Notas sobre poesía (casi) contemporánea en Bolivia
Una reflexión-actualización de algunas características y derroteros de la poética actual en el país.
Rodolfo Ortiz
El año 2003 la revista Barataria me propuso elaborar una
muestra de poesía contemporánea escrita en Bolivia. El número que se hizo cargo
de esta muestra se publicó el 2004 en Buenos Aires. En ese entonces seleccioné
a cinco poetas, que al cabo se ratifican aquí, en estas notas que salieron como
una de las “introducciones” al libro Unidad Variable sobre poesía nueva en
Bolivia y Argentina.
Dado que este texto no acaba y sigue mutando, la publicación
de Barataria me ayuda hoy a corroborar algunas líneas de la nota introductoria
que escribí para entonces y ajustar, erratas incluidas, las publicadas el 2011
en Unidad Variable.
Y comienzo donde había comenzado la última vez, evocando la
metáfora “unidad variable” como un síntoma (casi) contemporáneo para
reflexionar sobre la poesía en Bolivia. En principio, considero que el oficio
de escribir “poemas” no se justificaría por el epíteto de ser necesariamente
“boliviano”, palabra que comenzaría a tambalear si pensamos en el tipo de
entrevero lingüístico que implica esta práctica. Prefiero conjeturar que el
oficio de escribir se adhiere menos al cuidado de un tórax que a la tarea de
avivar un pulmón, quiero decir, menos al egotismo de la circunstancia vital que
a una forma de la respiración. Y con esto no creo negar que la búsqueda al
interior de una lengua sea una lucha incesante por densificar la parcela de
realidad siempre tornadiza que nos toca nombrar.
En tal sentido, la poesía en Bolivia prefiguró pacientemente
esa zona desde la cual una lengua se hace única (no unitaria) y al mismo tiempo
variable. ¿A qué patria pertenece el saber que va activando un escritor?
Cargando con la nadería de las palabras quiero pensar que un poema llega a
constituir algo así como un refugio frente a las contradicciones groseras que
se justifican con el comodín de lo nacional o en este caso de lo generacional.
Un poema suele ser el súbito de un hallazgo y la experiencia de un descalabro
lingüístico que inevitablemente lo acompaña. En este sentido, no sería de mucha
utilidad prefigurar la idea de una generación de poetas aunados por
preocupaciones o características comunes, pues esa lengua, llamada aquí
respirante, descubre su rasgo en el acto mismo que gana de unario, más allá de
todo ideal de tradición. Quiero decir, si un rasgo es el intento de fijar lo
inexpresable, su carácter unario será el modo irrepetible de encarnar ese
“inexpresable” en lo histórico.
Sometamos esta reflexión a un gradus no tan implícito: estas
escrituras han configurado una coral de solitarios, o mejor, de solistas, donde
no se sabe quién aúna o quién desafina, o si aquel que desafina es el que
finalmente aúna. Bastaría escuchar al unísono un dichtum de Eduardo Mitre con
otro de Jorge Campero para experimentar un caso ejemplar de sublime disonancia
y de “muchos lenguaxes ajuntando” para replicar a Guamán. Sin embargo, más que
la prefiguración de un territorio estilizado de voces o de una danza de pasitos
traviesos, lo que parece resonar en esta zona bifronte es el rumor de una vieja
conciencia crítica que corroe los lenguajes y, lo que considero más relevante
por su particularidad, las leyendas que traen consigo esos lenguajes.
A donde apunto es a que a la larga estas escrituras van
diseminando una enfermedad incurable al interior de nuestra lengua. Pero una
enfermedad, habrá que reconocer, germinativa; aspecto que en suma se constituye
en un elemento fundamental más allá de los esfuerzos performativos de algunas
publicaciones. Sin embargo, quizás sea Jaime Saenz el ejemplo mayor de una
escritura que vivió con implacable intensidad la enfermedad y la agonía de una
lengua. Imposible no oír en los pasillos de esta torre abolida (para traer a
Nerval y con él al poeta Rubén Vargas) sus graves resonancias y con ellas los
agónicos chirridos de una lengua volcada en una vieja cacerola incendiaria y
transfiguradora.
Poner de relieve los detalles que avivan estos gestos sería
a su vez extremo para el desarrollo de estas notas. Sin embargo, creo verificar
que en el patio (casi) contemporáneo de la poesía en Bolivia hablan con la
misma dentadura imaginaria lo dado de un poema y el deterioro solitario que
significa escribir. En otras palabras, ámbito y proceso, modo y certidumbre
constituyen rasgos diferenciales que no reprimen la posibilidad de llamarse
poeta “sin necesidad de escribir ningún poema”, para decirlo con Saenz. Obras
imprescindibles como las de Edmundo Camargo, Guillermo Bedregal, Sergio Suárez
Figueroa, Jesús Urzagasti, Humberto Quino o Juan Cristóbal Mac Lean, son prueba
indudable de este proceso oscilatorio y que habría que empezar a escarbar no
tanto desde lo que esmeradamente publicaron, sino también desde lo que vive aún
disperso, anulado y oculto en cada uno de ellos.
A su vez, un rasgo nutriente y complementario podría ser el
siguiente: para quienes suscriben esta historia no hay primer lector que no sea
el que escribe. Cómo no citar libros imprescindibles al respecto como La torre
abolida, Homo Demens, Bajo el cóncavo privilegio de la desmemoria, Leyenda,
Tras el cristal, El libro entre los árboles, Parodias, invenciones y otras
blasfemias o el último poema de Luciérnaga sangrante; todos ellos creados a
partir de la clara convicción de “no escribir ningún poema” sino de
reescribirlo y en algunos casos transgredirlo, aspectos que a su vez derivan en
una actitud devastadora del oficio de escribir. Pensemos en su más ardiente
portavoz, Humberto Quino, cuando anota al inicio de un poema: La escritura
(léase también la lectura) es el eco de la maldición de estar vivos. A lo que
responderíamos con una frase lacónica de Laura Villanueva Rocabado, su mamá: el
encanto se ha roto.
Cerraría estos brevísimos apuntes señalando que si bien es
frecuente pensar la poesía como una evolución, considero que en Bolivia no es
posible manejar este criterio. Ningún poema es evolución de ningún otro. Por
eso sus poetas se dedican a la ofrenda indecible y por qué no ilegible de sus
poemas. Se detestan abierta o silenciosamente entre ellos, y desparraman su
lengua putrefacta e intensa por calles, ciudades y recovecos; pero todos juegan
a la pelota en el mismo patio verbal, y esto resulta, algo así, como un logro
inaudito y productivo; sin nuevo patio y sin nombre todavía.
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