sábado, 3 de enero de 2015

Patio interior

Lo sublime


El autor desmenuza conceptos e ideas de lo sublime, desde los postulados iniciales de Longino hasta Hegel, Burke y Wordsworth.




Juan Cristóbal Mac Lean E.

Pensándolo bien, no habíamos acabado de clavar del todo, en el anterior artículo, el clavo de lo sublime, y nos conviene que lo hagamos, pues de él colgaremos un cuadro muy grande (el romanticismo) y más nos vale que esté bien sujeto y que no caigan -cuadro y clavo.
Con el objeto de asegurarnos, pues, de que tal clavo esté firmemente prendido, habremos de remontarnos, en un primer momento, a una mínima genealogía de lo sublime.
La primera vez que apareció este concepto, que etimológicamente -“sublimis”- señala lo alto, lo muy alto, lo hizo en un tratado titulado, en su traducción latina, justamente como De lo sublime, y atribuido a un Longino, o pseudo Longino (ya que ni es seguro que ese sea su nombre), tan temprano, parece, como en el siglo I d.C.
La lectura de sus páginas, o lo que ha quedado de ellas (disponibles en internet en versión inglesa) asombra por el alto nivel de erudición y dominio de los temas de este estilista, retórico, crítico literario y ensayista de hace dos mil años y que aún hoy puede conmovernos, como ocurre, por ejemplo, con ese extraordinario director de cine que es Werner Herzog, quien dice considerar a Longino como a un “buen amigo”[1], y ello en relación con el éxtasis, o la “verdad estática”, como la llama él y que, dice Longino, es una directa consecuencia de un “lenguaje elevado”, sublime, cuyo fin “no es la persuasión sino el trance ”.
Mientras Longino escribe palabras así, puede aún sentirse el poder que entonces aún tendrían la palabra hablada, la retórica del discurso público, los parlamentos en el teatro. Más de una vez, Longino se refiere a la buena fortuna de quien tiene una “buena dicción”. El hecho de que todas esas cosas, en lugares como en el que vivimos, tal vez simplemente hayan perdido su sentido, o estén en su peor, más patético momento en la historia de este país, paradójicamente hace, más bien, que agucemos el oído ante esa reverencia por la palabra bien hablada.
A veces, dice Longino, de entre la textura de la composición, puede relampaguear lo sublime por momentos y esparcirlo todo, como un rayo, reinando sobre el auditorio. Y  pasa luego a considerar lo sublime en relación a poemas y escritos en prosa.
Longino muestra fidedignas y a veces muy bellas citas de diversos autores, hay mucho Homero, alaba un poema de Safo, y va examinando en sus ejemplos las huellas de lo sublime, desechando casos de lenguajes artificialmente inflados o ya también pueriles. Su tratado de estilo reconoce que a veces, antes que la bien ordenada y compuesta calma discursiva, es un “concierto de elementos discordantes” el que funda nuestra fe en el objeto y afirma “confiadamente” que nada es más elevado que cuando la pasión estalla salvaje, con loco entusiasmo y las palabras se desatan. O, cuando se trata de un alma elevada y noble, su silencio, como el de Ayax en el otro mundo, es más grandioso y sublime que cualquier discurso.
En un párrafo muy conocido del Libro X, Longino cita otras palabras, verdaderamente sublimes, dichas por el “legislador de los judíos, que al principio de sus leyes escribe: Dios dijo: hágase la luz y se hizo la luz; hágase la tierra, y se hizo la tierra”.
Siglos después Hegel, al referirse a éste párrafo, afirma que “Este es el paso en el que la sublimidad como tal tiene casa propia”[2]. Unas muy pocas palabras, de pronto, dejan entrever el absoluto, lo infinito. Hacen recuerdo, inmediatamente, a esta pregunta que se haría, también siglos después y poco antes de Hegel, Edmund Burke, hablando de lo sublime: “Qué se hace cuando se quiere representar un ángel en un cuadro? Se pinta un bello joven alado, mas, ¿proporcionará la pintura algo tan grande como el agregado de esta única palabra: el Ángel del Señor?”.
Hay realidades inconmensurables con el pensamiento y ante las que el conocimiento se detiene, mientras el ser entero cae dentro, es poseído por algo no delimitable y que lo inunda todo. Aquí acaba de aparecer lo sagrado, dueño de su evidencia, expuesto en su verdad.
A todo esto, hemos dejado ya a Longino. ¿Y de cómo reapareció, tantos siglos más tarde, la idea de lo sublime? En 1674, (nótese que varios decenios antes de la Tercera Crítica) lo tradujo al francés el académico Boileau, y es a partir de entonces que lo sublime empezó su larga andadura.
Y si bien es sobre todo con Kant que los desplazamientos y variaciones sobre el tema de lo sublime se hicieron más patentes, más audibles, no por ello pueden saltarse los episodios que conoció entre los ingleses.
Desde el lado de la poesía, entre los románticos insulares, están los amigos cercanos Colerige y Wordsworth; el primero ya un entusiasta lector de la Tercera Crítica, el segundo autor de un breve ensayo: The Sublime and the Beautiful. Y, desde el lado de la reflexión filosófica, está el libro de Burke, con el hermoso y muy inglés título de A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful, que luego Kant citará y también criticará.
En Wordsworth y Burke se encuentran expresiones parecidas. El primero habla de una poética del “horror delicioso” y el segundo refiere que la “La infinidad tiene una tendencia a llenar la mente con aquella especie de horror delicioso (pleasing horror) que es el efecto más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime”. Y también para el primero “la coronación absoluta de la impresión es el infinito, que es una modificación de la unidad”. Y lo interesante en el caso de Wordsworth y otros es la deriva paisajística que tuvo el concepto y por la cual se constituyó también una poética del paisaje, una geo-poética que no nos puede ser ajena.
Del sublime “retórico” de Longino, se ha pasado aquí al sublime de la naturaleza. En estudios sobre lo sublime en Wordsworth se citan muchos grupos de versos muy hermosos y que lidian con lo sublime en paisajes, caminatas, lagos, montañas.
Y, otra fuente curiosa, es la Guía a los lagos (encontrable en línea) que el poeta compuso en 1810 desarrollando hasta apuntes geológicos, y donde encontramos que “Lo sublime es el resultado de los primeros grandes tratos de la Naturaleza con las superficies de la Tierra; la tendencia general de sus operaciones subsecuentes va hacia la producción de belleza, mediante una multiplicidad de partes simétricas que unen un todo consistente”.
Se trata de una zona de lagos y montañas. Las alturas y las aguas, como se sabe, siempre dan lugar a formaciones de nubes muy activas. Wordsworth lo anota: “Esas nubes, dispersándose según las estaciones, que de pronto alzan sus resplandeciente cabezas desde las barreras rocosas, o van apurándose fuera de vista, rápidamente hacia el filo borde…”.
Cosas así las conocemos mucho por aquí. Lo sublime en los grandes paisajes de los Andes es, de hecho, un capítulo aparte en la Tierra  -y habremos de verlo de más cerca.







[1] Eso está en "On the Absolute, the Sublime and Ecstatic Truth", disponible en Internet.
[2] Esta cita se encuentra en Il sublime romantico. Storia di un concetto sommerso, de Giovanna Pinna, donde también hay valiosos datos sobre los románticos ingleses.

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