Lo sublime
El autor desmenuza conceptos e ideas de lo sublime, desde los postulados iniciales de Longino hasta Hegel, Burke y Wordsworth.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
Pensándolo
bien, no habíamos acabado de clavar del todo, en el anterior artículo, el clavo
de lo sublime, y nos conviene que lo hagamos, pues de él colgaremos un cuadro
muy grande (el romanticismo) y más nos vale que esté bien sujeto y que no
caigan -cuadro y clavo.
Con
el objeto de asegurarnos, pues, de que tal clavo esté firmemente prendido,
habremos de remontarnos, en un primer momento, a una mínima genealogía de lo
sublime.
La
primera vez que apareció este concepto, que etimológicamente -“sublimis”-
señala lo alto, lo muy alto, lo hizo en un tratado titulado, en su traducción
latina, justamente como De lo sublime,
y atribuido a un Longino, o pseudo Longino (ya que ni es seguro que ese sea su
nombre), tan temprano, parece, como en el siglo I d.C.
La
lectura de sus páginas, o lo que ha quedado de ellas (disponibles en internet
en versión inglesa) asombra por el alto nivel de erudición y dominio de los
temas de este estilista, retórico, crítico literario y ensayista de hace dos
mil años y que aún hoy puede conmovernos, como ocurre, por ejemplo, con ese
extraordinario director de cine que es Werner Herzog, quien dice considerar a
Longino como a un “buen amigo”[1], y
ello en relación con el éxtasis, o la “verdad estática”, como la llama él y
que, dice Longino, es una directa consecuencia de un “lenguaje elevado”,
sublime, cuyo fin “no es la persuasión sino el trance ”.
Mientras
Longino escribe palabras así, puede aún sentirse el poder que entonces aún
tendrían la palabra hablada, la retórica del discurso público, los parlamentos
en el teatro. Más de una vez, Longino se refiere a la buena fortuna de quien
tiene una “buena dicción”. El hecho de que todas esas cosas, en lugares como en
el que vivimos, tal vez simplemente hayan perdido su sentido, o estén en su
peor, más patético momento en la historia de este país, paradójicamente hace,
más bien, que agucemos el oído ante esa reverencia por la palabra bien hablada.
A
veces, dice Longino, de entre la textura de la composición, puede relampaguear
lo sublime por momentos y esparcirlo todo, como un rayo, reinando sobre el auditorio.
Y pasa luego a considerar lo sublime en
relación a poemas y escritos en prosa.
Longino
muestra fidedignas y a veces muy bellas citas de diversos autores, hay mucho Homero,
alaba un poema de Safo, y va examinando en sus ejemplos las huellas de lo
sublime, desechando casos de lenguajes artificialmente inflados o ya también
pueriles. Su tratado de estilo reconoce que a veces, antes que la bien ordenada
y compuesta calma discursiva, es un “concierto de elementos discordantes” el
que funda nuestra fe en el objeto y afirma “confiadamente” que nada es más
elevado que cuando la pasión estalla salvaje, con loco entusiasmo y las
palabras se desatan. O, cuando se trata de un alma elevada y noble, su
silencio, como el de Ayax en el otro mundo, es más grandioso y sublime que
cualquier discurso.
En
un párrafo muy conocido del Libro X, Longino cita otras palabras,
verdaderamente sublimes, dichas por el “legislador de los judíos, que al
principio de sus leyes escribe: Dios dijo: hágase la luz y se hizo la luz;
hágase la tierra, y se hizo la tierra”.
Siglos
después Hegel, al referirse a éste párrafo, afirma que “Este es el paso en el
que la sublimidad como tal tiene casa propia”[2].
Unas muy pocas palabras, de pronto, dejan entrever el absoluto, lo infinito.
Hacen recuerdo, inmediatamente, a esta pregunta que se haría, también siglos
después y poco antes de Hegel, Edmund Burke, hablando de lo sublime: “Qué se
hace cuando se quiere representar un ángel en un cuadro? Se pinta un bello
joven alado, mas, ¿proporcionará la pintura algo tan grande como el agregado de
esta única palabra: el Ángel del Señor?”.
Hay
realidades inconmensurables con el pensamiento y ante las que el conocimiento
se detiene, mientras el ser entero cae dentro, es poseído por algo no
delimitable y que lo inunda todo. Aquí acaba de aparecer lo sagrado, dueño de
su evidencia, expuesto en su verdad.
A
todo esto, hemos dejado ya a Longino. ¿Y de cómo reapareció, tantos siglos más
tarde, la idea de lo sublime? En 1674, (nótese que varios decenios antes de la
Tercera Crítica) lo tradujo al francés el académico Boileau, y es a partir de
entonces que lo sublime empezó su larga andadura.
Y si
bien es sobre todo con Kant que los desplazamientos y variaciones sobre el tema
de lo sublime se hicieron más patentes, más audibles, no por ello pueden
saltarse los episodios que conoció entre los ingleses.
Desde
el lado de la poesía, entre los románticos insulares, están los amigos cercanos
Colerige y Wordsworth; el primero ya un entusiasta lector de la Tercera
Crítica, el segundo autor de un breve ensayo: The Sublime and the Beautiful. Y, desde el lado de la reflexión
filosófica, está el libro de Burke, con el hermoso y muy inglés título de A Philosophical Enquiry into the Origin of
Our Ideas of the Sublime and Beautiful, que luego Kant citará y también
criticará.
En
Wordsworth y Burke se encuentran expresiones parecidas. El primero habla de una
poética del “horror delicioso” y el segundo refiere que la “La infinidad tiene una tendencia a llenar la mente con aquella
especie de horror delicioso (pleasing horror) que es el efecto
más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime”. Y también para el primero
“la coronación absoluta de la impresión es el infinito, que es una modificación
de la unidad”. Y lo interesante en el caso de Wordsworth y otros es la deriva
paisajística que tuvo el concepto y por la cual se constituyó también una
poética del paisaje, una geo-poética que no nos puede ser ajena.
Del sublime “retórico” de Longino, se ha pasado aquí al sublime de la
naturaleza. En estudios sobre lo sublime en Wordsworth se citan muchos grupos
de versos muy hermosos y que lidian con lo sublime en paisajes, caminatas,
lagos, montañas.
Y, otra fuente curiosa, es la Guía
a los lagos (encontrable en línea) que el poeta compuso en 1810 desarrollando
hasta apuntes geológicos, y donde encontramos que “Lo sublime es el resultado
de los primeros grandes tratos de la Naturaleza con las superficies de la
Tierra; la tendencia general de sus operaciones subsecuentes va hacia la
producción de belleza, mediante una multiplicidad de partes simétricas que unen
un todo consistente”.
Se trata de una zona de lagos y montañas. Las alturas y las aguas,
como se sabe, siempre dan lugar a formaciones de nubes muy activas. Wordsworth
lo anota: “Esas nubes, dispersándose según las estaciones, que de pronto alzan
sus resplandeciente cabezas desde las barreras rocosas, o van apurándose fuera
de vista, rápidamente hacia el filo borde…”.
Cosas así las conocemos mucho por aquí. Lo sublime en los grandes
paisajes de los Andes es, de hecho, un capítulo aparte en la Tierra -y habremos de verlo de más cerca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario