Amigos y abismos
Reproducimos una de las crónicas del libro El hombre que amaba a Amy Winehouse, de Julio Barriga, aparecido hace pocas semanas.
Fotografía de Julio Barriga tomada por Edmundo Bejarano. |
Julio Barriga
Lector, dame compasión,
yo a cambio te daré sinceridad
Orhan Pamuk
En mis noches de insomnio y angustia, he intuido o deducido
reflexivamente, a veces por algo que pienso es libre asociación –cuya libertad
es absolutamente relativa– una teoría
sobre mi método de realización personal o trabajo poético, que consistiría en
arrojarme a un abismo para luego rescatarme.
Desde muy tiernas
edades, he ingerido regularmente alcohol en cantidades que me producen estados
de exaltación y luego dolor y angustia, entonces, para no morir, para
mantenerme a flote y retornar, necesito escribir o expresar algo sustraído del
fondo de mí mismo, que ha quedado al desnudo. Sólo puedo escribir con el
cerebro en llamas. Ese es mi riesgoso procedimiento basado en el programa de
cierta vanguardia desde el siglo XIX y antes; esta descarada confesión no es agradable de hacer
y seguramente desanimará a potenciales lectores y soy el primero en lamentar
que la única vez que estoy en contacto con mi materia poética es en las
precitadas condiciones. Para mí, el poeta se hace vidente mediante un largo,
intenso y razonado desorden de los sentidos, según le toca comprobar a Rimbaud
en una Temporada en el Infierno y legislan los surrealistas radicales, los de
verdad, el siglo XX.
Quiero traer a cuento aquello que dice Apollinaire en el
enigmático poema “El Músico de Saint Merry”:
Yo no canto a este
mundo ni a los demás astros
Canto todas las
posibilidades de mí mismo fuera de este mundo y de los astros
Canto la alegría de
vagar y el placer de morir errante.
Pero de un modo amplio y general, metafórico, la vida, ¿no
es un arrojarse diariamente al mundo y sus circunstancias para luego rescatarse
y reconstituirse al fin de la jornada? Y la noche, ¿no es el más perfecto
grande y oscuro de los abismos a donde con fatigado terror o júbilo,
regularmente nos lanzamos sin saber si volveremos a salir a la orilla de un
mañana en la playa de la cama? Recuerdo a Tomás Merton, que versiona un poema
chino clásico, Chuang Tzé o algún otro viejo poeta vagando por la montaña sin
plan definido, se encuentra con un aduanero que tiene su puesto de control en
aquellas soledades. El funcionario es un diletante y le pregunta si no conoce
cierto antiguo texto clásico (probablemente nada menos que El Libro de las
Transformaciones o I Ching). El poeta le contesta que sí, además podría
transcribirle un libro suyo de glosas y comentarios. El hombre va a
proporcionarle papel y tinta, alojamiento confortable en un hermoso paisaje,
comerán de las truchas que pesca en las corrientes vecinas y astutamente alude
a un cántaro de vino excelente que posee, a tiempo de irse, a cambio de la
copia le proveerá de unas medidas de arroz. El maestro tendrá el sustento y la
vivienda asegurados por unas semanas en un bello lugar y el aduanero es hombre
de trato afable. En este punto el texto exalta la grandeza del poeta que posee
tesoros de belleza y sabiduría. Pero celebra luego al aduanero, sin cuyo
concurso la obra no se conservaría para el futuro. Idealmente hay que ser como
el poeta, pero en igual medida hay que ser como ese aduanero aficionado.
En otra versión, para dar un ejemplo, indica que una jarra
no es sólo vidrio o metal sino también el espacio vacío que contiene y le da
forma. Una ventana no es solamente madera y geometría sino igualmente, el mundo
que vemos a través de ella. Así, según el zen, lo lleno se complementa con lo
vacío y ninguno de ellos podría existir sin el otro.
Volviendo al principio, en este insensato oficio de
tinieblas o extreme sport de despeñarme y rescatarme cada vez desde una más
atroz distancia, tengo una pequeña cantidad de amigos que me ayudan a
sostenerme a flote impidiendo que me abandone a mi naufragio, me convidan
comida, bebida y cosas sanctas y non, me alojan, curan mis heridas y consuelan
mis penas, me han obsequiado o prestado libros, dinero, ropa, objetos, que a
veces omito devolver, me han permitido devorar sus bibliotecas, me apoyan y alientan
en mis extravagantes actividades u opiniones, deploro la inmodestia de
mencionarlo pero ejerzo un pequeño socratismo (1), compran mis libros y los
leen y difunden sin asco, me tienen paciencia infinita en mis crónicas
estupideces, en mis trances de embriaguez sagrada, en mis frecuentes manías
depresivas y suicidas e incluso me defienden (de palabra y obra) y justifican
con muchas personas, pues soy un zaparrastroso tan poco convencional dedicado
con entusiasmo y afán dignos de mejor causa a destruir mi cuerpo y todo cuanto
milenios de humanidad han puesto en mi ser, que ando muy mal en boca y criterio
del común de la gente bien, crónicamente irritada u ofendida con mi facha,
opiniones y/o actitudes. Algunas personas con su sola belleza me ayudan a sobrellevar
la existencia, seres que son la poesía viva del mundo…y en definitivo me han
salvado de lo peor, la soledad, posibilitándome la vida pues me he alejado
sideralmente de la sociedad, la familia y demás tucuymas, habiendo, a causa y
efecto de mi metodología, perdido el amor y toda posibilidad de reencontrarlo.
A ellos todos les debo mi existencia (actual) tanto como se la debo a mis
padres en principio.
Estos amigos y valedores míos, incluyo en el lote muy
especialmente a mis hermanas y tías de Salta; están en Tarija y dispersos en
las ciudades capitales de Bolivia y aun en dos de la Argentina, no son más de
dos o tres personas en cada lugar, a veces los he cambiado o abandonado pues
soy un intolerante, a veces los he presentado entre sí y entonces los he
perdido, aunque no consigno sus nombres, cada uno de ellos sabe puntualmente a
quienes me refiero y escribo esto porque nunca se los he expresado de ningún
modo pues me caracteriza una fantástica capacidad para la ingratitud personal.
A ellos dedico mi vida, mi obra y mis negligentes esfuerzos, que son uno y lo mismo pues qué puedo pensar o decir sin
esperanza de los que me escuchen, y es con el amado rostro de todos y cada uno
de ellos en mí que un día espero bajar a la tumba; o subir al nicho, según sea
el caso cómo encare el abismo definitivo.
Veo con alguna alarma que a partir de cierta edad, mis
textos inevitablemente acaban por asumir la forma y el contenido del De
Profundis, un subgénero autobiográfico, en mi opinión, que obedece al género
más amplio y siempre bien nutrido de las Confesiones. No por nada el De
Profundis de Quincey y el de Oscar Wilde son textos que me conmueven
fuertemente y a los que vuelvo con frecuencia.
En este arrojarse a lo cotidiano, en este caer sin fin de la
vida, nos entrecruzamos o chocamos con otras partículas en precipitación, con
general indiferencia, a distintas velocidades, algunos parecieran flotar, otros
se desploman vertiginosamente, algunos nos tomamos y sostenemos en la caída…y
entonces nos imagino trabando cuerpos y miembros extraños, complicadas figuras
como los equipos de paracaidismo olímpico.
Pienso, seguro por haberlo leído por allí, que
paradójicamente, nadie es más dueño de su existencia que aquél que la arriesga
continuamente, sólo serían verdaderas vidas aquellas que están regaladas a la
muerte.
--
1 A mí la cicuta me la pueden dar con vodka que me la voy a
chupar nomás.
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