El creador de Los Simpsons es un anarquista
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo Medinaceli
Para quienes han prestado atención a los créditos luego de
cada capítulo de esta serie de televisión, el nombre no será ninguna sorpresa:
Matt Groening.
Casi quinientos episodios después, con un estilo
inconfundible entre irónico y crítico, su creador es uno de los referentes de
la comedia de animación. Ha instaurado un espacio en nuestro imaginario:
Springfield, junto a la familia disfuncional más ácida que haya conocido la
generación X.
La serie Los Simpsons
posee tal vez todos los elementos para convertirse en un espectáculo de culto,
siendo tal vez su humor lúcido una de sus principales virtudes.
Cada uno de sus personajes es una hábil construcción que parodia
a los estereotipos más reconocibles de la sociedad de consumo: El inmigrante
dueño de supermercado, algún policía obeso devorador de rosquillas, un
científico estrafalario, por ahí el abogado pendenciero, el fanático de la
tienda de historietas… un extenso etcétera.
Muchos de ellos basados en películas o libros populares como
Psicosis de Alfred Hitchcock (el caso
del director Skiner con su madre), o en cuentos de la literatura
norteamericana, como el capítulo El
Cuervo, basado en el poema del mismo nombre de Edgar Allan Poe.
Un episodio se titula nada más y nada menos: La odisea de Homero, otros son un
homenaje a directores de cine como Stanley Kubrick, o a Francis Ford Coppola. El Padrino incluso tiene un personaje:
el mafioso Tony Montana.
También hay reminiscencias a momentos del arte del siglo XX
en varias de sus escenas, fotografías y diálogos que funcionan como un
interminable intertexto con la cultura popular, logrando que la serie se
convierta en un brillante tejido de citas, variaciones, cambios y recreaciones
de íconos audiovisuales y literarios.
Imposible olvidar a los integrantes de la familia quienes,
según el mismo creador, fueron inspirados en su propia familia. El abuelo
benemérito. El padre bebedor de cerveza, que no ejerce su figura de autoridad.
La mujer-ama-de-casa, quien abandona su sensibilidad artística para levantar un
hogar. Una hermana intelectual quien defiende todas las causas posibles. Y
-como eje articulador del caos-: Bart, el niño hiperactivo criado dentro de la
fantasía de los medios de comunicación, en especial de la televisión, y que
siente un indisimulable placer por la destrucción y lo antisistémico.
Con más de veinte temporadas y un notorio desgaste en su
desarrollo, Los Simpsons fue una de
esas rarezas que sirvió para entretener y casi se diría representar a la
generación que vivió en los 90.
Entre muchos otros, un episodio memorable es El héroe sin cabeza de la primera
temporada, en el cual Bart decide decapitar a la estatua del héroe más admirado
del pueblo: Jebediah Obadiah Zachariah Springfield.
La historia inicia con una masa asesina de personas
esperando por Bart y Homero, quienes cargan la enorme cabeza metálica del ídolo
ya profanado. Antes de ser linchados, el niño se encarama hasta la cima del
monumento acéfalo para pedir la comprensión del pueblo y explicar sus razones.
Luego, mediante un flashback, estamos
en un domingo por la mañana.
La madre se preocupa de que la familia llegue a la iglesia a
tiempo, quiere cumplir el ritual que exige la sociedad. El padre está atento al
juego de fútbol, su equipo va perdiendo. La hermana disfruta de aquel deber de
fin de semana pero siempre desde un punto de vista intelectual. Mientras que a
Bart solamente le interesa saber si los monos van al cielo.
En un momento, la desesperada catequista infantil, sin saber
cómo responder a las trascendentales preguntas de los niños, se toma la cabeza
y les dice: “¿Es mucho pedirles que solamente tengan fe ciega?”. Pero nadie le
hace caso. Es hora de irse.
Más tarde ese mismo día, Jimbo, Kerny y Bart –luego de
entrar al cine sin pagar y robar dulces en la tienda– se echan sobre la hierba
para observar las nubes y echar a volar su imaginación. Se trata de un pasaje
que bien podría ser una puesta en escena del ensayo Apología del ocio de R.L. Stevenson.
Entre broma y broma afirman que sería divertido cortarle la
cabeza a la estatua. Los fanfarrones se burlan de Bart porque él todavía siente
una genuina admiración hacia el fundador del pueblo, porque así se lo han
enseñado en la escuela y en la iglesia. Así que lo echan entre risas.
Bart decide decapitar a la estructura, y despierta con la
enorme cabeza mirándole de frente en su cama –otra reminiscencia a la escena
del caballo muerto de El Padrino–.
Camino a la escuela encuentra de nuevo a sus cómplices. Claro que quiere
contarles su hazaña, pero ellos le dicen que sólo eran fanfarronadas, que en
verdad no era en serio, y le preguntan: “¿Qué hay en la mochila?”. Se escucha
una voz que responde: “Mi cabeza”, y Bart se aleja escuchando voces en su
imaginación, además de un paranoico sentimiento de culpa.
Su deseo de aceptación ha sido más fuerte que su seguimiento
a las reglas. Mientras tanto observa la devastación de la gente del pueblo al
ver a su héroe mutilado. Así es como decide contarle la verdad a Homero. Y
regresamos al punto inicial del episodio.
Si bien exigir una interpretación elaborada a la serie para
muchos podría ser un error, no se puede evadir el hecho de que la escena del
niño decapitando al máximo símbolo local no solamente trata acerca de padres
desatentos o etapas de rebeldía.
La secuencia logra sintetizar gran parte de lo que han
significado Los Simpsons durante
todos estos años. La serie fue una irreverente –lúcida y lúdica– mirada crítica
hacia los ídolos cotidianos, contra todos los clichés y lugares comunes.
Varios años después, esta misma escena fue homenajeada en South Park –aquel relevo natural a la
familia amarilla de Groening–, en el episodio: Los Simpsons ya lo hicieron, cuando varios guionistas intentan escribir
un argumento realmente original, pero se dan cuenta de que Matt Groening se les
había adelantado casi en todo.
Llámense dibujos animados, cómics, historietas, tebeos o
fanzines, este arte es desde hace mucho tiempo una expresión mayor, cuya principal
virtud es alcanzar temas de una profundidad insospechada, logrando debates
polémicos que no siempre son abordados por las formas artísticas más
convencionales. Porque atrás de su máscara divertida, el género esconde una de
las expresiones que mejor ha logrado cuestionar aspectos del sistema social. Es
también quizá la mejor forma de relativizar todo dogma o institución
contemporánea, decapitando a la excesiva solemnidad mediante su risa
demoledora.
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