sábado, 24 de enero de 2015

Parhelio

[Notas de otro verano con Rulfo]


Las erratas, tachaduras, reescrituras, sobreescrituras, y otros recursos de escritura-corrección. A propósito de un “original” de Pedro Páramo.



Rodolfo Ortiz

Hay una geometría de lo lingüístico y, por ende, del pensamiento. Pero esta geometría que entra a la escritura habla como un ciervo que huye sin prefiguración del espacio. Toda corrección es, en este sentido, interrupción, y ese ruido que se escucha en la piel de una página es el rastro material de una subjetividad (que huye) siempre entrecortada. Entrar en la escritura es hablar en una lengua sin punto geometral. Una escritura de sobria elegancia es un engaño, pura geometría de pensamiento. Un giro imprevisible, rayones enredados en el margen o un tachón que viola la opacidad de una cadena de palabras o de una sola, se constituyen en esos instantes de vacilación que sobrepasan y sobrerrestan a un pensamiento geometral. Un tachón es el hilo flotante e indócil en la costura de un texto. Hay una geometría de lo rígido, de lo cerrado, de la letra petrificada y muerta, inamovible, que no tolera la errata o la intervención que habilita su movilidad. Gombrowicz predijo y denunció este tipo de geometría en el anquilosamiento poético de los años cuarenta en Argentina. Su memorable Conferencia en contra de los poetas propone, en síntesis, desanquilosar al lector para desanquilosar los hilos textuales de la sobriedad de la buena escritura. El español atrabillado que Gombrowicz desplegó en bares y suburbios de Retiro era el corazón de este principio de expulsión y extrañamiento de las palabras.
Pienso en los mecanuscritos de Pedro Páramo que ahora tengo en frente, casi por casualidad. Este fragmento que empiezo a estirar de uno de sus hilos llega a configurar ese lugar exultante y comprimido, ese lugar de ruido descubierto a fondo sin punto geometral. Las publicaciones en serie que se desencadenaron luego de la primera edición de Pedro Páramo, en 1955, al parecer no atendieron a esa zona en más desobediente y vacilante de una escritura como la de este fragmento. La transcripción que tiento ahora dice así:

Sentí el retrato de mi madr[e] guardado en la bolsa de la camisa, -calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato Viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado [una vez] en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde [bien] podía caber [muy {ilegible}] el dedo del corazón.

Se trata de un fragmento del mecanuscrito “original” de Pedro Páramo, correspondiente a la versión final de los fragmentos publicados en 1954 en la revista Las Letras Patrias. He resaltado cuatro momentos de esta geometría descentrada de Rulfo. La letra “e” que se agrega a la palabra “madre”, la inclusión adverbial “bien” y dos tachaduras, la segunda de ellas cuya segunda palabra es ilegible. Al parecer una sintaxis invisible es la que viene a soldar las conexiones de esta geometría descentrada. Un retrato, los agujeros, la memoria, el corazón. Pero también estas palabras parecen desequilibrar toda geometría del sentido. Las tachaduras, las inclusiones, acaso de una letra mínima, parecen desligarlo todo. ¿Dónde fijar el peso de esas palabras? ¿En el corazón del retrato, en el corazón de la palabra madre que viene a ser esa “e”? ¿En el agujero de la palabra madre sin esa “e”? ¿En el agujero del retrato en el lugar del corazón? ¿En los agujeros de aguja que parecen ventilar la figura evanescente de la madre? ¿En los agujeros de la memoria que evoca esa mezcla de aromas de yerbas en la cocina? Todo lo desligado empieza a pensar en solitario. ¿Qué puede significar sino el “una vez” tachado en el recuerdo? El “vez” puede engendrar un temblor en quien lo pronuncia en esta intensidad y sintonía del recuerdo, como cuando alguna “vez” decimos “había una vez” o “hubo una vez”. ¿Qué “vez”? ¿Cómo fijar y dónde la gravitación de esa “vez”? ¿Dónde el contexto interno, dónde el externo de esa “vez”?
Hay un ser de la vacilación del ser, había señalado Bachelard al imaginar una geometría en espiral, de volute, derivative, que se desvía y regresa sobre un punto que ya está desplazado. Sin embargo, si todo se halla desfijado en el envez de ese “vez” desde el cual, se dice, se rescató ese retrato, ya no podríamos ni siquiera pensar ontológicamente en un “ser de la vacilación del ser”.
Un primer límite queda trazado, entonces, al convenir en el encuentro entre aquello que queda dentro del retrato, su poder legendario que calienta el corazón del hijo, y aquello que resulta de su afuera, el “estar lleno de agujeros como de aguja”. La geometría que se diseña ya es otra, entonces, ya no es la de una espiral del sentido, ya no es solamente la de un momento que se desfija, que desfigura su propio character de ser un momento o también un memento mori. La geometría que acecha en ese límite es aquella que disuelve el afuera y el adentro. Una fotografía es eso mismo. Una fotografía es uno mismo. Un límite por donde se erra entre un adentro y un afuera simultáneos. Pero la palabra “vez” también es una confrontación abismal con ese dentro-fuera que acarrea. No hay ya oposiciones geométricas, tampoco atracciones geometrizantes. Sólo límites, hilos flotantes. ¿En qué espacio vemos el retrato de la madre? En el espacio de la memoria del que narra, en el espacio de nuestra memoria que lee, en el espacio de la página, del sueño, en el espacio de esa “e” que le falta al nombre, en el espacio de ese “una vez” inalcanzable, en el espacio de ese agujero “grande donde [bien] podía caber [muy {ilegible}] el dedo del corazón”.
***

Gombrowicz cada vez me impacta más. Su arte no es el de la seducción. Su arte directo, rudo, polaco, de extranjería, es letal, fascinante y lapidario. Un arte de la deslectura. En sus Peregrinaciones argentinas (publicadas en España de manera póstuma en 1984) despliega un movimiento que sugiere esa práctica de la lectura que atisba Quignard como un modo no del juzgar sino de la separación a cualquier precio… Recuerdo con claridad que Marcos Sainz se llevó el único ejemplar de Cerco de penumbras corregido, reescrito, mutilado, tachoneano por su autor. Y si el lector sigue con sospecha y separación estos cabos entenderá por qué debí haber comenzado con un epígrafe que ahora uso de epílogo. Se trata de un aforismo desaforado de Julio Barriga que hallé sin querer en un recorte añejo y ambulante de 1994, entrepapelado en un libro de Pessoa: Para mí no es un rapto de inspiración ni oficio; escribo para saber por qué escribo.

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