sábado, 31 de enero de 2015

Patio interior

¿De qué se trataba esto?

Un ajuste de cuentas antes de voltear la página. MacLean cierra su serie de reflexiones sobre poesía y filosofía y adelanta los senderos sobre los que ya empieza a avanzar.



Juan Cristóbal MacLean E.

Había terminado, la anterior entrega, con un diapasón. Diapasón de Beethoven, pero también diapasón de Kant. O también: terminó un movimiento y vendrá uno nuevo -más o menos de la misma pieza.
Entre movimiento y movimiento, a todo esto, también sería justo que nos demos un descanso -y aprovechemos para  hacer algo de memoria. En efecto: ¿a qué era que le venía todo esto? ¿De qué se trataba? ¿Podríamos recordarlo, por lo menos brevemente?.
Hagámoslo. Y  para hacerlo, nada mejor que citar el primer párrafo de esta averiguación, iniciada hace ya como diez entregas atrás. Dice este primer párrafo:
“El tema de poesía y comprensión se sitúa de entrada en dos niveles. Por una parte, se trata de la comprensión de la poesía misma, de lo que la poesía comprende o es capaz de comprender en cuanto tal poesía o, mejor dicho, en el poema concreto en el que se actualiza y al mismo tiempo se trata, por otra parte, de comprender la poesía misma, de cómo hacerlo y cómo situarse frente al juego de lo comprensible y lo incomprensible que anidan en ella”.
Para entender más cabalmente lo que se pretende encarar aquí, nada mejor que hacerlo con un ejemplo, y un ejemplo, además, de un tipo de poesía que también campeó, y campea desde hace decenios por los campos literarios, con su parte de libertad y su parte de hermetismo. Tomemos estos versos de Un hueco tibio del poeta cochabambino Edmundo Camargo:
“Entre muñones de viento pidiendo su limosna de hojas / y los muebles que ladran las apariciones / me estrellaría en el cemento buscando un hueco tibio / para este miedo ciempiés que me camina / para esta soledad”.
Aquí se comprenden bien esas preguntas que se inquietan, justamente, en torno a la comprensión. ¿Qué se entiende cabalmente por esos versos -y tiene cabida aquí la palabra cabalmente?
Pero, aún más allá del trabajo hermenéutico, aún más allá de las diversas interpretaciones o contra las interpretaciones, hay que oír también una interrogante más de fondo y que se pregunta sobre cómo y porqué la poesía llegó, pudo llegar, en sus casos más extremos (como por ejemplo en cierto Mallarmé), a revestirse de un velo de incomprensión casi sin  concesiones. Y entonces, en el caso de la poesía, también se impone preguntarse: ¿cómo comprender la comprensión?
De aspecto solo aparentemente muy simple, pues, una semejante constelación de interrogantes y los movimientos tendientes a responderlas  nos zarandearon, hasta aquí, de un lado a otro. Primero nos llevaron a asomarnos al enorme, eterno e irresoluble problema que Platón plantea al descreer de artistas y poetas, desacreditarlos -a veces furiosamente, otras concediéndoles su dudoso mucho.
Asomándonos al tema, nos encontramos con que había muchos partidarios de Platón a la hora de descreer de artistas y poetas. Y no eran cualesquiera. Así por ejemplo, nos detuvimos  en la dubitativa aversión que un Tolstoi, un Wittgenstein, le tenían a Shakespeare.  Y resulta que son muchos quienes tenían aversión por los poetas. Aquí por ejemplo, en este descanso que tenemos entre movimiento y movimiento, hemos de soltar un algo venenoso as que teníamos en la manga. Es de Elías Canetti y dice:
“Todas las expresiones despectivas que encuentro sobre la condición de poeta me satisfacen; por breves que sean, como la de Pascal: ‘Poéte et non honnete homme’. Sé muy bien hasta qué punto este juicio es unilateral e injusto; lo es ya en Platón; pero algo en mí dice: ‘vaya, vaya, demonio de poeta ...’ . (…) Pero lo que me conquista totalmente es la riqueza y abundancia de las fantasías que forjan con todo lo que les sucede. En relación con lo que les afecta, piensan casi siempre de un modo equivocado, solo para poder pensar multitud de cosas distintas. ¿Dónde está en eso su gran belleza, su gran poder de fascinación? ¿En la gran profusión de ilusiones o en lo equivocado de éstas? Me resulta difícil decidir”.
Luego, al seguir preguntándonos sobre estas cosas, nuestra atención se desvió hacia Kant. Como más o menos quisimos contarlo, y guiándonos sobre todo por La analítica de lo sublime, resulta que Kant está en el origen, en última instancia, del descalabro del sentido de que, hoy mismo, se nutren desde la poesía hermética hasta el arte plástico “contemporáneo”.
Sin que Kant jamás lo soñase, en la senda que él abrió llegó lo que luego habría de quedar con el nombre de romanticismo, del que aún somos sus herederos y al que, luego de este descanso, habremos de dedicarnos en un par de números.
Pero no dejemos todavía a Kant, o de hacerlo que sea, por lo menos, con esta extraordinaria cita de A. Berman en la que culmina, de alguna manera, todo a lo que nos habíamos querido acercar anteriormente:
“Imagina una poesía poskantiana o incluso kantiana. Parece inconcebible que el curso de la poesía pueda ser dividido en dos por una filosofía, y sin embargo es el caso: Novalis y Schlegel, como por lo demás Hölderlin, Kleist, Coleridge y de Quincey han sido verdaderamente trastornados por el kantismo, que a veces me parece ser la filosofía de los poetas, pero no de la poesía. A la revolución copernicana de la filosofía corresponde una revolución copernicana de la poesía…”.[1]
Los nombres citados en la cita pertenecen todos al romanticismo, ya sea plena o lateralmente. Aparte de los ingleses Coleridge y de Quincey, los otros son alemanes. El romanticismo, o primer romanticismo, es efectivamente sobre todo alemán y no exagera en absoluto Rudiger Safranski al subtitular su libro sobre el romanticismo como Una odisea del espíritu alemán.
Y bien, se preguntará alguien, ¿por qué habríamos de inquietarnos aquí por un movimiento que tuvo lugar hace dos siglos en la lejana Alemania? Es que ocurre, simplemente, que a partir de ahí, de ese primer romanticismo alemán, las letras serían otras para siempre; se descubriría y fundaría la literatura como tal, se trabarían nuevas relaciones entre literatura y filosofía, mientras la poesía pasaría a librarse de cualquier opresiva cadena de sentido.
El arte contemporáneo o las mismas vanguardias, a su vez, también serían tributarias no solo del romanticismo sino del mismo Kant tal como lo aseveran muchos (Lyotard, Greenberg).
Como se ve, no son pocas las razones por las que conviene asomarse a ese romanticismo. Y cerremos esta página con una última cita y otras notas, nuevamente de Beethoven. Las palabras son de E. T. A. Hoffmann, escritas en 1810 y no mencionan a Kant, pero se sabe que Hoffman lo conocía mucho y es inconfundible, aquí, una nueva aparición de lo sublime kantiano:  
“La música instrumental de Beethoven revela ante nosotros el reino de lo poderoso e inconmensurable. Aquí brillantes rayos de luz se disparan a través de la oscuridad de la noche, y nos damos cuenta de gigantescas sombras que oscilan adelante, atrás, moviéndose cada vez más cerca de nosotros y destruyendo, dentro nuestro, cualquier sentimiento que no sea el dolor de un ansia infinita, en la que el deseo, saltando en sonidos de exultación, ya se hunde y desaparece… La música de Beethoven anima la maquinaria de la estupefacción, el miedo, el terror, el dolor”.




[1] La cita, en versión más larga, aparece en una nota a pie de página de El absoluto literario de Nancy y Lacoue-Labarthe en Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires 2012, p. 65.

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