Los Cazorla cuentan historias
Una familia orureña aprovecha su rico archivo y patrimonio cultural para compartir su conocimiento histórico e incentivar el amor por su ciudad
Lupe Cajías
Aquel viaje fue
intenso. Como siempre, desde mis 16 años, recorrer Oruro de noche, sus suburbios
y callejuelas, los cerros y las cantinas mineras, llenaba de personajes mi
libretita roja.
La última noche había
conocido, con un amigo periodista, los recovecos de las prostitutas callejeras,
¡a 10 grados bajo cero! Casi todas regordetas y abrigadas con gorros de lana y
ponchos anchos, frotando las manos en improvisados braseritos a la espera de un
cliente.
Su único atractivo
sensual eran las medias de lana caladas y apretadas a sus generosas caderas.
Imaginaba los esfuerzos del urgido de amor para desvestir aquellas mujeres, tan
lejanas a las desnudeces y jocosidades carnavaleras.
Al amanecer debía
partir a Chayanta y por eso aproveché el tiempo para conocer algo más de mi
patria. Más triste que impresionada acepté desayunar en el democrático mercado
popular orureño. Entonces era posible compartir entre muchos un apicito morado
y nadie temía por su cartera; atrás, los borrachitos se limitaban a murmurar, a
reír en soledad o a dormitar sin molestar a nadie.
Entonces mi amigo
Jorge me comentó de un muchacho que combinaba el interés por el periodismo con
la inquietud de juntar piezas para reconstruir la historia orureña o, por lo
menos, mantener su memoria colectiva.
Al retornar de las
minas, después de una conferencia para los periodistas, fuimos presentados.
Fabrizio Cazorla me contó sobre sus muchos recortes de prensa, revistas,
fotografías y recuerdos acumulados en su casa y me invitó a tomar té.
¡Quedé maravillada!
Entré al zaguán típicamente orureño, bordeado de geranios rojos y blancos en
macetas improvisadas de verdes latas de manteca. En las paredes del corredor de
antaño colgaban fotografías de la belle epoque orureña y retratos de
personajes, quizá familiares, que podríamos imaginar con sus muchas biografías
noveladas en los años 50 de la capital minera del estaño.
También conocí a la
madre, culta y orgullosa del esposo y de la prole intelectual, con mandilito
coqueto y de cabellos ondulados de antigua moda, quien nos sirvió el té. Es
decir, nos invitó a refugiarnos en costumbres que poco a poco se pierden, sobre
todo en La Paz. Tomar
té como en la niñez, en tasas grandes con adornos de pajarillos o de flores, té
a granel, agua hirviendo, pan fresco, mantequilla, mermelada, queso blanco.
Fui feliz, aunque ni
mis anfitriones creían mi contento. Para mí fue un repaso sabroso por la
historia de lo cotidiano, las biografías que cada vez interesan más a la
historiografía que recién se da cuenta que la historia de la humanidad no se
puede resumir en batallas y héroes llenos de medallas.
Comprendí que Fabrizio
y su hermano Maurice se alimentaban de la memoria de su pueblo desde la casa materna
y que cada espacio de su territorio, cada momento vespertino, cualquier
sobremesa y los muchos papeles en los baúles eran parte de su trabajo.
La familia protagonizó
durante años la búsqueda sistemática de la historia orureña, desde la
magnificencia del desarrollo minero y metalúrgico, las orquestas típicas, los
campeonatos de bicicleta, los equipos deportivos, las reinas de belleza y,
obviamente la fiesta, la diablada, el carnaval.
Ellos trabajaron desde
la función pública y también con iniciativas privadas para difundir al país y
al mundo la importancia de su pequeña patria, sobre todo durante las primeras
cinco décadas del siglo XX.
Uno de sus trabajos
más constantes es la publicación de la colorida revista Historias de Oruro,
cuyo último número se presentó en febrero en diferentes capitales del país y en
La Paz contó con
el auspicio del Espacio Simón I. Patiño. Como cada número, la revista indaga
sobre los patriotas y las fechas cívicas orureñas, las actividades sociales y
la fiesta.
En el acto realizado
en Sopocachi, además fue proyectado un pedazo de película centenaria en la cual
se pueden ver los primeros diablos de la centuria y el público pueblerino
apostado con holgura en las anchas veredas de la Plaza 10 de Febrero.
También fue anunciado
el programa de turismo cultural que ofrece la familia cada primer martes de
mes, un programa truculento que empieza poco antes de la medianoche y culmina
en la madrugada, para caminar del brazo de los misterios orureños, las
leyendas, los mitos por los recovecos y pasajes de la mítica capital del
folklore boliviano.
La revista se vende en
los puestos de libros en el pasaje Marina Núñez del Prado en el centro
histórico paceño; se puede, además, reservar plazas para el paseo mensual, una
experiencia imperdible para conocer un poco más de la Bolivia profunda.
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