Diálogo de imágenes
Este es el texto leído en la presentación del libro Tomás y letras, de Hugo José Suárez, un trabajo que resalta la confluencias de las imágenes y las palabras.
Alfonso
Gumucio Dagron
No
sé si es una debilidad, un vicio suyo o un mecanismo de sobrevivencia, pero
Hugo José Suárez es un devoto de la imagen. La palabra “devoto” puede remitirnos
a sus investigaciones sobre la religión y quizás tenga que ver también con esa
trayectoria de trabajar con iconografía y con palabras que sentencian, que
crean a su vez imágenes.
En
su nuevo libro que me invitó a presentar, Tomas
y letras (2015), lo hace de dos maneras: con imágenes fotográficas que él
mismo ha producido a lo largo de los años y de los viajes por la vida, y con
imágenes escritas con palabras, que cosecha de otros autores o de su coleto, como diría Jaime Saenz.
No
se trata de instantáneas, aunque capturen un instante preciso como lo hace siempre
la fotografía. La palabra instantánea
está demasiado ligada a su acepción en inglés, snap shot, es decir una foto tomada casualmente, sin mayor
reflexión. En el caso de Hugo José Suarez hay un antes y un después de cada
fotografía, hay un espesor racional, artístico y emocional que precede el clic
fotográfico, y otro espesor conceptual y analítico que complementa más tarde el
proceso de lectura.
Utilizo
la palabra proceso con la intención
de significar el trabajo de construcción de una imagen, algo que no es
simplemente producto de una casualidad. El proceso empieza en la experiencia
del fotógrafo y se prolonga en la vida misma de quien mira la fotografía. Sucede
lo mismo con un escritor o un pintor: su obra se prolonga en quien lee y
observa.
La
imagen tiene fuerza de atracción puede, como un espejo mágico, engullir al
fotógrafo o como un espejo de circo, engañarlo cuando se mira en ella. Por ello
no es casual que la imagen y el texto que abren el libro nos hablen de ese
mirarse en el espejo de la realidad, que para empezar significa mirarse al
revés, y también mirarse a través de un desdoblamiento. Ni siquiera la foto de
uno mismo es un autorretrato, y quizás uno puede retratarse mejor en la mirada
de los otros, como sugiere e texto inicial.
La
fotografía de Suarez es contemplativa como la de Henri Cartier-Bresson. Antes
que usar la cámara de manera proactiva, como una punta de lanza, deja que la
realidad lo sorprenda, que lo cotidiano llene su mirada y lo invite a registrar
el detalle de un muro o de un rostro, que puede ser lo mismo según se tenga la
capacidad de interpretarlo.
Las
43 fotos de su libro fueron tomadas entre 1991 y 2004, es decir 13 años de tiempo
y espacio suficiente para reflexionar, para crecer, para seleccionar entre
muchas otras imágenes aquellas que tienen un significado y aunque no se
relacionen entre sí desde el punto de vista temático, están unidas por el
trabajo del artista que las interviene y les otorga una personalidad única, que
corresponde a ese ir y venir del autor entre su mirada de artista y su razón de
sociólogo.
Los
temas son una excusa para el fotógrafo que añade un soplo de diferencia. No
importa que las fotos hayan sido tomadas en Puebla, el Lago Titicaca, Potosí, Santiago
de Chile, Bruselas, Osaka, La Paz, Londres, Praga, El Vaticano o Buenos Aires. Como
dice en uno de los textos Leonardo Boff: “Todo punto de vista es la vista de un
punto”. Es decir, el cristal con que se mira.
Y
yo añadiría: y la luz con que se construye la mirada, porque después del acto
de fotografiar hay un nuevo acto de ver, de observar lo fotografiado, y es allí
donde surgen las decisiones de intervenir la imagen en diálogo con palabras,
con frases que pueden también descomponerse, velarse o transformarse.
La
mirada fotográfica no es cualquier mirada, es una mirada desde un principio
contaminada por la cultura, por el momento, por la emoción, por el azar, y
tantas variables que intervienen al mismo tiempo y hacen que ninguna fotografía
sea inocente y neutra. Por el contrario, cada fotografía está cargada por una
parte de aquello que representa a simple vista, y por otra cargada del mundo
que transpira el ojo del fotógrafo. Detrás de cada imagen hay una historia,
pero también delante de ella.
Cada
imagen se construye, y no es solo un proceso mecánico ni tampoco mágico, aunque
podríamos decir que es también ambas cosas porque a la creatividad del
fotógrafo se une la necesidad de detener una imagen como evidencia, y ahí es
donde interviene la mecánica, la tecnología y cada vez más, la manipulación
digital, que en este caso es innecesaria.
La
composición es el punto de partida y de llegada. Mucho más que el tema que es una
coartada, la composición revela, sintetiza, alegoriza, sacraliza, rescata de la
banalidad el acto del fotógrafo que oprime el obturador para traducir lo que su
ojo ha captado.
Se
hace sociología con la fotografía. Lo hizo por ejemplo Bourdieu con esa serie
de fotos de Argelia, Imágenes del
desarraigo, que el propio Hugo José prologó y publicó en México en 2008. Lo
hicieron también otros sociólogos y por supuesto antropólogos para quienes los
procesos de construcción de la imagen son materia de apasionantes estudios.
No
es la primera vez que nuestro sociólogo mexicano-boliviano nacido en el exilio
se interesa en la fotografía como discurso, en 1977 publicó Destellos del norte, imagen y palabra del
sur, luego Imágenes para no olvidar
(2001), Fotografía como fuente de sentido
(2008), y Ver y creer. Ensayo de
sociología visual en la colonia El Ajusco (2012).
En
los libros de texto y fotografía es muy difícil mantener el equilibro entre un
elemento creativo y el otro. Tenemos libros de fotografía comentados, o por el
contrario libros de texto ilustrados. En ambos casos es legítimo que así sea,
pues puede darse que imágenes con mucha fuerza no requieran de palabras para
abundar sobre ellas. Y también sucede lo contrario, que el texto de un autor
puede ser tan rico, que la ilustración sale sobrando.
En
el caso de Tomas y letras, el autor
se ha fijado como desafío el equilibrio, porque ha intentado poner a dialogar
las fotografías con los textos, de manera que ni las unas ni los otros sean
subsidiarios o sirvientes de la expresión más fuerte, aunque no siempre se
logra. Una de las frases de Gérard Castello me pareció más imponente que la
fotografía con la que dialoga: “Pensándolo bien, es muy posible que fotografiar
sea una artimaña del diablo y cada disparo, un pecado”.
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