jueves, 17 de abril de 2014

Parhelio

Notas sobre poesía (casi) contemporánea en Bolivia
 

Una reflexión-actualización de algunas características y derroteros de la poética actual en el país.




Rodolfo Ortiz

El año 2003 la revista Barataria me propuso elaborar una muestra de poesía contemporánea escrita en Bolivia. El número que se hizo cargo de esta muestra se publicó el 2004 en Buenos Aires. En ese entonces seleccioné a cinco poetas, que al cabo se ratifican aquí, en estas notas que salieron como una de las “introducciones” al libro Unidad Variable sobre poesía nueva en Bolivia y Argentina.
Dado que este texto no acaba y sigue mutando, la publicación de Barataria me ayuda hoy a corroborar algunas líneas de la nota introductoria que escribí para entonces y ajustar, erratas incluidas, las publicadas el 2011 en Unidad Variable. 
Y comienzo donde había comenzado la última vez, evocando la metáfora “unidad variable” como un síntoma (casi) contemporáneo para reflexionar sobre la poesía en Bolivia. En principio, considero que el oficio de escribir “poemas” no se justificaría por el epíteto de ser necesariamente “boliviano”, palabra que comenzaría a tambalear si pensamos en el tipo de entrevero lingüístico que implica esta práctica. Prefiero conjeturar que el oficio de escribir se adhiere menos al cuidado de un tórax que a la tarea de avivar un pulmón, quiero decir, menos al egotismo de la circunstancia vital que a una forma de la respiración. Y con esto no creo negar que la búsqueda al interior de una lengua sea una lucha incesante por densificar la parcela de realidad siempre tornadiza que nos toca nombrar.
En tal sentido, la poesía en Bolivia prefiguró pacientemente esa zona desde la cual una lengua se hace única (no unitaria) y al mismo tiempo variable. ¿A qué patria pertenece el saber que va activando un escritor? Cargando con la nadería de las palabras quiero pensar que un poema llega a constituir algo así como un refugio frente a las contradicciones groseras que se justifican con el comodín de lo nacional o en este caso de lo generacional. Un poema suele ser el súbito de un hallazgo y la experiencia de un descalabro lingüístico que inevitablemente lo acompaña. En este sentido, no sería de mucha utilidad prefigurar la idea de una generación de poetas aunados por preocupaciones o características comunes, pues esa lengua, llamada aquí respirante, descubre su rasgo en el acto mismo que gana de unario, más allá de todo ideal de tradición. Quiero decir, si un rasgo es el intento de fijar lo inexpresable, su carácter unario será el modo irrepetible de encarnar ese “inexpresable” en lo histórico.
Sometamos esta reflexión a un gradus no tan implícito: estas escrituras han configurado una coral de solitarios, o mejor, de solistas, donde no se sabe quién aúna o quién desafina, o si aquel que desafina es el que finalmente aúna. Bastaría escuchar al unísono un dichtum de Eduardo Mitre con otro de Jorge Campero para experimentar un caso ejemplar de sublime disonancia y de “muchos lenguaxes ajuntando” para replicar a Guamán. Sin embargo, más que la prefiguración de un territorio estilizado de voces o de una danza de pasitos traviesos, lo que parece resonar en esta zona bifronte es el rumor de una vieja conciencia crítica que corroe los lenguajes y, lo que considero más relevante por su particularidad, las leyendas que traen consigo esos lenguajes.
A donde apunto es a que a la larga estas escrituras van diseminando una enfermedad incurable al interior de nuestra lengua. Pero una enfermedad, habrá que reconocer, germinativa; aspecto que en suma se constituye en un elemento fundamental más allá de los esfuerzos performativos de algunas publicaciones. Sin embargo, quizás sea Jaime Saenz el ejemplo mayor de una escritura que vivió con implacable intensidad la enfermedad y la agonía de una lengua. Imposible no oír en los pasillos de esta torre abolida (para traer a Nerval y con él al poeta Rubén Vargas) sus graves resonancias y con ellas los agónicos chirridos de una lengua volcada en una vieja cacerola incendiaria y transfiguradora.         
Poner de relieve los detalles que avivan estos gestos sería a su vez extremo para el desarrollo de estas notas. Sin embargo, creo verificar que en el patio (casi) contemporáneo de la poesía en Bolivia hablan con la misma dentadura imaginaria lo dado de un poema y el deterioro solitario que significa escribir. En otras palabras, ámbito y proceso, modo y certidumbre constituyen rasgos diferenciales que no reprimen la posibilidad de llamarse poeta “sin necesidad de escribir ningún poema”, para decirlo con Saenz. Obras imprescindibles como las de Edmundo Camargo, Guillermo Bedregal, Sergio Suárez Figueroa, Jesús Urzagasti, Humberto Quino o Juan Cristóbal Mac Lean, son prueba indudable de este proceso oscilatorio y que habría que empezar a escarbar no tanto desde lo que esmeradamente publicaron, sino también desde lo que vive aún disperso, anulado y oculto en cada uno de ellos. 
A su vez, un rasgo nutriente y complementario podría ser el siguiente: para quienes suscriben esta historia no hay primer lector que no sea el que escribe. Cómo no citar libros imprescindibles al respecto como La torre abolida, Homo Demens, Bajo el cóncavo privilegio de la desmemoria, Leyenda, Tras el cristal, El libro entre los árboles, Parodias, invenciones y otras blasfemias o el último poema de Luciérnaga sangrante; todos ellos creados a partir de la clara convicción de “no escribir ningún poema” sino de reescribirlo y en algunos casos transgredirlo, aspectos que a su vez derivan en una actitud devastadora del oficio de escribir. Pensemos en su más ardiente portavoz, Humberto Quino, cuando anota al inicio de un poema: La escritura (léase también la lectura) es el eco de la maldición de estar vivos. A lo que responderíamos con una frase lacónica de Laura Villanueva Rocabado, su mamá: el encanto se ha roto.

Cerraría estos brevísimos apuntes señalando que si bien es frecuente pensar la poesía como una evolución, considero que en Bolivia no es posible manejar este criterio. Ningún poema es evolución de ningún otro. Por eso sus poetas se dedican a la ofrenda indecible y por qué no ilegible de sus poemas. Se detestan abierta o silenciosamente entre ellos, y desparraman su lengua putrefacta e intensa por calles, ciudades y recovecos; pero todos juegan a la pelota en el mismo patio verbal, y esto resulta, algo así, como un logro inaudito y productivo; sin nuevo patio y sin nombre todavía. 

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