sábado, 24 de enero de 2015

Sombras nada más

Maldito malditismo

De los autores marginales, de los enfant terrible de la literatura, y del culto que se crea en su entorno.



Gabriel Chávez Casazola

Morbo, en alguna medida, lo tenemos todos, y también cierta admiración (o envidia, según) por los que hacen y son lo que no podemos (o nos animamos) a hacer y ser. Tal vez eso explique la fascinación que ejercen los proscritos, los que están al margen o fuera de la ley y viven quebrando toda convención a su alcance, llámense piratas, Bonnie & Clyde o escritores malditos.
Eso de “escritores malditos” tiene su historia, claro, y remite en sentido estricto a “los poetas malditos” franceses, así rotulados por Verlaine en la celebérrima antología de ese nombre (allá por 1883), pero también tiene su leyenda, que se ha ido alimentando con los años y ampliando con muchos otros nombres, y ahora el término refiere a todos aquellos autores entregados a una vida desordenada, al alcohol y otras drogas legales y sobre todo ilegales, muchos de ellos faltos de dinero y del reconocimiento merecido (o no) a su (desgarradora e intensa) obra, y que suelen fallecer al pie del cañón, es decir, de la cirrosis o la sobredosis, como la princesa/muñeca de Sabina.
Podemos encontrarlos, claro, en  todas partes y con distintos matices (más o menos malditos), y no solo entre los poetas, sino también entre los narradores, dramaturgos y quién sabe también alguno que otro ensayista un poco desnortado. 
Tan es así, que existe toda una palabra: malditismo, reconocida por la Academia Española, para definir esta “condición de maldito” y, por extensión, la tendencia de ciertos críticos y lectores a preferir y exultar este tipo de escritores (y sus obras, siempre como ocultas detrás o suspendidas del mito y las cabriolas vitales -y muchas veces mortales- de sus autores).
Podemos encontrar “malditos”, decía, en todas las geografías y retrospectivamente en distintas épocas, y siguen despertando ese morbo y esa cierta envidia admirativa (entre la gente común que duerme ocho horas y no desayuna vodka) de las que hablaba al principio.
Esto con mayor razón si alguna construcción académica (léase: algunas tesis doctorales en universidades norteamericanas, o bien alguna historia crítica de la literatura de un país), y/o una operación editorial (el “descubrimiento” de las arrugadas obras inéditas de un “maldito” en el fondo del cajón donde guardaba la heroína y los avisos de desalojo), intervienen en favor de la construcción de un nuevo mito autoral, que algo tendrá de verdadero, mucho de proyección o interés de quienes lo fabrican y, ojalá, se halle sustentado en una obra sólida a prueba de leyendas y fascinaciones.
Escribo esto hoy porque cada vez me llaman más la atención el prestigio y la vigencia del malditismo en Bolivia, en relación con otros países y otras literaturas donde ha sido moda pasajera, que ha ido y vuelto por épocas durante el último siglo y ahora está bastante superado o acotado a su dimensión justa: una opción más de vida y una forma más, entre tantas otras, de oficiar la palabra.
En cambio, entre nuestros críticos y autores parece haber una constante e infatigable predilección por los malditos y marginales, lo que no estaría mal si no fuera a costa de reducir, en muchos casos, la literatura y la poesía a una flor de las cantinas (¿o debería escribir chinganas?) y hacer canon de ello.
Ahí está el fatigoso caso Saenz (del que ya se ha escrito mucho), a quien debería desvestirse de una vez por todas de su mito para poder acceder a su obra sin tanta contaminación, que ha causado además no pocas bajas (y hablo en sentido literal) entre sus jóvenes y ya no tan jóvenes discípulos, muchos de ellos muertos o yacentes al pie del cañón ya mencionado, sin haber hecho más que remedar a su maestro, que podía darse el lujo de sacarse el cuerpo porque era simplemente genial (y de una gran resistencia física, presumo).
Ahí está el caso Viscarra, del que prefiero callar para no enfadar a algunos amigos, y ahora asistimos -nace una estrella- al caso Barriga. En otra esquina, aunque con ciertas semejanzas, encontramos a los recordados Nicolasito Ortiz Pacheco y Robertito Echazú (que no podían desayunar “en ayunas”), cuyo mito fue tejiéndose por fortuna antes risueño que maldito, gracias a sus anécdotas maravillosas, por ácidas y tiernas.
Y ahí están también, en otra acera, el estupendo Camargo y el joven Bedregal con sus muertes tempranas al hombro (las muertes accidentales, cuanto más prontas, al igual que los suicidios, cuanto más aparatosos, contribuyen al mito), y así todo el extenso repertorio de “malditos locales”, a quienes por desdicha se lee menos de lo que se habla y fabula de sus vidas (o se los lee porque se habla y fabula de sus vidas).
Frente a eso, el parco y rutinario Cerruto o el derechista y aristocrático Ortiz Sanz y tantos otros autores formales y corteses, que se sentaban a escribir en horario fijo, cobraban su sueldo mensual y morían de viejos, resultan poco atractivos. Pero, ¿acaso debe ser la poesía un coto de bohemios?  
En todo caso, hay que leerlos. A unos y otros. Y aquilatarlos por su obra. Y recuperarlos. A unos y otros. A los malditos de su mito, y a los formales del malditismo que condiciona una visión de la poesía y la literatura  y los sitúa al margen de un canon en construcción que tiende a poner el centro en los márgenes (aunque no geográficos, pero ese es tema de otra columna).
Por cierto, en mis periplos por otros países me sorprende ver cada vez más jóvenes poetas que no trasnochan, no beben alcohol, no fuman tabaco y a menudo son vegetarianos. Y, la verdad, escriben del carajo. Tal vez por estos lados nos harían falta más de esos (aunque, ay, la verdad sea dicha, a la hora de la hora resulten un poco aburridos…).


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