Un aroma perdido
La infancia, la nostalgia y la reflexión religiosa impregnan este texto, acorde a las fiestas que acaban de pasar.
Gabriel Chávez Casazola
Dice Góngora -en uno de sus sonetos más memorables,
fechado en 1600- que la muerte de Jesucristo en la cruz fue un hecho sobrenatural,
pero que más aún lo fue su nacimiento, porque “hay distancia más inmensa / de
Dios a hombre, que de hombre a muerte”.
De este modo, expresaba lo que muchos seres humanos
de todas las épocas han sentido y todavía sienten: que les conmueve más el Dios
Niño que el Dios Hombre, el pequeño recién nacido en el portal de Belén más que
aquél que pendió de un madero a sus treinta y tres, “traspasado el pecho, y de
espinas clavadas ambas sienes”.
Es que todo nacimiento tiene siempre sabor a
milagro, a cosa incomprensible: es fascinante y misterioso ver cómo de la nada
surge un algo, un alguien que no estaba antes, que sencillamente no existía, y
que de pronto adviene y mira el mundo y lo puebla con su voz fresca, y lo
siente y lo piensa, y más tarde lo explica (o al menos eso intenta) y acaso
termine por entenderlo, si le es dado el don de descifrar este gran útero -el
Universo- que lo envuelve y nos envuelve.
En cambio, toda muerte, aun la más atroz, tiene
siempre sabor a cosa inevitable, a derrotero del que nadie puede huir, ni
siquiera un Dios hecho hombre, cuya muerte fue además la más inevitable de
todas: estaba escrita, era necesaria, fue buscada a punta de frases
provocadoras, incómodas, y en definitiva que ocurriera era ni más ni menos que
un deber: la razón de ser de que aquél niño fuera gestado y naciera.
Acaso también para todos los seres normales y
corrientes, como nosotros, la cita con la muerte sea la que presta razón a tanta
vida vivida, a esta pasión inútil. Ya lo dijo un poeta cuyo nombre en este
momento no recuerdo: esto somos los hombres: un puñado de amor para la muerte.
Pero no apresuremos las cosas innecesariamente, no
aceleremos el pasar de los relojes. Para (hablar de) la muerte ya habrá tiempo.
De momento, quedémonos con los ojos fijos en el puñado de amor que son todos
los niños, cuyos ojos aún no fueron salpicados
de ceniza, cuya frente no lleva las arrugas que van trazando los trabajos y
los días, los placeres y las noches, exactamente como el camino gasta unas
suelas hasta que el zapato se rompe y se tira, cuando ya no hay zapatero que lo
arregle.
Quedémonos hablando de los niños, entonces, o mejor,
del niño que todos fuimos un día. En realidad, es a ese al que entrevemos,
escondido, en los manuelitos de estuco, en los niños cuzqueños. Ellos son
Jesús, pequeño varón judío, pero también nuestro retrato cuando éramos divinos
y alados, no los de ahora, desencantados y pedestres y cínicos y resabidos, esas
cosas en las que el tiempo nos va convirtiendo.
Por eso, lo que acabamos de celebrar en Navidad, quienes
la celebramos, además de la venida de Cristo fue, de algún modo, un recuerdo de
nuestra propia infancia. Así ocurre año tras año. Y por eso, poco a poco, a muchos
van trayéndoles cierta melancolía -y hasta cierta antipatía- estas fiestas; una
melancolía mayor cada año, porque conforme pasan las hojas del calendario, la
Nochebuena y la Nochevieja y los Reyes Magos los encuentran -nos encuentran-
más viejos, más lejanos de esa felicidad primera de ser recién llegados.
A los que de cierta forma insistimos en seguir
siendo niños, a los que nos resistimos tenazmente a crecer del todo, en cambio,
la Navidad y estas fiestas que acaban de suceder no nos provocan tristeza. Es
que vivimos (felizmente) engañados: creemos que el tiempo no pasa y, por eso,
cada Nochebuena esperamos los regalos y cada Nochevieja celebramos el regalo
mayor: este maravilloso equívoco que es
la vida, como decía alguien que alguna vez -cuánto tiempo hace ya- fue
amigo mío.
Celebremos, entonces, hoy, pero también todos los
días, todas las madrugadas, este maravilloso equívoco en el que hasta Dios
incurrió, antojado de recorrer el mundo de sus criaturas.
Incurrió en la vida, sí, y gustó tanto de ella, que
ahora mismo, en los cielos, como lo anota Borges, todavía a veces tiene nostalgias del olor de esa carpintería
donde pasó sus mejores años, los más próximos a la hora de Belén, los más
sencillos. Como también nosotros tenemos nostalgia del aroma de las ya lejanas
navidades de nuestra infancia; un aroma inconfundible, hecho del olor de muchas
pequeñas y precisas cosas que nunca volverán a combinarse para nosotros. Jamás.
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