sábado, 17 de enero de 2015

Lector al sol

Cortázar y el realismo


“Sigo un poco obsesionado por el realismo”, comenta el autor a la hora de enviar este nuevo ensayo para su columna quincenal.



Sebastián Antezana 

1. Uno de los debates más interesantes en literatura se organiza en torno al realismo. Mucho se ha escrito sobre el tema, muchas opiniones han emergido y chocado en distintas direcciones, y en este punto, tras casi dos siglos de charla, es claro que todavía queda mucho por decir sobre la emergencia -¿y disolución?- de las narrativas realistas.
Queda mucho por decir aunque, lamentablemente, buena parte del debate se ha visto sumergido en la dudosa dicotomía que separa el terreno estético, como campo de batalla, entre quienes están a favor y en contra del realismo. Como si fuera un género literario opuesto a otros. Como si no fuera una delicada constelación capaz de eliminar dualidades y de reunir, vista de lejos, formas opuestas e instancias intermedias. Como si necesitara de detractores y partidarios. O de líderes de opinión. En fin. 

2. Nunca fui cortazariano. Leí Rayuela a los 18 o 19 años y no me gustó. Había algo allí, una atmósfera de saturación dramática, de ideología literaria recargada, que me sobrepasaba. Sí leí con más detenimiento, en un lapso más espaciado, los cuentos, y me parecieron un extremo más compacto, mejor logrado. Después, intermitentemente, leí también los libros raros, las misceláneas, memorias, anécdotas de viaje y pequeñas reflexiones que son La vuelta al día en ochenta mundos y Los autonautas de la cosmopista. Me parecen sus libros más logrados.
Según el cliché, Cortázar no es un escritor realista sino un escritor fantástico. O, por lo menos, un escritor a caballo entre uno y otro estilo. Quienes creen en la consigna la pueden encontrar mejor justificada en los cuentos, ya que Rayuela y demás novelas muestran un carácter más marcadamente clásico, es decir, y a pesar de la parafernalia formal, más regido a las leyes de la física, la convención, la sociedad, el mercado.
Me explico. En un pasaje del que es quizás mi libro suyo favorito, La vuelta al día en ochenta mundos, Cortázar dice: “Poco o nada reflexiono al escribir un relato; como ocurre con los poemas, tengo la impresión de que se hubieran escrito a sí mismos y no creo jactarme si digo que muchos de ellos participan de esa suspensión de la contingencia y de la incredulidad en las que Coleridge veía las notas privativas de la más alta operación poética”.
Se trata de una cita en verdad elocuente y no solo porque la afirmación de que los cuentos se escriben de forma autónoma marca una fuerte adhesión con el movimiento surrealista -que explicaría parte de la vocación por lo fantástico-. Hay allí algo más.
El acto literario implica una fe casi ciega en la intuición o una intuición casi ciega de fe. En el caso de Cortázar, como se ve en la cita, a la hora de escribir cuentos, la fe y la intuición son sinónimos de suspensión de la incredulidad y de la contingencia, de una bienvenida a las corrientes naturales y sobrenaturales del mundo.
Así, el lector de cuentos cortazarianos se ve envuelto en historias de jazzmen marihuanos, casas tomadas, babas diabólicas, axolotls y otros, y descubre que el mundo que se le presenta, aparentemente distante del romanticismo inglés, se ha construido de la misma manera en que Coleridge concebía la poesía. Es decir, como un aparato de ruptura de los esquemas lógicos, una forma de la imaginación alternativa al orden cartesiano. Así, la literatura, esa “empresa de conquista verbal de la realidad”, poco a poco se adueña de la casa del mundo.

3. Es conocida la cita de Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y se le entregara una flor como prueba de que su alma ha estado verdaderamente allí, y al despertar encontrara esa flor en su mano. Ah, ¿entonces qué?”.
La pregunta, retórica, tiene una única respuesta e implica la existencia de un aparato mágico en el mundo y la integración del hecho extraordinario a la realidad ordinaria. La flor en la mano, el descubrimiento de lo sobrenatural, es una de las formas mediante las cuales la literatura se adueña de la realidad.  
Pero Cortázar, pese a todos los continuos parques y verdes ríos y tramposas chompas y trancadas autopistas, es también, y particularmente, un escritor realista. Eso porque mientras Coleridge es un poeta que recurre al pasado como fuente de mitos, fantasía y lo sobrenatural, el argentino es, más cabalmente, un esteta asentado en este plano y, bien vista, su gesta tiene que ver más con el quiebre de lo real que con la ruptura del realismo, que en literatura sigue siendo la misma compleja construcción mediante la cual se generan la verosimilitud y el sentido. 

4. Otra cita de La vuelta al día en ochenta mundos: “Mis eruditas lecturas del correo científico de Le Monde (sale los jueves) tienen la ventaja de que en vez de sustraerme al absurdo me incitan a aceptarlo como el modo natural en que se nos da una realidad inconcebible”.
Otra vez, muy elocuente, Cortázar descubre en un periódico -en teoría, un productor de discursos oficiales- y, además, en el suplemento científico de un periódico -es decir, en el espacio dedicado a divulgar postulados técnicos y racionales- que el absurdo no solo no es un elemento periférico a lo real sino por el contrario su sustancia, uno de sus principales “modos”. Y lo descubre cada jueves, con sistemática frecuencia, la oficialidad como forma de entender la extraoficialidad, el desorden del orden.
El absurdo, entonces -o lo inexplicable, o lo fantástico-, funciona como distancia que Cortázar pone frente a los conflictos reales que nos presenta (la ocupación de lugares públicos y privados, la lucha contra el sistema, la fascinación ante la vida animal, el poder de la música, la belleza del box, la relevancia de la política y la acción pública), y gracias a ella, y a su construcción realista, podemos entender lo que sienten sus personajes, experimentar en carne propia la desesperación de una multitud frente a un embotellamiento mitológico, la frustración ante la imposibilidad de ponerse una chompa, el arrobo de un fotógrafo al contemplar una imagen que ha capturado, la confusión entre vigilia y sueño.
    
5. Como forma privilegiada de la literatura, el realismo es un constructo, casi en el sentido psicológico del término. No es un género sino una forma ficcional, no un estilo sino un modo mediante el cual concebir y, literalmente, construir un mundo, una realidad en la que pueden tener cabida elementos fantásticos o, como Cortázar los llama, “excéntricos”.

De la misma forma en que el suplemento científico de un periódico es capaz de mostrarnos, semanalmente, el núcleo absurdo del mundo -es decir, el centro irracional de los discursos racionales- Cortázar exhibe el modo realista de su fantasía, la minuciosa construcción de textos a veces apegados a lo real, otras a lo surreal, que se hacen a la manera en que Coleridge concebía la poesía, como forma de contacto con algo que late más allá de la razón y el orden histórico, en el espacio ocupado por mandrágoras de gran importancia, saxofonistas de leyenda y gatos con nombres de filósofos.   

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