, dicen que no necesitó leer el manuscrito íntegro de esa novela que ya no tendría oportunidad sobre la tierra, y la publicó, y al final fue traducida a 35 idiomas en el mundo.
El Gabo nos desaforó la imaginación y nos enseñó a buscar lo maravilloso en lo cotidiano de nuestras familias. Acaso ninguna de ellas recobró después tanta dignidad como al influjo de Cien años…
Años después, René Bascopé escribiría La noche de los turcos, que parecería calcada de la obra del Gabo si no tuviera su propia fuerza, y entonces él pudo moverse a sus anchas de este y del otro lado del delgado celofán que separa la vida de la muerte al escribir su novela La tumba infecunda.
Cuando me enteré que la había presentado al Premio Guttentag le dije resignado que una vez más me ganaría, como lo hizo antes durante el exilio en México; pero, para sorpresa de todos declararon desierto el primer premio y a los dos nos dieron el segundo compartido, y con la misma temática, porque mi novela hablaba también sobre la muerte y había sido bautizada como El run run de la calavera por mi entonces pequeña hija Raquel.
René y yo habíamos ya leído y visto Doña Flor y sus dos maridos y Pedro Páramo y Cien años de soledad, por supuesto, y caminábamos como Pedro por su casa a este y al otro lado de la muerte, hasta que él se quedó del otro lado y nos dejó para siempre.
Carlos Fuentes dijo algo que nos pareció muy cierto: que escritores como García Márquez eran los libertadores de la lengua castellana. De pronto nos arriesgamos a escribir y lo primero que hicimos fueron imitaciones.
Si escribir era decir las cosas con gracia y evitar aquello que Lezama Lima describiría como la actitud de tortugones amoratados con la cual “halgunos hescritores” velan armas para recibir el contacto con las musas, entonces había para nosotros otra oportunidad sobre la tierra.
Eso, la liberación de la lengua castellana y de la imaginación desaforada e irredenta de estos pagos, que habitaba en los sitios más humildes de nuestros pueblos latinoamericanos se convirtieron en universales.
Y a ello había que agregar cierta disposición en mangas de camisa para decir y nombrar las cosas, que alguna vez a Gabo le hizo elogiar el castellano que se hablaba en México, y ponía como ejemplo la diferencia entre méndigo y mendigo: mendigo es el que pide limosna y méndigo el que no la quiere dar.
Desde entonces muchas aguas pasaron bajo los puentes. Vargas Llosa hizo un estudio definitivo sobre la obra de Gabo que tituló Historia de un deicidio, que hasta hoy es el mejor taller literario.
Sin embargo, recuerdo con especial cariño la lectura de las primeras columnas de Gabo que reunió en el volumen Textos costeños, entre las cuales figuran sus célebres “Jirafas”, a juzgar por la forma alargada de la columna de opinión.
Este fue un taller inagotable para nosotros, que aprendíamos esa zona amable del periodismo, que es opinar sobre todos y sobre todo, pero sin dejarse tentar por la costumbre de acartonarse y decir cosas profundas.
Con la Fundación del Nuevo Periodismo, grandes periodistas como Gabo, Tomás Eloy Martínez y su esposa, Susana Rotken, trataron de estimular una dimensión ética en el ejercicio de lo cotidiano y ella escribió un libro inolvidable sobre una invención del Nuevo Mundo, la crónica y los cronistas.
Para sorpresa de sus lectores, resulta que un 70 % de la obra de Darío, de Martí, de Amado Nervo, de César Vallejo y, por supuesto, de Gabo, fue crónica periodística, pero por una convención decimonónica los críticos no consideran sino sus poemas o novelas, algunos de los cuales han envejecido en el tiempo.
La integridad intelectual y moral, la mansedumbre y simpatía con que defendió los movimientos populares en América Latina y su apoyo efectivo a la Revolución Cubana lograron que todos, en forma unánime, festejáramos la concesión del Premio Nobel a un escritor que rememoró en su discurso de aceptación a las víctimas de las dictaduras.
Palabras nobles, lecciones enormísimas vertidas en un discurso corto pero compartido por su público.

Alguna vez elogió a un niño que hizo una pregunta de gran literatura: Señor, ¿no vio pasar a una señora que iba sin un hijo como yo?

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