Librerías
Acaba de celebrarse el Día Internacional del Libro, valga pues esta nostálgica nota sobre las librerías de antes, y las cada vez más escasas de hoy.
Carlos
Decker-Molina
William
Foyle, en los años 20, era el librero más importante de Londres. Su visión era
una librería global ubicada en Charing Cross road; alcanzó a contar con cuatro
millones de ejemplares, algunos de los cuales, mezclados con arena, utilizó en
la defensa de su tienda cuando Hitler bombardeó Londres.
Foyle
tenía una hija, Christina, que a pesar de tener sólo 20 años viajó a Moscú a
comprar libros que Stalin había prohibido. La expedición fue un éxito. Pero
luego, Christina, enterada de la quema masiva de libros en Berlín, se fue a comprar
toneladas de ese material inflamable, sin resultado alguno.
Los
estalinistas hicieron negocios, los nazis, de haber podido, quemaban incluso al
Foyle. Hoy, la librería, sigue peleando por su sobrevivencia. Las bombas son
virtuales. Alguna puede llamarse Amazon y otra piratería.
Frente
a mi está un manoseado cuadernillo, un poco más de 30 páginas editadas por
Alianza en su colección de bolsillo. En sus páginas, Funes dice: “Mi memoria,
señor, es como vaciadero de basuras”, un poco como la mía.
La
historia borgeana de Funes pudo ser la de un conocido mío, exiliado memorioso,
que por salvar los libros de su biblioteca los aprendió de memoria y los decía
a voz en cuello; lo llamábamos “el librería”. Recuerdo que murió como un verso
escrito en una servilleta olvidada en una mesa de una taberna de Gotemburgo.
Funes,
el memorioso fue encontrado en una librería de viejo en la esquina de las
calles Palme y Drottninggatan del Estocolmo de los 70, cuando el idioma se
volvía patria y territorio. Hoy en la esquina aludida se vende café en todas
sus variantes.
Jorge
Carrión en Librerías (finalista del premio Anagrama de ensayo 2013) escribe:
“Las culturas no pueden existir sin memoria, pero tampoco sin olvido. Mientras
que la biblioteca se obstina en recordarlo todo, la librería selecciona,
desecha, se adapta al presente gracias al olvido necesario”.
Personalmente
tengo una relación de propiedad con el libro. Sólo así me está permitido olerlo,
meterle el dedo entre páginas, tarjarlo y escribir, en los márgenes, mis
estados de ánimo antes que razones. Un volumen prestado (de la biblioteca o del
amigo) es como flor de invernadero, necesita cuidados y delicadeza.
En
los países por donde anduve, la librería se convirtió en hogar igual que la
biblioteca, pero confieso que me encantan las librerías por su magia
desordenada, por sus colores y, sobre todo, por su desparpajo.
Walter
Benjamín, en el Libro de los pasajes, escribe: “Una librería pone manuales
sobre el amor junto a estampitas de colores; hace cabalgar a Napoleón en
Marengo junto a las memorias de una doncella de cámara y, entre un libro de
sueños y otro de cocina, hace marchar a antiguos ingleses por los caminos
anchos y estrechos del evangelio”.
La
misma percepción tenía aquel adolescente que iba de la mano de su padre a la
avenida Perú de la ciudad de Cochabamba a comprar “el libro que quieras” donde
Werner Guttentag. Los Amigos del Libro, era la librería más importante de la ciudad.
Ya
en Oruro, mi sitio favorito era la librería de a mi entrañable amigo Edgar
Jiménez Cabrera que estaba ubicada en la acera norte de la plaza 10 de febrero.
Todavía recuerdo la colección completa de Freud, que me hizo traer desde Buenos
Aires y, de yapa, Rayuela de Cortázar.
De
saber mi destino, como Jorge Carrión, habría guardado tarjetas postales, habría
escrito apuntes y tomado fotografías para luego recomponer la historia de las librerías
que, tal vez hoy, están definitivamente cerradas o han cambiado de dirección o
simplemente la globalización las ha convertido en cafeterías, o el fuego de la
guerra las ha transformado en ceniza.
Podría,
así, mostrar algo de la librería del puente
medieval bombardeado, en la ciudad en que vi libros a medio quemar,
chamuscados como cuerpos de soldados yugoslavos, los levanté, los toqué, traté
de limpiarlos a pesar de que estaban escritos en otra lengua; pude haber traído
alguno conmigo, pero preferí dejarlos en la acera de la librería chamuscada
porque ese era su domicilio.
En
Beirut, visité la librería de los asirios y tras de ella la imprenta donde se
publicaban libros y panfletos en arameo.
Tengo
el viejo recuerdo de Buenos Aires de principios de los 70, ciudad donde el
quiosco, la librería de viejo, la librería de urgencia (esa que está en los
túneles de metro o en las estaciones ferroviarias) y las establecidas se entrelazaban
de una manera intelectual porque el quiosquero opinaba sobre Borges a tiempo
que el librero sugería el último tomo de Mafalda y el anticuario, a las tres la
madrugada, me mostraba un Bocaccio “salvado de alguna inquisición”.
Las
librerías son embajadas sin fronteras, pero los libros pueden convertirse en
cédulas de identidad. Cuando retorné a finales de los 70 a la capital
argentina, el comprar un libro entrañaba, las más de las veces, un riesgo
político; pero las librerías se fueron acomodando a la circunstancias, poco a poco
vendían, tras el mostrador o en la trastienda, alguna de esas obras malditas.
Las
librerías sufrieron las diferentes tiranías, sobrevivieron en el “filo de la navaja”.
Sin embargo, en la historia encontramos tiranos como el general Asinio Polión
que fundó en el año 39 a. C. la Biblioteca de Roma con ejemplares que fueron el
botín de la campaña en Dalmacia.
Pude
ver, oler y sentir la presencia de los personajes de Umberto Eco cuando estuve
en Praga y visité la Biblioteca del Monasterio de Strahov (donde filmaron El nombre
de la rosa). Me convencí luego, en la Biblioteca Pública de Nueva York, de la
majestuosidad auténtica o pretendida de esos centros de lectura e investigación;
quizá intimidado por esa grandeza confirmé mi preferencia por el cuchitril que
aloja una librería de barrio, como la del frente al edificio donde vivo en
Estocolmo, una planta baja atiborrada de libros en árabe, turco y persa. Y
“unos cuantos en español”.
Hace
algunos días, su dueño me convocó al entierro. La librería cerró. “Internet y
los alquileres han terminado por matarnos”, me dijo. Al poco, se brindó con
champán la apertura de una tienda mayorista de ropa de moda.
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