Silencio
“La realidad sin comentarios. Ya no existe algo así, vamos…”, se lamenta el autor en esa breve pero inquietante reflexión sobre una de las constantes de la vida actual.
Gabriel Chávez Casazola
Una falla técnica suprime los comentarios del
audio del canal de televisión, y por más de una hora la procesión del Santo Sepulcro
de Valladolid pasa ante nuestros ojos con sólo los sonidos naturales: el
redoble del tambor, las pisadas de los enmascarados, el frufrú de sus caudas,
de fondo las toses y murmullos de las mujeres y hombres vallisoletanos -bello
gentilicio: suena a valle de soledad- que se han apostado para verla pasar a
los costados de las calles, de su plaza.
Pero claro, es un error. Tanta naturalidad,
tanto silencio no podían ser ciertos en una transmisión televisiva, y arreglado
el desperfecto regresan los locutores: que “este tallado de la cofradía equis lo
hizo fulano, y muestra las características tales de la época zeta…”.
Y de este hablado modo se pierde el encanto
que, por un retazo de tiempo, ha permitido a los televidentes que nos sintamos
como en esas calles, en esa plaza vallisoletana, contemplando, participando de
la realidad por una vez sin comentarios.
La realidad sin comentarios. Ya no existe algo
así, vamos. Sólo en fragmentos de algunos noticieros culteranos, que gustan mostrar
por unos cuantos segundos la noticia del día sin explicaciones, con sólo disparos
(generalmente) y voces confusas, de multitud que no sabe lo que quiere (casi
nunca lo sabe, y cuando lo sabe generalmente hay que poner los pies en
polvorosa).
Después, realidad sin comentarios no existe ni
en los templos, donde con moniciones a menudo mal escritas van explicándote
todo lo que sucede en el rito, que antes no precisaba ni hoy precisa
explicaciones; ni tampoco -al otro extremo- en aquellas pistas donde comentan hasta
la música y su ritmo y la manera en que se baila: para eso mejor bailar a buen
recaudo, en un bulín; y hacerlo solos y pegados, como antes, como en la canción
cursi.
Tampoco mucha gente por las calles del mundo
soporta ya caminar por la realidad con los sonidos que ella emana o que de ella
se desprenden. Para acallarlos, superponiéndoles otros sonidos o ruidos
mediante los audífonos, nacieron los walkman, a los que siguieron sus primos
los discman, sus sobrinitos los reproductores de MP3 y MP4 y ahora los nietos
iPod y similares.
Y los celulares que reproducen música. Y la música en el auto, lo más envolvente y
cuadrafónica posible. Y la insulsa alfombra musical que flota por todas partes:
restaurantes, tiendas, oficinas, bares…
Hoy mismo mostraban en algún canal una casa
inteligente con música de fondo en cada habitación. Presumo que no para ser
escuchada, no para ser oída. Más bien para no escuchar ni oír. Para que la
soledad no se note. Para que el dolor de la conciencia y la conciencia del
dolor se mitiguen.
Aun en la oscuridad, cuando queremos buscar
con la mirada los astros, allá arriba, sumidos en el silencio -o en la distante
y aquí imperceptible música de las esferas-, o si volvemos nuestros oídos y
nuestras mentes hacia los sonidos de la noche, de una noche quieta, ahí están
por sobre la ciudad y entre las casas las voces de los animadores de las
fiestas, de los “animadores” de una existencia a la que, precisamente, le falta
ánima, soplo, espíritu para vivirse tal como es: con todos los silencios del
caso. Con todos los gritos, si cabe. Con toda su paz de domingo y su batalla de
lunes y su alegría de viernes. Y con ese remoto y casi perdido, pesado silencio
de la Semana Santa de otrora, tejido de mil dolores y soledades y cavilaciones sin
comentarios. Sin más comentario salvo los sonidos emanados, desprendidos del
propio silencio en su espesor.
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