La
vertiente literaria marginal
a través de Claudio Cortez
El autor cuestiona las modas literarias que encumbran arbitrariamente a unos y olvidan a otros.
Freddy
Zárate
El
fanatismo y las modas literarias encumbran a Víctor Hugo Viscarra (1958-2006), como
el gran escritor de los suburbios de la urbe paceña. Por supuesto esta gloria se
debe en gran parte a los propagandistas y creadores (in)directos de este
personaje mitificado.
La
sobrevaloración literaria de Viscarra tiene nombres y apellidos. Tal es el caso
del escritor Manuel Vargas, quizá el mayor artífice, ya que gran parte de la
obra de Viscarra fue editada, estilizada y publicada por su editorial Correveidile.
Otra de las propagandistas es la escritora Virginia Ayllón quien en el prólogo
de Alcoholatum & otros drinks
(2001) indica la estrecha relación que mantuvo con Viscarra: “disfruto de una
amistad, añeja ya aunque fresca siempre con este autor y, además, conozco el
conjunto de su obra editada y parte de la inédita”.
A
ellos se suman profesores normalistas, estudiantes y catedráticos de la Carrera
de Literatura que ven en la vida y obra de este autor una necesidad imperiosa de
estudio y preocupación existencial.
Esta
sobreestimación retórica de Viscarra carece de una dimensión crítica. El rótulo
de “gran escritor de la literatura marginal” es al menos puesto en entredicho por
la historiografía literaria. Revisando un poco nuestra faena bibliografía se
puede encontrar precursores y destacados exponentes de esta corriente.
Un
autor olvidado por los círculos académicos es Claudio Cortez A. Los datos biográficos
que nos proporcionan José Ortega, Adolfo Cáceres y Elías Blanco señalan que el
autor nació en La Paz en 1908 y falleció en esta misma ciudad en 1954.
Incursionó
en la narrativa, la historia y el periodismo. Acudió al conflicto bélico con
Paraguay (1932-1935), experiencia existencial que le sirvió de material para tres
novelas sobre el Chaco: Entre sangre y
fuego (s/f), Esclavos y vencidos
(1935) y Los avitaminosos (1936).
Escribió
La Teodosita (1939), que logró el
Primer Premio del certamen literario auspiciado por el Ateneo Iberoamericano de
Buenos Aires. Tres años más tarde publicó la novela histórica Sobre la cruz de la espada (1942). A sus
45 años publicó Francisco Tito Yupanqui:
Historia y milagros de nuestra señora de Copacabana (1954). Un año más
tarde, el 7 de enero de 1954 murió prematuramente. “Al fin, la alegría y el dolor se acaban. El
tiempo lo borra todo”… Con estas líneas finalizó su novela La tristeza del suburbio; tal vez una premonición.
Volviendo
a los años 30, después de indagar las veleidades del lumpen paceño, Cortez
publicó La tristeza del suburbio: la
novela pasional (1937). Su inspiración, sus personajes y trama
parten del submundo urbano. La llave con que ingresa a las periferias
es a través de la vida de su protagonista Félix Vergara: “La nariz enrojecida,
sus ojillos turbios sin mirada, bamboleante, apoyándose a las paredes, camina
lerdamente, despaciosamente, balbuciendo palabras incoherentes y accionando con
la mano derecha en forma contundente y amenazadora”.
Noche
tras noche, las calles y los callejones de La Paz son testigos mudos de las
peripecias de los alcohólicos que transitan por los “tenduchos sumidos en la
oscuridad, que parece una cueva de pillos”, donde beben la rica chicha y el
elixir de los dioses (alcohol) y se oye las voces, las risas enfáticas de
hombres y mujeres.
Anticipadamente
Claudio Cortez nos revela, a través de su novela, el coba del hampa, de los
marginales ya existente en ese entonces: “cueva de pillos”, “antro de vicio”,
“chupacos”, “pisquerías”, “elixir sagrado”.
Cortez,
asimismo, describe a algunos personajes que circulan por los callejones de La
Paz, no necesariamente los alcohólicos y parias: excombatientes de la Guerra
del Pacifico (1879), de la Guerra del Acre (1899-1903) y de la Guerra del Chaco
(1932-1935); soldados traumatizados que hacen alarde de su heroísmo subjetivo:
“-¡Aquí están mis certificados, soy machito, hijo de mi tata (papá), soy un excombatiente, que prisionero ni ocho
cuartos!”.
Y también se presenta la realidad de la
prostitución: “En la esquina de un callejón hay dos jovencitas trigueñas,
sentadas en la puerta de una tienda, entonando una cancioncilla. Al ver a
alguien, una de ellas se pone de pie, sigilosamente como una bestezuela en
acecho y de un salto llega a él y tomándole del brazo dice: -Lindo ven, ven, te
haz de dormir conmigo”.
Una de las más logradas descripciones de la obra, es
la de la “calle del pecado”: “Una calle ancha sin empedrar, donde hay casitas
pequeñas, tiendas, pisquerías y chicherías, iluminadas en su entrada con
lamparillas rojas. El ambiente festivo de esa calle con sus postes de luz a
grandes intervalos, con trechos penumbrosos, oscuros y malolientes, inspiraban
asco y terror (…). En ese barrio se manifestaba la alegría que proporcionaba
los organillos, pianos, cantatas y bailes de esas mujeres sucias que festejan a
quienes visitan esas casas”.
El autor hace referencia al callejón Conde-Huyo en
el cual los visitantes se extasiaban entre el placer y el peligro. Numerosos
testimonios literarios señalan insistentemente la gran relevancia de esta
curiosa calle en el ambiente marginal y bohemio hasta fines de los años 50.
Las
dilucidaciones que logró encarnar Claudio Cortez A. en torno el submundo urbano
lo muestran claramente como un escritor que supo anticiparse a su tiempo y dejó
un testimonio literario de alta valía.
En consecuencia, no es poco atinado señalar que son los
publicitarios de cada época quienes envilecen o embellecen los libros; los que
olvidan arbitrariamente a unos y enaltecen injustamente a otros. Es necesario
despojarse de ciertos convencionalismos literarios que se rigen por modas efímeras
y acentuar así un espíritu crítico que cuestione lo sobreentendido y obvio.
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