Leer / no leer
De cómo la circunstancia específica de tiempo y lugar, o la coyuntura general -¿caprichoso azar?- priman a la hora de leer (y asumir, aprehender) o dejar de leer ciertos autores o libros.
Sebastián
Antezana / Escritor
La
infancia, la clase media, la masculinidad, la occidentalidad latinoamericana,
la culpa.
Variables
que se superponen y forman el territorio en el que me muevo, el lugar desde el
que entiendo todo. Desde allí, subido a esas atalayas, hago, digo, elijo,
rechazo, comparto, niego. Desde allí también escojo ciertos libros que quiero
profundamente y entiendo y hago parte de mi vida. Y desde allí también,
finalmente, escojo dejar de lado otros libros, no tocarlos o dejarlos a medias,
caminos que no se recorren, objetos mudos.
Hay
gente que dice que en este mundo de políticas, economías y tecnologías desiguales
la literatura está desapareciendo, cuando en realidad -como bien dice Patricio Pron-
debería decir que la literatura desaparece todo el tiempo. Si solo puede
hacerse, solo puede ser, mediante un pacto de dos partes, escritura y lectura,
libro y lector, la mayor parte de la literatura nace muerta o desaparece por
nuestra dedicada forma de no leer.
Los
libros que no nos llegan o a los que no llegamos nosotros, esas piezas del
sistema irremediablemente quebradas, forman una parte central de la literatura
y forman también una metáfora, un símil no intencional de nuestro recorrido en
el mundo, seres frágiles ellos, los libros, y seres frágiles nosotros, y frágil
el sistema literario y frágil la vida, en la que la elección de leer o no este
libro, o de leer o no leer aquel, es una decisión de vida o silencio, de pacto
o de muerte: ¿qué persona soy al leer este libro? ¿En quién me convierto al
leer este otro? ¿Quién dejo irremediablemente de ser al leer un tercero?
Toda
civilización contiene una versión de su propia destrucción, el germen de lo que
será su eventual ruina. Quizás por eso, toda civilización y toda época siempre
se imaginan a sí mismas en decadencia, se miran con lástima y ceden a la
nostalgia de imaginar un pasado pretendidamente mejor que en realidad nunca
existió, en un juego de autocompasión e impotencia que a veces es enternecedor
y otras veces ridículo Desde luego, lo mismo pasa en literatura.
Solo
desde el siglo XX, primero el cine, luego la televisión, después el internet,
posteriormente los soportes digitales y ahora la crisis de la industria
editorial se han constituido en amenaza, némesis y finalmente compañeros de
ruta del libro, nunca desplazándolo.
Tanto
es esto así -es decir, tan poco amenazantes para el libro son todos estos- que
según cifras editoriales del mercado –anglosajón- podemos constatar que nunca
se han producido -escrito, editado, publicado y, en algunos casos, vendido- tantos
libros como hoy. Por lo que es claro que la visión distópica de la literatura,
la vieja cantaleta que anuncia su inminente decadencia y desaparición en cuanto
sistema de producción de saberes, no es más que ese reflejo autocompasivo que
tienen nuestras sociedades y sistemas culturales.
Y,
sin embargo, la buena salud del aparato productor del libro no tiene
necesariamente implicaciones en la rama lectora.
Porque
más allá de la estadística, la institución cultural y la pedagogía -lo cual es
un decir porque no hay un más allá de la cultura y sus instituciones-, cuando
quedan dos en escena y se evapora lo demás, cuando se trata de la tortuosa
relación entre libro y lector y no existen presiones como las del trabajo crítico
o académico, o el peso de la desidia o la publicidad, entonces, ahí, e incluso
en todos los casos anteriores, entran en juego de forma decisiva factores que,
en mi caso, defino como la infancia, la clase media, la masculinidad, la
occidentalidad latinoamericana, la culpa.
Eso
porque siempre –siempre- uno lee o deja de leer desde un pasado específico, una
posición social y unas condiciones materiales, un género o una posición sobre
el género, una condición racial-cultural, y un sentimiento de culpa -¿o de
orgullo?- por pertenecer a una generación, un país y una ideología
determinados.
Cada
libro, cada página que leemos o dejamos de leer, la leemos o la dejamos desde
la infancia, el temprano momento que nos constituyó y en el que se instalaron
los primeros traumas, los primeros aprendizajes.
La
leemos o la dejamos también desde una casa cómoda o un departamento no tan
cómodo o un cuarto francamente incómodo, desde el sillón o la calle, la miseria,
el dinero u otra de las muchas variantes que hay entre ellos. La leemos o la
dejamos desde un rol de género, desde la singularidad, la conversión o la
transformación. La leemos o la dejamos desde un horizonte cultural marcado por
nuestras determinantes raciales.
Y
la leemos o la dejamos, finalmente, con la conciencia de la distancia que hay
entre nosotros -que pertenecemos a cierto momento de la historia y a
determinadas circunstancias geográficas, y que tenemos una visión política
producto de ellas- y lo que el libro cuenta, lo que el libro hace y lo que el
libro deja de hacer.
Así,
más allá de mis buenas intenciones, restricciones y esfuerzos, leí a Lispector
antes de haberla leído, escuchando a mi madre; leí Imágenes paceñas desde el confortable sillón del departamento en
Sopocachi; Madame Bovary y Rojo y negro desde mi incómoda hombría
adolescente; Un hombre bueno es difícil
de encontrar y ¡Absalom, Absalom! desde
este presente que algunos califican de postracial; a Basho y Kawabata desde un latinoamericanismo
asombrado.
Leí
a Sor Juana después de la fe, a Conrad desde el enclaustramiento marítimo, a Perec
desde una bolivianidad a veces frustrante, a Le Guin desde el desigual siglo XXI,
a Lemebel desde la heterosexualidad, a Fanon desde mi paceñidad intransferible,
a Spivak desde el escepticismo académico, a Eltit desde la democracia
neoliberal.
Y
dejé de leer a García Márquez desde mi pedantería, a Bioy Casares desde la
falta de tiempo y necesidad laboral, a Cortázar desde el desconocimiento
ideológico. Y no leí a Lowry desde los excesos juveniles, a Proust desde el
ocio burgués, a Storni desde el aburrimiento editorial, a Simone de Beauvoir
desde una terca masculinidad, a Zadie Smith desde la sospecha y el más puro
prejuicio latinoamericano.
Y
tras años de leer y no leer es claro para mí que la tarea de la literatura no
pasa por dejar atrás ni modificar nuestras circunstancias personales ni nuestra
época, que su camino tampoco pasa por intentarlo y que la única opción digna
que tenemos de estar en el mundo como lectores es potenciar esas circunstancias
y esta época, ejerciéndolas, enfatizándolas críticamente mediante esa elección
fundamental en que se juega toda la fascinación y la impotencia, todo el sí y el
no, el pacto central de la literatura: leer o no leer.
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