¿De qué se trataba esto?
Un ajuste de cuentas antes de voltear la página. MacLean cierra su serie de reflexiones sobre poesía y filosofía y adelanta los senderos sobre los que ya empieza a avanzar.
Juan
Cristóbal MacLean E.
Había
terminado, la anterior entrega, con un diapasón. Diapasón de Beethoven, pero
también diapasón de Kant. O también: terminó un movimiento y vendrá uno nuevo -más o menos de la misma pieza.
Entre
movimiento y movimiento, a todo esto, también sería justo que nos demos un
descanso -y aprovechemos para hacer algo
de memoria. En efecto: ¿a qué era que le venía todo esto? ¿De qué se trataba? ¿Podríamos
recordarlo, por lo menos brevemente?.
Hagámoslo.
Y para hacerlo, nada mejor que citar el
primer párrafo de esta averiguación, iniciada hace ya como diez entregas atrás.
Dice este primer párrafo:
“El tema de poesía y comprensión se sitúa de entrada en dos niveles.
Por una parte, se trata de la comprensión de la poesía misma, de lo que la
poesía comprende o es capaz de comprender en cuanto tal poesía o, mejor dicho,
en el poema concreto en el que se actualiza y al mismo tiempo se trata, por
otra parte, de comprender la poesía
misma, de cómo hacerlo y cómo situarse frente al juego de lo comprensible y
lo incomprensible que anidan en ella”.
Para
entender más cabalmente lo que se pretende encarar aquí, nada mejor que hacerlo
con un ejemplo, y un ejemplo, además, de un tipo de poesía que también campeó,
y campea desde hace decenios por los campos literarios, con su parte de
libertad y su parte de hermetismo. Tomemos estos versos de Un hueco tibio del poeta cochabambino Edmundo Camargo:
“Entre muñones
de viento pidiendo su limosna de hojas / y los muebles que ladran las
apariciones / me estrellaría en el cemento buscando un hueco tibio / para este
miedo ciempiés que me camina / para esta soledad”.
Aquí
se comprenden bien esas preguntas que se inquietan, justamente, en torno a la
comprensión. ¿Qué se entiende cabalmente por esos versos -y tiene cabida aquí
la palabra cabalmente?
Pero,
aún más allá del trabajo hermenéutico, aún más allá de las diversas
interpretaciones o contra las interpretaciones, hay que oír también una
interrogante más de fondo y que se pregunta sobre cómo y porqué la poesía
llegó, pudo llegar, en sus casos más extremos (como por ejemplo en cierto
Mallarmé), a revestirse de un velo de incomprensión casi sin concesiones. Y entonces, en el caso de la
poesía, también se impone preguntarse: ¿cómo comprender la comprensión?
De
aspecto solo aparentemente muy simple, pues, una semejante constelación de
interrogantes y los movimientos tendientes a responderlas nos zarandearon, hasta aquí, de un lado a
otro. Primero nos llevaron a asomarnos al enorme, eterno e irresoluble problema
que Platón plantea al descreer de artistas y poetas, desacreditarlos -a veces
furiosamente, otras concediéndoles su dudoso mucho.
Asomándonos
al tema, nos encontramos con que había muchos partidarios de Platón a la hora
de descreer de artistas y poetas. Y no eran cualesquiera. Así por ejemplo, nos
detuvimos en la dubitativa aversión que
un Tolstoi, un Wittgenstein, le tenían a Shakespeare. Y resulta que son muchos quienes tenían
aversión por los poetas. Aquí por ejemplo, en este descanso que tenemos entre
movimiento y movimiento, hemos de soltar un algo venenoso as que teníamos en la
manga. Es de Elías Canetti y dice:
“Todas las
expresiones despectivas que encuentro sobre la condición de poeta me
satisfacen; por breves que sean, como la de Pascal: ‘Poéte et non honnete
homme’. Sé muy bien hasta qué punto este juicio es unilateral e injusto; lo es
ya en Platón; pero algo en mí dice: ‘vaya, vaya, demonio de poeta ...’ . (…) Pero
lo que me conquista totalmente es la riqueza y abundancia de las fantasías que
forjan con todo lo que les sucede. En relación con lo que les afecta, piensan
casi siempre de un modo equivocado, solo para poder pensar multitud de cosas
distintas. ¿Dónde está en eso su gran belleza, su gran poder de fascinación?
¿En la gran profusión de ilusiones o en lo equivocado de éstas? Me resulta difícil
decidir”.
Luego, al seguir
preguntándonos sobre estas cosas, nuestra atención se desvió hacia Kant. Como
más o menos quisimos contarlo, y guiándonos sobre todo por La analítica de lo sublime, resulta que Kant está en el origen, en
última instancia, del descalabro del sentido de que, hoy mismo, se nutren desde
la poesía hermética hasta el arte plástico “contemporáneo”.
Sin que Kant
jamás lo soñase, en la senda que él abrió llegó lo que luego habría de quedar
con el nombre de romanticismo, del que aún somos sus herederos y al que, luego
de este descanso, habremos de dedicarnos en un par de números.
Pero no dejemos
todavía a Kant, o de hacerlo que sea, por lo menos, con esta extraordinaria
cita de A. Berman en la que culmina, de alguna manera, todo a lo que nos
habíamos querido acercar anteriormente:
“Imagina una
poesía poskantiana o incluso kantiana. Parece inconcebible que el curso de la
poesía pueda ser dividido en dos por una filosofía, y sin embargo es el caso:
Novalis y Schlegel, como por lo demás Hölderlin, Kleist, Coleridge y de Quincey
han sido verdaderamente trastornados por el kantismo, que a veces me parece ser
la filosofía de los poetas, pero no de la poesía. A la revolución copernicana
de la filosofía corresponde una revolución copernicana de la poesía…”.[1]
Los nombres citados
en la cita pertenecen todos al romanticismo, ya sea plena o lateralmente.
Aparte de los ingleses Coleridge y de Quincey, los otros son alemanes. El
romanticismo, o primer romanticismo, es efectivamente sobre todo alemán y no
exagera en absoluto Rudiger Safranski al subtitular su libro sobre el
romanticismo como Una odisea del espíritu
alemán.
Y bien, se
preguntará alguien, ¿por qué habríamos de inquietarnos aquí por un movimiento
que tuvo lugar hace dos siglos en la lejana Alemania? Es que ocurre,
simplemente, que a partir de ahí, de ese primer romanticismo alemán, las letras
serían otras para siempre; se descubriría y fundaría la literatura como tal, se
trabarían nuevas relaciones entre literatura y filosofía, mientras la poesía
pasaría a librarse de cualquier opresiva cadena de sentido.
El arte
contemporáneo o las mismas vanguardias, a su vez, también serían tributarias no
solo del romanticismo sino del mismo Kant tal como lo aseveran muchos (Lyotard,
Greenberg).
Como se ve, no
son pocas las razones por las que conviene asomarse a ese romanticismo. Y
cerremos esta página con una última cita y otras notas, nuevamente de Beethoven.
Las palabras son de E. T. A. Hoffmann, escritas en 1810 y no mencionan a Kant,
pero se sabe que Hoffman lo conocía mucho y es inconfundible, aquí, una nueva
aparición de lo sublime kantiano:
“La música
instrumental de Beethoven revela ante nosotros el reino de lo poderoso e
inconmensurable. Aquí brillantes rayos de luz se disparan a través de la
oscuridad de la noche, y nos damos cuenta de gigantescas sombras que oscilan
adelante, atrás, moviéndose cada vez más cerca de nosotros y destruyendo,
dentro nuestro, cualquier sentimiento que no sea el dolor de un ansia infinita,
en la que el deseo, saltando en sonidos de exultación, ya se hunde y
desaparece… La música de Beethoven anima la maquinaria de la estupefacción, el
miedo, el terror, el dolor”.
[1] La cita, en versión más larga, aparece en una nota a pie de página
de El absoluto literario de Nancy y
Lacoue-Labarthe en Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires 2012, p. 65.
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