jueves, 3 de abril de 2014

El último mestizo

Diario de un lector



Una vez más el autor comparte partes de esa bitácora de experiencias, descubrimientos y azares propios de todo buen lector.



Manuel Vargas

1.                  El lugar donde vivo se encuentra a 15 minutos, a pie, de la orilla de la ciudad. Esa orilla está bien definida: un puente precario donde acaba el asfalto y el agua potable y el alcantarillado, y comienza una subida empedrada, flanqueada por una quebrada que se vuelve río en tiempo de lluvias. Al lado derecho hay una gran peña, donde asoman vizcachas y por donde vuelan nubes de pajaritos diminutos.
Y ahora llego a lo que quería llegar: esos pajaritos, y algunas palomas, no son ninguna novedad para mí, sino unas dos viejas aves rapaces, de alas blancas y negras (¿alkamaris?), que inclusive se asientan en los arbustos o caminan junto a algunas ovejas al frente de mi casa.
Hasta ahora no he podido fotografiarlas, y me doy cuenta de que soy un ignorante en aves de esta zona andina. Ayer mismo, me topé con otra: casi más grande que una paloma, café claro el plumaje y cabeza grande, también de las rapaces.
Se asentó en la punta de un poste, me acerqué hasta unos cinco metros, y voló. Pobrecitas, no terminan de ubicarse todavía pensando que están en el paraíso, cuando ya los humanos estamos invadiendo sin remedio su mundo, y la ciudad se emplazará aquí sin remedio, con sus autos, sus muros y su basura.
A estas alturas, ya no sé si es mejor que me ocupe alguna vez de aves, o siga metido en mis libros.
2.                  De manos de su hija, recibí una nueva novela de mi amigo Isaac Sandoval Rodríguez (1938). Pues Isaac no sólo es abogado e historiador, no sólo fue el más joven ministro de Juan José Torres y el primer rector de la Universidad de Siglo XX. También es novelista.
La primera que escribió se llama Los novenarios de doña Porfía Campos, y en el mismo estilo de titular, la última es Los amores veleidosos de Juan de las Lagunas (Santa Cruz, 2012). Novela sin novelería, con el puro gusto de contar aventuras amorosas.
Pero también aquí se puede conocer un carácter, una realidad sencilla de una región del país, del ser humano, del lenguaje. Una novela escrita con soltura. ¿O más que todo eso? ¿No nos está contando también, en el fondo, la pena y la incapacidad de amar y comprometerse de este don Juan? Nada puede ser definitivo, somos simples pasajeros en este mundo.
Y un detalle: De pasada, en el argumento de esta historia de amor, o más bien de puro y directo erotismo, se habla de un hecho de sangre en un hotel Alcatraz, de donde escapa el personaje. Y por los detalles, sabemos que el nombre de este hotel es, en realidad, el famoso Hotel Las Américas del caso Rózsa.  
3. También leí una novela de Carlos Condarco Santillán (1946). El tesoro del Sacambaya (Oruro, 2011). Condarco también es poeta, investigador y narrador de cuentos. Ya camina con un bastón por las calles de Oruro, pero monta a caballo por las pampas, no por el gusto de montar, sino porque tiene una finca, ¿un predio rural?, en el altiplano, y combina, supongo, el latín con el aymara, las leyendas andinas con los mitos griegos. Y sabe montar a caballo, que ya es mucho decir en un escritor.
Lo interesante de El tesoro del Sacambaya, es que con ella este autor ha escrito al mismo tiempo una novela de aventuras y  una estricta novela juvenil, como ahora gustan clasificar algunas editoriales.
Y si dije que Carlos sabe de caballos, pues todo ese arte se nota al desplegarnos las aventuras de un grupo de jóvenes que se van por los caminos y las cumbres andinas, en busca de un tesoro, de una vieja historia, real y legendaria, excusa para que los lectores conozcan y respiren aires puros de esos lugares que tan bien conoce el autor.
¿Cuántos jóvenes de la ciudad no gustan de salir al campo, así sea de excursión o de aventura, para ampliar sus horizontes y remover los malos aires urbanos, y darse un buen sacudón de aventuras? Pues, con la lectura de esta novela, muchos sentirán ese placer de lo desconocido, que no debería serlo tanto.
4. Es necesario hablar de Víctor Hugo. ¿Una vez más? No, por primera vez en mi caso. Ocurre que el año pasado se me ocurrió, por fin, entrarle a Los miserables. La edición que tengo es de 1.348 páginas, ya voy por la 350.
Cuando era joven leí sus versos, una amiga entendida en la materia (boliviana venida de Francia) me comentaba entonces que era una pena que, fuera de su patria, a Víctor Hugo se lo reconociera sólo por sus inmensas novelas, algunas de ellas no tan fáciles de leer. Y era verdad, digo yo, que no soy asiduo lector de poesía. Gran poeta, más allá de cualquier etiqueta que se le ponga, como eso de romántico o de anticuado.
Aparte de Los miserables y de Nuestra señora de Paris, ya casi no se encuentran ediciones nuevas de sus obras. Qué pena, pero yo estoy feliz de tener algunas otras novelas, publicadas allá por los años 40 del siglo pasado. A propósito, en mi prehistoria literaria, vi la película basada en esta última novela, ah, cómo me gustó (¿se acuerdan ustedes qué actorazo hacía de Cuasimodo?), pero cuando agarré el libro, me dejaron fuera de combate las descripciones de “Notre Dame”.
Hace ya poco tiempo supe otra novedad del autor que me ocupa. Maurice Merleau-Ponty dice en uno de sus libros que Víctor Hugo era un monstruo de la lectura y de la investigación en bibliotecas de su tiempo -claro, desde ahí para atrás. Qué no sabía, qué no investigaba y cuánto lograba entrar a semejante cerebro y corazón.
Pero el asunto que ahora me ocupa, es el siguiente. Ya en la página por donde voy, ha ocurrido la batalla de Waterloo. Ya Napoleón anda borrachito de locura por ese campo luego de la derrota. Ya hemos vivido el agua y el barro y la sangre y la inmensidad de muertos que casi rellenan todos los huecos de la tierra.
Y en una de esas últimas escenas, cuando los ingleses les dicen a un grupículo de soldados franceses que ya está de buen tamaño, que se rindan, un soldado, un tal Cambronne, le responde… imagínense ustedes las circunstancias, después de todas esas páginas de lucha y de derrota, considerando el tono épico de la novela, la seriedad y la altura de don Víctor Hugo… este Cambronne le responde al inglés con un “¡Mierda!”.
(Y después viene todo un capítulo donde el autor analiza esta respuesta, hasta disculpándose por el uso de la bendita palabra, pero ni modo, esa tenía que ser, la justa y la correcta y la más significativa de la historia en esas circunstancias…).
Y entonces, claro, uno se acuerda de don Gabriel García Márquez y de la expresión final de El coronel no tiene quien le escriba. Y no sé si ya algún crítico, u ocioso lector como el autor de este diario,  se acordó y dijo que el antecedente de García Márquez (en el arte y efecto de utilización de la palabrita), está precisamente en Víctor Hugo.
Demás está decir que, para finalizar este acápite, me prometo terminar la novela este año. Muy rara vez me ha ocurrido que no tenga apuro y pueda estar feliz compartiendo con este autor francés lenta y largamente ese su mundo tan lleno de detalles y maravillas expresado en Los miserables.

Y ahora sí termino, por ahora, con esta frase, cuándo no, de Jorge Luis Borges: “Es curioso advertir que el estilo de Dios es casi idéntico al de Víctor Hugo”.

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