sábado, 17 de enero de 2015

Artículo

La vertiente literaria marginal
a través de Claudio Cortez

El autor cuestiona las modas literarias que encumbran arbitrariamente a unos y olvidan a otros.


 Freddy Zárate 

El fanatismo y las modas literarias encumbran a Víctor Hugo Viscarra (1958-2006), como el gran escritor de los suburbios de la urbe paceña. Por supuesto esta gloria se debe en gran parte a los propagandistas y creadores (in)directos de este personaje mitificado.
La sobrevaloración literaria de Viscarra tiene nombres y apellidos. Tal es el caso del escritor Manuel Vargas, quizá el mayor artífice, ya que gran parte de la obra de Viscarra fue editada, estilizada y publicada por su editorial Correveidile. Otra de las propagandistas es la escritora Virginia Ayllón quien en el prólogo de Alcoholatum & otros drinks (2001) indica la estrecha relación que mantuvo con Viscarra: “disfruto de una amistad, añeja ya aunque fresca siempre con este autor y, además, conozco el conjunto de su obra editada y parte de la inédita”.
A ellos se suman profesores normalistas, estudiantes y catedráticos de la Carrera de Literatura que ven en la vida y obra de este autor una necesidad imperiosa de estudio y preocupación existencial.
Esta sobreestimación retórica de Viscarra carece de una dimensión crítica. El rótulo de “gran escritor de la literatura marginal” es al menos puesto en entredicho por la historiografía literaria. Revisando un poco nuestra faena bibliografía se puede encontrar precursores y destacados exponentes de esta corriente.
Un autor olvidado por los círculos académicos es Claudio Cortez A. Los datos biográficos que nos proporcionan José Ortega, Adolfo Cáceres y Elías Blanco señalan que el autor nació en La Paz en 1908 y falleció en esta misma ciudad en 1954.
Incursionó en la narrativa, la historia y el periodismo. Acudió al conflicto bélico con Paraguay (1932-1935), experiencia existencial que le sirvió de material para tres novelas sobre el Chaco: Entre sangre y fuego (s/f), Esclavos y vencidos (1935) y Los avitaminosos (1936).
Escribió La Teodosita (1939), que logró el Primer Premio del certamen literario auspiciado por el Ateneo Iberoamericano de Buenos Aires. Tres años más tarde publicó la novela histórica Sobre la cruz de la espada (1942). A sus 45 años publicó Francisco Tito Yupanqui: Historia y milagros de nuestra señora de Copacabana (1954). Un año más tarde, el 7 de enero de 1954 murió prematuramente.  “Al fin, la alegría y el dolor se acaban. El tiempo lo borra todo”… Con estas líneas finalizó su novela La tristeza del suburbio; tal vez una premonición.                  
Volviendo a los años 30, después de indagar las veleidades del lumpen paceño, Cortez publicó La tristeza del suburbio: la novela pasional (1937). Su inspiración, sus personajes y trama parten del submundo urbano. La llave con que ingresa a las periferias es a través de la vida de su protagonista Félix Vergara: “La nariz enrojecida, sus ojillos turbios sin mirada, bamboleante, apoyándose a las paredes, camina lerdamente, despaciosamente, balbuciendo palabras incoherentes y accionando con la mano derecha en forma contundente y amenazadora”.
Noche tras noche, las calles y los callejones de La Paz son testigos mudos de las peripecias de los alcohólicos que transitan por los “tenduchos sumidos en la oscuridad, que parece una cueva de pillos”, donde beben la rica chicha y el elixir de los dioses (alcohol) y se oye las voces, las risas enfáticas de hombres y mujeres.
Anticipadamente Claudio Cortez nos revela, a través de su novela, el coba del hampa, de los marginales ya existente en ese entonces: “cueva de pillos”, “antro de vicio”, “chupacos”, “pisquerías”, “elixir sagrado”.
Cortez, asimismo, describe a algunos personajes que circulan por los callejones de La Paz, no necesariamente los alcohólicos y parias: excombatientes de la Guerra del Pacifico (1879), de la Guerra del Acre (1899-1903) y de la Guerra del Chaco (1932-1935); soldados traumatizados que hacen alarde de su heroísmo subjetivo: “-¡Aquí están mis certificados, soy machito, hijo de mi tata (papá), soy un excombatiente, que prisionero ni ocho cuartos!”.
Y también se presenta la realidad de la prostitución: “En la esquina de un callejón hay dos jovencitas trigueñas, sentadas en la puerta de una tienda, entonando una cancioncilla. Al ver a alguien, una de ellas se pone de pie, sigilosamente como una bestezuela en acecho y de un salto llega a él y tomándole del brazo dice: -Lindo ven, ven, te haz de dormir conmigo”.
Una de las más logradas descripciones de la obra, es la de la “calle del pecado”: “Una calle ancha sin empedrar, donde hay casitas pequeñas, tiendas, pisquerías y chicherías, iluminadas en su entrada con lamparillas rojas. El ambiente festivo de esa calle con sus postes de luz a grandes intervalos, con trechos penumbrosos, oscuros y malolientes, inspiraban asco y terror (…). En ese barrio se manifestaba la alegría que proporcionaba los organillos, pianos, cantatas y bailes de esas mujeres sucias que festejan a quienes visitan esas casas”.
El autor hace referencia al callejón Conde-Huyo en el cual los visitantes se extasiaban entre el placer y el peligro. Numerosos testimonios literarios señalan insistentemente la gran relevancia de esta curiosa calle en el ambiente marginal y bohemio hasta fines de los años 50.
Las dilucidaciones que logró encarnar Claudio Cortez A. en torno el submundo urbano lo muestran claramente como un escritor que supo anticiparse a su tiempo y dejó un testimonio literario de alta valía.

En consecuencia, no es poco atinado señalar que son los publicitarios de cada época quienes envilecen o embellecen los libros; los que olvidan arbitrariamente a unos y enaltecen injustamente a otros. Es necesario despojarse de ciertos convencionalismos literarios que se rigen por modas efímeras y acentuar así un espíritu crítico que cuestione lo sobreentendido y obvio.

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