Maldito malditismo
De los autores marginales, de los enfant terrible de la literatura, y del culto que se crea en su entorno.
Gabriel
Chávez Casazola
Morbo,
en alguna medida, lo tenemos todos, y también cierta admiración (o envidia,
según) por los que hacen y son lo que no podemos (o nos animamos) a hacer y
ser. Tal vez eso explique la fascinación que ejercen los proscritos, los que
están al margen o fuera de la ley y viven quebrando toda convención a su
alcance, llámense piratas, Bonnie & Clyde o escritores malditos.
Eso
de “escritores malditos” tiene su historia, claro, y remite en sentido estricto
a “los poetas malditos” franceses, así rotulados por Verlaine en la celebérrima
antología de ese nombre (allá por 1883), pero también tiene su leyenda, que se
ha ido alimentando con los años y ampliando con muchos otros nombres, y ahora el
término refiere a todos aquellos autores entregados a una vida desordenada, al
alcohol y otras drogas legales y sobre todo ilegales, muchos de ellos faltos de
dinero y del reconocimiento merecido (o no) a su (desgarradora e intensa) obra,
y que suelen fallecer al pie del cañón, es decir, de la cirrosis o la
sobredosis, como la princesa/muñeca de Sabina.
Podemos
encontrarlos, claro, en todas partes y
con distintos matices (más o menos malditos), y no solo entre los poetas, sino
también entre los narradores, dramaturgos y quién sabe también alguno que otro
ensayista un poco desnortado.
Tan
es así, que existe toda una palabra: malditismo, reconocida por la Academia
Española, para definir esta “condición de maldito” y, por extensión, la
tendencia de ciertos críticos y lectores a preferir y exultar este tipo de escritores
(y sus obras, siempre como ocultas detrás o suspendidas del mito y las
cabriolas vitales -y muchas veces mortales- de sus autores).
Podemos
encontrar “malditos”, decía, en todas las geografías y retrospectivamente en
distintas épocas, y siguen despertando ese morbo y esa cierta envidia
admirativa (entre la gente común que duerme ocho horas y no desayuna vodka) de
las que hablaba al principio.
Esto
con mayor razón si alguna construcción académica (léase: algunas tesis
doctorales en universidades norteamericanas, o bien alguna historia crítica de
la literatura de un país), y/o una operación editorial (el “descubrimiento” de
las arrugadas obras inéditas de un “maldito” en el fondo del cajón donde
guardaba la heroína y los avisos de desalojo), intervienen en favor de la
construcción de un nuevo mito autoral, que algo tendrá de verdadero, mucho de
proyección o interés de quienes lo fabrican y, ojalá, se halle sustentado en
una obra sólida a prueba de leyendas y fascinaciones.
Escribo
esto hoy porque cada vez me llaman más la atención el prestigio y la vigencia
del malditismo en Bolivia, en relación con otros países y otras literaturas
donde ha sido moda pasajera, que ha ido y vuelto por épocas durante el último
siglo y ahora está bastante superado o acotado a su dimensión justa: una opción
más de vida y una forma más, entre tantas otras, de oficiar la palabra.
En
cambio, entre nuestros críticos y autores parece haber una constante e
infatigable predilección por los malditos y marginales, lo que no estaría mal
si no fuera a costa de reducir, en muchos casos, la literatura y la poesía a
una flor de las cantinas (¿o debería escribir chinganas?) y hacer canon de
ello.
Ahí
está el fatigoso caso Saenz (del que ya se ha escrito mucho), a quien debería
desvestirse de una vez por todas de su mito para poder acceder a su obra sin
tanta contaminación, que ha causado además no pocas bajas (y hablo en sentido
literal) entre sus jóvenes y ya no tan jóvenes discípulos, muchos de ellos
muertos o yacentes al pie del cañón ya mencionado, sin haber hecho más que
remedar a su maestro, que podía darse el lujo de sacarse el cuerpo porque era
simplemente genial (y de una gran resistencia física, presumo).
Ahí
está el caso Viscarra, del que prefiero callar para no enfadar a algunos amigos,
y ahora asistimos -nace una estrella- al caso Barriga. En otra esquina, aunque
con ciertas semejanzas, encontramos a los recordados Nicolasito Ortiz Pacheco y
Robertito Echazú (que no podían desayunar “en ayunas”), cuyo mito fue
tejiéndose por fortuna antes risueño que maldito, gracias a sus anécdotas
maravillosas, por ácidas y tiernas.
Y ahí
están también, en otra acera, el estupendo Camargo y el joven Bedregal con sus
muertes tempranas al hombro (las muertes accidentales, cuanto más prontas, al
igual que los suicidios, cuanto más aparatosos, contribuyen al mito), y así
todo el extenso repertorio de “malditos locales”, a quienes por desdicha se lee
menos de lo que se habla y fabula de sus vidas (o se los lee porque se habla y
fabula de sus vidas).
Frente
a eso, el parco y rutinario Cerruto o el derechista y aristocrático Ortiz Sanz y
tantos otros autores formales y corteses, que se sentaban a escribir en horario
fijo, cobraban su sueldo mensual y morían de viejos, resultan poco atractivos.
Pero, ¿acaso debe ser la poesía un coto de bohemios?
En
todo caso, hay que leerlos. A unos y otros. Y aquilatarlos por su obra. Y
recuperarlos. A unos y otros. A los malditos de su mito, y a los formales del
malditismo que condiciona una visión de la poesía y la literatura y los sitúa al margen de un canon en
construcción que tiende a poner el centro en los márgenes (aunque no
geográficos, pero ese es tema de otra columna).
Por
cierto, en mis periplos por otros países me sorprende ver cada vez más jóvenes poetas
que no trasnochan, no beben alcohol, no fuman tabaco y a menudo son
vegetarianos. Y, la verdad, escriben del carajo. Tal vez por estos lados nos
harían falta más de esos (aunque, ay, la verdad sea dicha, a la hora de la hora
resulten un poco aburridos…).
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