sábado, 3 de enero de 2015

El último mestizo

Del pato a las manzanas


Manuel Vargas cuenta en esta bella crónica autobiográfica, algunos de los motivos y azares que lo llevaron a ser escritor.



Manuel Vargas

Mi profesora en la escuela de Guadalupe se llamaba Adalia. Era joven y bella y coqueta, y yo tenía seis añitos. ¿Cómo fue que aprendí a leer?
Que los entendidos analicen científicamente estos procesos, pero muy bien me acuerdo. Vamos primero por el error. En Vallegrande (estoy hablando de hace sesenta años) se habla un castellano muy antiguo, muchas de las palabras son de la época del Cid Campeador. Y al mismo tiempo existen muchas palabras quechuas, habladas tanto en el campo como en el pueblo. Más en el campo que en el pueblo.
Un ejemplo. El niño dice: -Dizque tengo k’uicas en mi estómago. -Hijo, no se dice k’uicas, se dice lombrices -le corrige la madre, si es que esta situación se da “delante de gente”. Pero si estamos “entre nosotros” no hay tal corrección.                                        
Seguramente estaba en el libro de lectura la palabra nido con su respectiva imagen. La profesora le dice a mi compañero Félix. ¿Cuántas letras tiene esta palabra? Cuatro. Muy bien. ¿Deletreamos? Ene, i de, o. ¿Ahora qué dice la palabra? Ene i de o… ¡T’apa! (risas del curso.
Mi compañero Félix confundió las letras con el dibujito. Vio solamente el dibujo del nido con sus huevitos, llamado t’apa en quechua y en todo Vallegrande). La bendita t’apa era parte de nuestra realidad cotidiana y de nuestros conocimientos. Pero claro, entre gente decente, o “delante de gente” hay que decir nido.
Saquen ustedes todas las conclusiones que quieran. Yo aprendí con una palabra más sencilla, estaba escrita en el pizarrón. Primero eran letras sueltas. Pe, a, te, o. Y si las unimos dice… ¡Pato! Y fue una luz que estalló en el aula y en mi cabecita. ¡Aprendí a leer!, y la profesora Adalia me dijo: Muy bien. Cuánto agradezco ese muy bien, que hasta ahora lo recuerdo. Y yo no sé si las risas del curso le lastimaron a mi compañero Félix. Pero así es la vida.
En el pueblo, es decir, en Vallegrande, a una legua de mi casa, teníamos un primo llamado Mario. Un día lo visitamos con mi hermana Dolly y nos mostró sus tesoros: Una infinidad de cuentitos, cada uno en un libro, alargado, amarillo, delgadito. Los cuentos clásicos llegados de la Argentina. Caperucita roja, El gato con botas, Blanca Nieves, La Bella Durmiente… Después de realizar grandes negociaciones, nos fue prestando sus libritos para llevarlos a casa, en Huasacañada. A la semana había que devolverlos, para prestarnos otra tongada.
Era la gran aventura. ¡Los cuentos! Una vez leídos, nos los contábamos entre mi hermana y yo. ¿Cuántos cuentos me sé? Quince cuentos, veinte cuentos. Pero también había otros, ya no de los libritos de tapa amarilla sino las verdaderas historias de la Viudita, de Tomín-Tomán, del Duende y de otros héroes llegados de labios de mi padre y de mi madre. Los cuentos (y también los Romances y los Exemplos) aumentaban en nuestro catálogo. Veinte, treinta, treintaicinco…
Lo demás ya lo conté en otras ocasiones. Cómo fue que en el Seminario de Cochabamba me hicieron vibrar las aventuras de Ulises. Y un poco antes, la mitología griega, y el mundo de Fidias y Pericles de la mano de Monteiro Lobato.
Y en mi pura ociosidad de adolescente leí no sólo La insaciable –un librejo porno, que circulaba entre los seminaristas, sin tapas y en papel amarillento– sino también dos novelas bolivianas: Raza de bronce, en edición de Losada, donde supe que la mazamorra no solamente era un producto de la elaboración de la chicha, sino también el purito barro que amenaza de muerte a los indios altiplánicos camino del valle. Y la otra, Más allá del horizonte, con aventuras de españoles en América.
¡Aventuras! Y también Julio Verne y Emilio Salgari y otros cuantos, leídos en una semana cuando caí con una ruda enfermedad del estómago. La pila de diez o quince libros estaba sobre mi silla de hospital, cuando entró una muchacha hermosísima que visitaba a su hermanito enfermo, y miró sorprendida los libros, ¡tantos libros!, ¿tantos libros?, y me miró, ¿y los has leído?, sí. Y sonrió, y quedé sano, como dirían los Santos Evangelios. (“Lo de malo” era que tenía un nombre chinchoso, que no me quiero acordar. Padres: tengan cuidado cuando pongan nombres a sus hijas). Era una muchacha real, del interior, estudiaba en el Irlandés, los cochabambinos saben de qué estoy hablando.
No voy a decir que por eso me volví escritor. Pero casi. Después fue lo de Ulises, y ahí sí decidí venirme a La Paz para estudiar literatura en la UMSA, y ya conté cómo mi profesor de “Introducción a las letras” fue el poeta Pedro Shimose, y también, igual que mi profesora de la escuela, cuando le mostré mi tarea me dijo: Muy bien…
Y ya estaba todo decidido cuando recibí el golpe de gracia. La metamorfosis, de Franz Kafka. Leída de una sentada en la biblioteca del mítico Piso 11. Y cómo quedé amarillo, frío, temblando, sintiendo en mis espaldas las manzanas que la familia de Gregorio Samsa le arrojaba a sus espaldas, mis espaldas…
Para qué los comentarios. Que cada uno ahí se los haiga, como decía mi padre, el gran contador de sus aventuras verdaderas por mar y tierra.                                                                                                                                                                                                             


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